En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 08: "Las sombras bajo la Luz"
Eliza, con una serenidad que me exasperaba, se puso de pie. Sus movimientos eran tan armoniosos, tan fluidos, que por un instante tuve la absurda impresión de que incluso el aire a su alrededor obedecía su compás. Sus ojos se posaron en Lyonel, aunque al hablar me incluyó en una sonrisa; una sonrisa tan impecablemente amable que, paradójicamente, me golpeó como un látigo.
—Entonces, eso será todo por ahora —dijo, con una calma que me erizó la piel. Me miraba de frente, con la sonrisa aún dibujada en sus labios, aunque sus ojos permanecían serenos, impenetrables—. Anna, ¿qué te parece si te quedas para el almuerzo?
La invitación me sorprendió. Por un instante sentí que mi máscara de fragilidad tambaleaba, a punto de resquebrajarse. ¿Qué pretendía esta mujer? ¿Qué buscaba de mí?
—¿Y-yo? —balbuceé, y mi voz me pareció ajena, distante.
—Sí, tú —respondió con dulzura. Su tono era tan delicado que casi dolía—. Has sufrido un desmayo, necesitas alimentarte e hidratarte si quieres recuperarte por completo. Y mientras tanto… me encantaría conversar contigo.
Su propuesta sonaba inocente, casi fraterna, pero a mis oídos era una trampa disfrazada de cortesía. Quedarme a solas con ella era exponerme a un espejo que me devolvía todo lo que detestaba: la vida que perdí, la luz que ya no me pertenecía.
—Si… si al señor Lyonel no le incomoda —dije, esforzándome por parecer tímida, aunque en mi interior gritaba.
—No me incomoda en absoluto —intervino Lyonel antes de que Eliza respondiera. Su sonrisa se dirigió a ambas, pero en mi pecho quise creer que era solo para mí—. De hecho, yo iba a sugerir lo mismo.
Sus palabras, tan simples, fueron como una chispa encendida en mi interior: un recordatorio de que aún había un lazo entre nosotros. Ese destello me dio fuerzas para alzarme con una confianza que no sabía que poseía. Pero Eliza ya me esperaba, erguida, paciente, y en su presencia esa confianza se sentía frágil.
—Entonces, vamos. No hay tiempo que perder —dijo, extendiendo su mano hacia mí.
Tomó la mía con una delicadeza estudiada. Su tacto no tenía nada del fuego eléctrico de Lyonel; era frío, impecable, como el mármol de una estatua. Aun así, me recorrió un estremecimiento.
Avanzamos juntas hacia la salida. Antes de desaparecer por el umbral, escuché la voz de Lyonel, ligera, despreocupada, como si el mundo no se tambaleara bajo mis pies.
—¡Diviértanse, chicas!
Y allí me fui, tomada de la mano de quien, sin saberlo, se convertiría en mi mayor rival. Su dulzura era una daga envuelta en terciopelo, y yo, un veneno paciente, me preparaba para la inevitable batalla. Solo una de nosotras saldría vencedora.
Eliza me condujo por los pasillos silenciosos de la mansión, su mano cálida y suave anclada a la mía. Durante un instante me sorprendí de lo fácil que resultaba aceptar aquel contacto; no era la chispa abrasadora que Lyonel había dejado en mi piel, sino un calor sereno, casi engañoso, como el resplandor de una vela que parece inofensiva antes de consumirlo todo.
Me llevó hasta una habitación que no había visto antes: un boudoir íntimo, casi sagrado, que parecía pertenecer al mundo secreto de una reina. Las paredes estaban cubiertas de sedas bordadas que atrapaban la luz en reflejos delicados; los muebles de ébano con incrustaciones de nácar brillaban bajo la penumbra, y un tocador de plata, abarrotado de frascos y pequeñas maravillas, reinaba en el centro de la estancia.
