Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 9
...Avery...
Esto es una mierda. Mi trasero está entumecido, mis piernas dormidas, y siento como si miles de agujas se clavasen en la planta de mis pies.
En contraste con mi malestar, mi madre observa el paisaje con los ojos brillantes, como si estuviera contemplando un sueño hecho realidad. Después de tantos años confinada, incluso ver el cielo sin los barrotes de la ventana es un lujo.
Fania, sentada a su lado, sonríe con dulzura. Es como la hermana menor que nunca tuve: leal, atenta, dulce. Y ahora, me siento responsable de sus vidas, de sus futuros.
Pero si algo me enseñó mi abuelo es que todo tiene solución, menos la muerte. Y yo lucharé con garras y dientes para salir triunfante con ellas a mi lado.
—¿Cuánto falta? —gruño, moviendo las piernas adoloridas.
—No lo sé, hija —responde Eliana con una sonrisa melancólica—. La última vez que hice este recorrido en carruaje fue cuando me casé con tu padre.
Mi estómago se revuelve. Maldito hombre. Ya estoy planeando cómo hacerlo pagar. Le arrebataré lo que más ama: su riqueza y su poder. Se quedará con las manos vacías.
Una risa amarga me brota del pecho.
—¿Está bien, señorita? —pregunta Fania, mirándome con curiosidad.
—Fania, por favor, llámame Avery. “Señorita” me hace sentir que hay una distancia entre nosotras, y no la hay.
—Claro que no, yo solo quiero ayudarla y estar a su disposición...
—No digas eso. Eres mi amiga, como una hermana. Siempre estuviste conmigo, incluso cuando nadie más lo hizo —digo, pensando en la Avery original, aquella a quien le fallaron todos.
Sus ojos se humedecen, y aunque intenta disimular limpiando con el dorso de su mano, una lágrima se le escapa.
—Entonces, Avery será —responde, sonrojada.
Le sonrío y le acaricio la mano con ternura.
El carruaje se detiene con un crujido de las ruedas sobre el empedrado. El cochero abre la puerta sin decir una palabra más. No lo culpo; lo obligué a traernos.
Bajo primero y ofrezco mi mano a mi madre, luego a Fania.
Y entonces lo veo. El centro de la ciudad.
¡Es como un sueño! Las calles empedradas relucen bajo el sol de la mañana. Las casas se alzan elegantes, pintadas en tonos pastel que contrastan con las molduras blancas y los balcones adornados con flores. Los escaparates exhiben productos lujosos, y los transeúntes, vestidos con trajes elegantes, caminan con prisa o se detienen a conversar.
Me siento dentro de un capítulo de los Bridgerton.
—No lo recordaba tan bello —dice mi madre con la voz temblorosa—. En esa esquina vendíamos hortalizas con tu abuelo. Él mismo construyó el puesto.
La miro. Sus ojos violetas están empañados de nostalgia.
—¿Los extrañas?
—Cada día —susurra, conteniendo el llanto.
La abrazo. Siento sus sollozos silenciosos contra mi hombro. Me juro a mí misma que haré todo lo posible para que su vida vuelva a tener alegría, amor… y libertad.
Al otro lado de la calle, un salón de té reluce con su fachada blanca y sus cortinas de encaje.
—Cierra los ojos, madre —le digo con una sonrisa—. Te voy a llevar a un lugar.
Ella obedece, divertida. Fania capta mi mirada y asiente.
Mientras cruzamos, noto cómo la gente nos observa. Reconocen mis rasgos: el cabello negro como la tinta y los ojos violeta.La infame y despreciable hija mayor del poderoso Archiduque Richmond.
Murmuran. Juzgan.
Que hablen. No me ocultaré.
—¡Llegamos! —anuncio—. Hoy vamos a comer como reinas.
—¡Oh, Avery! —susurra mi madre al abrir los ojos—. Nunca entré a uno. Siempre lo miraba desde lejos.
—Pues hoy te darás el gusto.
—Yo las espero aquí —dice Fania, bajando la mirada.
—¿Qué? No. Entramos todas o no entra nadie.
—Pero... mi ropa… no pertenezco a este lugar.
—Fania, la vergüenza es para los ladrones, no para las personas honestas. Vamos.
Mi madre asiente con firmeza. Fania, sonrojada y nerviosa, se deja llevar.
Dentro, el aire huele a pastelería recién horneada y flores frescas. Nos sentamos en una mesa retirada, lejos de las miradas incisivas.
