Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.
Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.
—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.
Ángel apretó su mano.
—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.
Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.
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INSTINTOS Y CENIZAS
Un lobo llamó a Ikki.
—Alfa, debe venir a ver esto.
Con la rabia todavía latiendo en su pecho, se fue, dejando a Magnus sonriente como un idiota. Quería arrancarle la cabeza. Respiraba agitado. ¿Cómo se atreve su beta a darle flores a su luna?
Al regresar, la vio entre las lobas, rodeada también de varios machos. Todos observaban lo que hacían, fascinados con la novedad: aquellas tiras de piel que Leda llamaba “ropa”. Las lobas reían, cosiendo, y los machos curioseaban, admirando la escena. Algunos se mostraban orgullosos de sus hembras; otros, los solteros, miraban con abierta fascinación a la humana.
El corazón de Ikki ardió como fuego. Rugió:
—¿Qué mierda hacen todos acá? ¿Acaso no hay cosas por hacer en la manada? ¿Nunca vieron a las lobas cosiendo? ¡Fuera!
Su pecho subía y bajaba con la furia. Varias lobas se apartaron, asustadas.
Ikki clavó la mirada en Magnus.
—¿Y vos, Magnus? ¿Qué hacés sosteniendo esas pieles? ¿Ahora sos la sirvienta de tu luna?
Se acercó peligrosamente. Todos agacharon la cabeza. Magnus hizo lo mismo, dejó las pieles y se disponía a retirarse, cuando Leda se levantó del suelo como un huracán.
—¡Que seas el alfa no significa que los trates como peones! —le gritó—. Además, Magnus nos está ayudando. ¿Cuál es el problema?
—Magnus no está acá para cumplir tus necesidades. ¡Es un beta! ¡Debe cuidar de la manada! —Ikki rugió como un trueno.
—¿Y vos para qué estás? ¿Para andar desnudo, rascándote las bolas y sentado en tu trono de ramas? —Leda sudaba frío, sus ojos brillaban de enojo. El viento otoñal soplaba, pero no era frío: ardía como el aire antes de una tormenta.
Ikki se acercó hasta quedar a centímetros. La tomó del brazo y la atrajo contra su cuerpo.
—Es mi naturaleza, humana. Y acá mando yo. Al que no le gusta, que se vaya.
—Pues muy bien, me voy —espetó ella, intentando zafarse.
—Vos no te vas a ningún lado. Sos mía, Leda. Me verás desnudo, rascándome el culo si quiero, pero de mi lado no te vas.
—Me iré cuando yo diga. ¡No te necesito! ¡No sos nadie para mí! —lo desafió, la mirada fija.
—Soy tu macho, tu alfa. Me debés obediencia.
—¡Estás loco! ¿Tu macho? ¡Jamás seré tu hembra, ¿entendiste?! —le escupió las palabras cerca del oído.
Eso lo desarmó. El aroma de ella, el calor de su piel, el temblor en su voz. Todo lo incitaba a poseerla ahí mismo. Pero en lugar de besarla, la soltó con furia, tirándola al suelo. Se dio media vuelta y rugió:
—¡TUL!
—¡Sí, alfa! —la loba acudió, moviendo las caderas con descaro.
Ikki la tomó de la muñeca y la arrastró hacia su toldo.
*
Leda se incorporó. Lo vio entrar con Tul. Luego escuchó los gemidos. El toldo se sacudía. El olor a sexo y semen impregnó el aire. Era un asco que le revolvió las entrañas.
(Jamás, jamás me dejaré tocar por esa bestia inmunda.)
De a poco, todos volvieron a sus rutinas. Las lobas que cosían con Leda la miraban intrigadas. Ella estaba impávida, el rostro duro, los ojos sin brillo. Cuando Ikki terminó, Tul salió despeinada, oliendo a sexo, con una sonrisa de satisfacción. Ikki salió detrás, mostrando su virilidad aún potente.
—¡Yo soy el alfa y acá mando yo! —rugió con voz de trueno.
Leda lo miró con tanta frialdad que por primera vez él se sintió cohibido.
—En ese toldo sucio, que huele a sexo, no voy a entrar —le dijo, la voz como hielo—. Así que mandá todo lo que quieras, pero eso conmigo no pasará.
Ikki sintió un viento caliente recorrerle la espalda. Caminó hacia ella, sudado, con los ojos encendidos de rabia y deseo contenido. La tomó del brazo otra vez y la acercó.
Leda apoyó las manos en su pecho y le gritó:
—¡Soltame, sucio asqueroso!
—¡Hacés lo que te digo o te mato acá mismo! —rugió con una violencia que heló la sangre de todos.
Los lobos quedaron paralizados. Jamás lo habían visto tan descontrolado. Cada uno huyó, corriendo hacia los toldos o el bosque. El claro quedó vacío: solo ellos dos.
—No soy tu hembra. Ese lugar lo ocupa una loba —dijo con frialdad.
Ikki no supo qué responder. Había caído en su trampa. Ella insistió, la voz quebrada:
—¡Soltame! ¡Te dije que me sueltes!
El corazón le pesaba. Quería llorar, pero no podía. La soltó. Leda corrió. Corrió como nunca. El viento golpeaba su rostro mientras las lágrimas quemaban sus mejillas.
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Llegó al peñasco donde descansaban las cenizas de Ángel. Las tomó en sus manos y apretó hasta que le dolieron los dedos. Cayó de rodillas y comenzó a llorar, desgarrada. El viento, cruel, esparcía las cenizas poco a poco. Se quedó allí, temblando, hasta que el frío la venció.
Entonces los vio: dos lobos, no licántropos, se acercaron y se recostaron a su lado. Leda se aferró a uno, hundiendo el rostro en su pelaje cálido. Así durmió, bajo la luna, con el corazón roto.
*
Ikki, en tanto, había destruido su toldo. Lo despedazó con las manos, con los pies, hasta quedar en medio de los restos. Se sentó entre los escombros, jadeando, con la cara entre las manos.
¿Qué hice? ¿Por qué actúo así?
Debía volver a ser el alfa frío, calculador, protector. No podía dejarse arrastrar por emociones que lo hacían débil. Se obligó a esa determinación mientras, a lo lejos, vigilaba la silueta de Leda durmiendo con los lobos guardianes.
Pero en el fondo sabía la verdad: aunque intentara luchar, ya estaba perdido. La amaba. La había amado sin permiso, sin pudor. Ella lo había atrapado