—¡Aquí estamos! —dijo Eliza con un entusiasmo que me pareció demasiado espontáneo para ser falso. Soltó mi mano con ligereza y se adelantó hacia el tocador, como si se encontrara en su escenario predilecto.
La mesa era un universo en miniatura: frascos de cristal tallado que contenían líquidos de colores tenues, cuencos de porcelana con polvos finos como ceniza de luna, brochas y cepillos que parecían plumas. Un espejo ovalado dominaba todo, devolviéndome mi propia figura. Fue allí donde me encontré por primera vez de frente: mis ojos, aún teñidos con el rastro carmesí que Dantalion había dejado en mí, reflejaban a una desconocida.
—Siéntate, por favor —dijo Eliza, indicando un banco de terciopelo color vino.
Obedecí, y ella, en un gesto sorprendente, se arrodilló junto a mí. La caída de su vestido se abrió sobre el suelo como un abanico de seda, y sus ojos claros se alzaron hacia mí con una sinceridad que desarmaba.
—Anna, cuando te vi por primera vez me pareciste tan frágil… tan delicada —susurró, y sus dedos rozaron mi mejilla. El contacto fue leve, como el aleteo de un pájaro, pero lo sentí hasta la médula—. Pero ahora que estoy tan cerca… eres hermosa. Tus ojos tienen una hondura que nunca había visto.
Sus palabras eran un veneno dulce, imposible de rechazar. No entendía por qué una mujer como ella, rodeada de privilegios y acostumbrada a las cortesías de la alta sociedad, se interesaba tanto en una desconocida que se había desplomado a mitad de un camino.
—Gracias… —murmuré, aunque mi corazón martilleaba con fuerza, traicionándome.
Eliza sonrió apenas, como si guardara un secreto compartido conmigo.
—Déjame divertirme un poco contigo. Me encanta experimentar con colores, con formas. ¿Qué te parece si te maquillo?
Era una propuesta inocente en apariencia, pero en su mirada había una chispa más profunda, una curiosidad que bordeaba la fascinación. No podía negarme. Si quería ganarme su confianza, debía ceder.
—Está bien —respondí, y me entregué a su toque.
Sus manos se movieron con la delicadeza de un ritual. Primero aplicó polvos suaves sobre mi piel, y la textura fina me envolvió como un velo invisible. Después añadió un rubor tenue en mis mejillas, un toque de vida artificial que encendió mi rostro. Mis labios fueron pintados de un rojo vibrante, un rojo que me recordó a la sangre, y mis pestañas, alargadas con rímel, enmarcaron mi mirada hasta convertirla en algo hipnótico.
—Mira —dijo, entregándome un espejo de mano con un gesto ceremonioso.
Al mirarme, la mujer que me devolvió la mirada no parecía de carne y hueso, sino una criatura sacada de un cuento. Una princesa, o tal vez una hechicera. Y sin embargo, nada de eso me sorprendía: yo ya conocía el filo de mi belleza, estaba acostumbrada a su poder.
—Anna… eres todavía más hermosa de lo que imaginaba —exclamó Eliza, con un brillo en los ojos que parecía genuino.
—No es para tanto —mentí, bajando la mirada.
—Eres humilde además… cualquier hombre perdería la cabeza por ti —dijo con una mezcla de envidia y admiración.
Yo sonreí por dentro, amarga: el hombre que yo quería ya estaba en su mundo. Esa ironía era mi propio veneno.
—Tengo un vestido que sería perfecto para ti —añadió de pronto, levantándose de un salto—. Voy a traerlo.
—No hace falta —dije con rapidez—. Solo estaré aquí un rato, sería en vano.
Su expresión se entristeció de inmediato; el puchero que formaron sus labios me recordó a una niña a la que se le niega un juego.
—¿De verdad no puedes quedarte más tiempo? —preguntó, con una dulzura que rayaba en súplica.
—Lo siento, señorita. Mi familia podría preocuparse —mentí, sabiendo que nadie me esperaba.