Pedimos pasteles y té. No hablamos. Solo disfrutamos. Verlas sonreír, saborear, cerrar los ojos al probar algo dulce, me llena el alma.
Pasadas dos horas, salimos del salón con el estómago lleno y el corazón más liviano.
—Necesitamos ropa nueva —digo de pronto.
—Conozco la mejor tienda —se ofrece Fania.
—No quiero la mejor. Quiero algo diferente.
Mi plan es claro. Necesito invertir, generar ingresos, multiplicar mi mesada hasta tener lo suficiente para escapar. Pero no solo quiero dinero. Quiero justicia. Quiero cambiar vidas.
—Madre, ¿cuál es el barrio más pobre?
—Donde vivía yo…
—Llévanos allí. Tengo una idea.
Treinta minutos más tarde, entramos en una zona derruida. Casas a punto de desplomarse, calles polvorientas, ancianos sin zapatos, niños con ropas raídas.
No es muy distinto al mundo del que vengo.
Camino entre las sombras de edificios olvidados, hasta que un escaparate sucio llama mi atención. Un solo maniquí muestra un vestido sencillo, sin pretensiones.
—Aquí es.
—Parece abandonado —murmura Fania.
Golpeo la puerta. Nadie responde. Insisto.
—Tal vez Fania tenía razón —dice mi madre.
—Una última vez.
Golpeo más fuerte.
Al fin, la puerta se entreabre. Una joven de rostro pálido y ojeroso nos mira.
—Lo siento, el negocio cerró.
Intenta cerrarnos la puerta, pero interpongo el pie.
—¿Ese vestido está en venta?
—Supongo que sí...
—Lo compro.
Sus ojos se abren, confundidos.
—¿En serio?
—¿Podemos pasar?
—Claro… no es elegante, pero por favor, adelante.
Nos hace pasar a una pequeña sala con muebles viejos y aroma a tela guardada. Justo cuando desaparece por un pasillo, un llanto infantil se escucha.
Un niño pequeño entra, con lágrimas y el rostro sucio. Flaco. Demasiado flaco.
Eliana corre a abrazarlo sin pensarlo.
—¿Piensas lo mismo que yo? —me susurra Fania.
—Sí —respondo.
La joven regresa con unos vestidos.
—¡Damián! —exclama al verlo.
—Déjalo con nosotras —dice Eliana—. Habla con mi hija.
—Gracias… me llamo Nora.
—Yo soy Avery, ella es mi madre Eliana y esta es Fania.
La joven hace una torpe reverencia.
—¿Por qué cerraste tu tienda? —pregunto.
—Nadie compra, nadie viene hasta aquí, y la gente de aquí no puede pagar.
—¿Tienes con qué alimentarte?
Baja la cabeza. No.
—¿El padre del niño…?
—Fui abusada —murmura, con la voz rota.
Maldición! ¿Acaso abundan las escorias humanas en todos lados?
Eliana solloza mientras abraza al niño.
—¿Tienes familia?
—Huérfana desde siempre. Trabajé desde niña para abrir este negocio… y fracasé.
—Nora, quiero comprar todos tus vestidos.
—¿Qué?
—Todos. Y te pagaré bien. Esta tarde mando por ellos.
Saco monedas de oro y las pongo en su mano.
—Compra comida. Alimenta a tu hijo.
—¡Pero esto es mucho!
—Tu talento lo vale.
Ella llora.
—Gracias… no tengo a nadie… hasta ahora.
—Ahora nos tienes a nosotras —dice Eliana, acariciándole el brazo.
Miro a Nora con una sonrisa decidida.
—Estoy buscando invertir en un negocio. Quiero multiplicar mi dinero. Necesito que seas mi socia.
—¿Yo?
—Sí. Alquilaremos un local en el centro, tú serás la dueña. Yo, solo la inversora. Te quedas con el 90%, yo con el 10%.
—¿Esto es real?
—Tan real como mi nombre.
—¿Cómo se llama?
—Avery Richmond.
Su rostro se transforma por completo al oír mi apellido.
—Confía en mí, Nora. Juntas cambiaremos tu vida. Y la nuestra también.
El pequeño Damián corre a abrazarla. Madre e hijo se funden en llanto.
Y yo, en silencio, me hago otra promesa: haré florecer esta ciudad a mi manera, desde sus rincones olvidados.