Ella suspiró, bajando la mirada, pero enseguida volvió a alzarla con una firmeza inesperada.
—Entonces prométeme que mañana volverás, y que te probarás el vestido.
La seriedad de su tono me desconcertó.
—De acuerdo… señorita Eliza —acepté finalmente.
Ella sonrió, y esa sonrisa iluminó toda la estancia. Luego, en un gesto íntimo, se arrodilló de nuevo en el suelo, con las rodillas juntas y las caderas apoyadas sobre los talones. Sus pies descalzos asomaban apenas bajo el vestido, y la postura, lejos de restarle elegancia, la hacía parecer aún más vulnerable.
—No me digas señorita —susurró, mirándome con la fuerza de alguien que exige algo más que cortesía—. Solo Eliza. Ya somos amigas… ¿verdad?
La palabra “amigas” me atravesó con un filo inesperado. Era increíble lo fácil que había sido obtener su confianza. Pero, para mí, no era amistad: era un arma.
—Está bien, Eliza —respondí con una sonrisa calculada, la máscara perfecta para ocultar la oscuridad que se gestaba en mi interior.
Eliza se puso de pie con la gracia natural de alguien que había nacido para ocupar un lugar central en cualquier estancia. Su sonrisa era radiante, abierta, casi infantil en su pureza; sin embargo, sus ojos azules —de un brillo tan límpido que parecían reflejar el cielo de verano— escondían algo más. Sinceridad, sí… pero también una intensidad que yo no lograba descifrar, una fuerza que me inquietaba.
—¡Qué alegría tenerte aquí, Anna! —exclamó, avanzando hacia mí con pasos ligeros—. Es como tener a la hermana que nunca tuve.
Sus palabras fueron un golpe disfrazado de caricia. “Hermana”. La escuché retumbar en mi mente con un eco punzante. No era su hermana. Nunca podría serlo. Yo era la sombra que amenazaba con arrebatarle aquello que más brillaba en su vida. Pero sonreí, fingiendo dulzura, y la máscara que llevaba se mantuvo intacta, impecable.
—Es un placer, Eliza —respondí. Mi voz sonó suave, casi cálida, aunque por dentro la mentira me supo a ceniza.
—¿Y tú, Anna? —preguntó con un interés genuino, inclinando la cabeza como lo haría una confidente de toda la vida—. ¿Tienes hermanos?
La pregunta cayó sobre mí como una losa. Mi corazón, prisionero en ese cuerpo prestado, latía con violencia. Recordé a mis padres, cuyas existencias se habían apagado siglos atrás, hasta el punto de que sus rostros eran ya un borrón en mi memoria. Nunca tuve hermanos, ni nadie que compartiera mi carga o mi destino. La soledad había sido mi única compañía.
Pero en ese instante, tal como había inventado un nombre, inventé también una vida.
—Sí… tengo una hermana pequeña —respondí, con un hilo de voz que se volvió más firme a medida que hablaba.
Los ojos de Eliza se iluminaron, como los de una niña al escuchar un cuento.
—¡Oh, qué envidia! ¿Cómo se llama?
—Rose —dije sin dudar. La imagen brotó de mi imaginación como si siempre hubiera estado allí. Una niña rubia, con ojos claros y sonrisa inocente, apareció en mi mente. Una hermana inventada… y sin embargo tan viva que por un instante dolía. —Tiene diez años.
—¡Qué nombre tan hermoso! —exclamó Eliza, llevándose las manos juntas al pecho—. Seguro es tan bella como tú.
La amabilidad de sus palabras, lejos de reconfortarme, fue un aguijón en el alma.
—Sí… ella es más linda que yo —murmuré. Y mientras lo decía, una punzada me atravesó el pecho.
¿Por qué me dolía mentir sobre algo que nunca existió? Quizás porque, en lo más profundo, deseaba que fuese real. Una hermana, una compañía, alguien que me hubiera salvado de la eternidad solitaria en la que me condené. Rose era una ilusión, y sin embargo, por un segundo, la añoré con la desesperación de quien ha perdido algo que jamás tuvo.
Eliza, satisfecha con mi respuesta, asintió con entusiasmo.
—Entonces vamos, no podemos dejar esperando a Lyonel —dijo con suavidad, como si quisiera sacarme de mis pensamientos.
Me guió por los pasillos. Conocía ese recorrido de memoria: tantas veces lo había vagado en mi forma espectral, invisible para todos. Pero ahora, cada detalle me golpeaba con la intensidad de lo tangible: el crujido leve de la madera bajo mis pasos, el aroma floral que emanaba de los jarrones con lirios frescos, el reflejo del sol en los espejos antiguos. Era un festín de sentidos que, por siglos, me estuvo negado.
Las puertas del comedor, de roble oscuro, estaban abiertas de par en par. Más allá, la mesa larga y reluciente brillaba bajo la luz que caía de los ventanales. El mantel blanco parecía una extensión de la claridad que bañaba el salón.
Lyonel estaba en la cabecera, erguido, impecable. Cuando sus ojos se posaron en nosotras, fue a mí a quien buscaron primero. En su mirada había una chispa de sorpresa, una atracción que no lograba disimular. El trabajo de Eliza con los polvos y el peinado había surtido efecto: ya no era la mujer extraviada del camino, sino una aparición de carne y hueso, un espejismo hermoso y peligroso.
—El almuerzo está servido —anunció Gerald, con la solemnidad de un mayordomo acostumbrado a que sus palabras marcaran el ritmo de la casa.
Lyonel sonrió y extendió la mano hacia mí.
—Anna, por favor, siéntate a mi lado.
Sentí que el aire se tensaba. Eliza, aun sonriendo, me miró apenas un instante antes de tomar asiento al otro lado de la mesa, frente a nosotros. Y entonces lo comprendí: aquella mesa no solo nos unía en apariencia, sino que nos dividía en realidad. Tres lugares, tres historias en conflicto.
Yo, la intrusa. Eliza, la guardiana. Lyonel, el premio.
Me senté, con el corazón agitado, sabiendo que en ese instante la partida había comenzado. Y lo peor no era que una de nosotras debía ganar… sino que, al final, solo podía quedar una en pie.
El sonido metálico de los cubiertos contra la porcelana fue lo único que rompió el silencio inicial, un repiqueteo suave pero insistente, como gotas en un estanque inmóvil. La luz del mediodía se filtraba por los altos ventanales, bañando la mesa en un resplandor dorado. La platería brillaba con destellos casi cegadores, y el cabello rubio de Eliza atrapaba la claridad como si llevara un halo de santidad. Frente a ese cuadro, Lyonel parecía tan sereno, tan dueño de sí mismo… mientras yo me desmoronaba por dentro.
—Así que, Anna… tu familia es ganadera, ¿verdad? —preguntó Lyonel, con esa voz cálida que parecía deslizarse directamente sobre la piel.
—Sí —respondí, obligándome a levantar la vista y sostener la máscara. Mi voz salió apenas un susurro, cargada de una fragilidad ensayada—. Vivimos en las afueras del pueblo. No es mucho, pero… es mi hogar.
—Debe ser un lugar hermoso —dijo él, y por un instante me vi reflejada en sus ojos. Allí mi mentira no era un engaño, sino un paraíso inventado: un jardín de rosas, un hogar lleno de vida y risas.
—Lo es… —mentí, y de pronto la imagen de una tumba solitaria, cubierta de musgo, atravesó mi memoria como un latigazo.
Eliza, que había permanecido en silencio hasta entonces, se inclinó hacia adelante con una sonrisa luminosa.
—Es tan refrescante escuchar hablar de algo más que fiestas y salones. Cuando éramos niños, Lyonel y yo solíamos escapar de los bailes de mi padre para escondernos en los establos. Siempre fue mejor con los caballos que con la etiqueta social.
La dulzura de su risa me heló. Esa anécdota no era una simple travesura de infancia; era una intimidad que compartían, un pasado que los unía y al que yo jamás tendría acceso.
—Todavía lo soy —rió Lyonel, y el sonido de su risa me hirió tanto como me atrajo. Quise ser yo quien lo hiciera reír así, quien guardara esos recuerdos en lugar de ella—. Eliza y yo solíamos escapar a caballo mientras los guardias nos perseguían por los jardines.
Sus miradas se encontraron, cómplices, y algo en mi interior se quebró.
—¡Oh, sí! —rió Eliza, vibrante, con los ojos brillantes de nostalgia—. Y cuando nos atrapaban, tu bisabuelo te arrastraba de las orejas hasta el carruaje.
El comedor se llenó de sus risas compartidas, y en mi pecho creció una presión insoportable, como si las paredes mismas se cerraran sobre mí. Apreté mis manos bajo la mesa para contener el temblor de mi rabia. Era una intrusa. Una sombra colándose en su mundo de luz.
—¿Y a ti, Anna? —preguntó Eliza de repente, con esa inocencia que me resultaba más cruel que cualquier burla—. ¿Qué te gusta hacer?
La pregunta me desarmó. ¿Qué podía contestar? ¿Que me gustaba vagar por cementerios? ¿Que mi único pasatiempo era arrastrar mis cadenas invisibles entre los vivos? Me aferré a la única verdad inofensiva que tenía.
—Me gusta leer —dije, tragando el veneno de mi silencio.
—¡Qué maravilla! —exclamó ella, con un entusiasmo tan puro que me hizo arder de impotencia—. Después del almuerzo te mostraré la biblioteca. Hay una colección de libros que seguro amarás.
—Me encantaría —respondí, fingiendo calma, mientras por dentro la rabia se acumulaba como una tormenta a punto de romper.
Lo que debía ser un almuerzo sencillo se había transformado en un campo de batalla invisible. Cada palabra de Eliza era un muro levantado entre Lyonel y yo, un muro hecho de amabilidad, de recuerdos, de una pureza que no sabía cómo destruir. Pero yo era una sombra. Y las sombras siempre encuentran las grietas por donde deslizarse.
—¿Y desde cuándo viven juntos? —pregunté, dejando que mi voz se quebrara apenas lo suficiente para disfrazar la pregunta con un tinte de curiosidad inocente.
El aire cambió. Una ligera incomodidad se instaló en la mesa.
—No vivimos juntos como tal —respondió Lyonel, con un tono más serio—. Eliza solo está de visita por unos meses.
El peso que llevaba en el pecho se alivió apenas, como un respiro robado. No compartían un hogar. No todavía.
—Aunque… cada vez me animo más a quedarme —añadió Eliza, mirándolo con un cariño demasiado evidente—. Y ahora, además, tengo una nueva amiga.
Su sonrisa me atravesó como un dardo. Yo sabía que no sería tan fácil deshacerme de ella. No era rival por descuido: era rival por destino.
—Oye… Anna —interrumpió Lyonel, inclinándose hacia mí con una calidez que ignoraba por completo la tensión en el aire. Sus ojos, tan claros y profundos, me estudiaron con una curiosidad genuina que me hizo olvidar, por un instante, la presencia de Eliza—. ¿Te gusta dibujar?
La pregunta me sorprendió. Parpadeé, insegura, y negué lentamente con la cabeza.
—No sé dibujar —admití en voz baja, sintiendo un rubor arderme en las mejillas—. Nunca lo aprendí. No era algo… necesario.
Un destello de ligera decepción cruzó el rostro de Lyonel, pero se desvaneció casi al instante, sustituido por una sonrisa cálida, sincera.
—Es mi pasatiempo favorito —confesó, con una pasión tan palpable que mi corazón se agitó—. Me gusta capturar la belleza de lo efímero… lo que desaparece si no lo guardas. —Sus ojos, intensos, se detuvieron en los míos—. Me gustaría dibujarte. Y pintarte.
Sentí que el aire me abandonaba. ¿Yo? ¿Convertida en musa por él? Era como si hubiese descorrido un velo invisible y me invitara a entrar en un rincón íntimo de su alma. Mis dedos, ocultos bajo la mesa, se crisparon contra mi falda para contener el temblor.
—¿De… de verdad? —pregunté, con la voz entrecortada.
—Sí —dijo él, con una convicción tan firme que me hizo estremecerme—. Me encantaría.
No pude ocultar la emoción. La máscara de fragilidad que tanto me esforzaba en mantener se resquebrajó.
—Acepto —dije sin pensarlo, sin calcular, dejando que el deseo se deslizara por mis labios.
Eliza, que había seguido la conversación con atención, dio un ligero golpecito en la mesa con las manos y se levantó, radiante. Su entusiasmo parecía sincero, pero su mirada hacia Lyonel llevaba una complicidad que me pinchó como espinas.
—¡Qué idea maravillosa, Lyonel! —exclamó, con una risa cristalina—. Anna, ven mañana temprano. Así podré darte el vestido que quiero regalarte. Saldrás deslumbrante en el retrato.
Su propuesta me supo a veneno envuelto en miel.
—Eso suena perfecto —respondió Lyonel con entusiasmo—. Anna, mañana serás mi musa.
Cuando terminamos de almorzar, no pude evitar sonreír con gratitud. Había sido una de las comidas más deliciosas que recordaba, no solo por el sabor, sino por la calidez de la mesa.
—Muchas gracias —dije, mirando a cada uno con sinceridad—. Todo estaba exquisito.
La señora de la casa inclinó la cabeza con modestia, y Lyonel sonrió apenas, como si el comentario le resultara más agradable de lo que quería demostrar. Eliza, en cambio, llevó sus manos juntas al regazo y me dedicó una mirada luminosa.
—Me alegra tanto que lo hayas disfrutado, Anna —respondió con suavidad—. Ahora ven, quiero mostrarte algo especial.
Se levantó con gracia, y yo la seguí sin pensarlo demasiado. Sus pasos parecían tan ligeros que apenas hacían crujir la madera del pasillo. Me condujo por corredores adornados con tapices y retratos antiguos, hasta detenerse frente a un par de puertas dobles de roble oscuro.
—Aquí —dijo con un dejo de orgullo en la voz.
Empujó las puertas, y una corriente distinta me recibió, densa, como si la sala respirara por sí misma. No era solo olor a papel antiguo: había un dejo a tinta seca, madera encerada y algo mineral, casi como el aroma de una cueva habitada por pensamientos. La luz, inclinada por la hora, se deslizaba por los ventanales y se quebraba contra los lomos de cuero gastado, resaltando dorados apagados y grietas en las encuadernaciones. No eran solo estanterías: eran muros de memoria, alineados con un rigor que imponía respeto.
—La biblioteca —anunció Eliza, con una sonrisa nostálgica—. Es uno de mis lugares favoritos de toda la casa. Aquí Lyonel y yo hemos pasado incontables horas desde que éramos niños. Él siempre prefería los libros de arte, mientras yo me inclinaba por los de medicina.
Su voz era suave, casi melodiosa, y aunque sonaba como una simple confesión, para mí cada palabra era un recordatorio de que ella conocía partes de él que yo jamás había visto.
—Debe de haber sido… agradable —murmuré, intentando mantener el tono neutro.
—Lo fue —asintió, y luego se giró hacia mí con una mirada sincera—. Y ahora me alegra compartirlo contigo, Anna.
Su amabilidad me confundía. Sonaba auténtica, pero dentro de mí todo era sospecha. ¿Por qué querría hacerme sentir bienvenida?
Avancé entre las estanterías, mis dedos rozando los lomos de los libros, hasta que un volumen diferente llamó mi atención. Era más delgado, encuadernado en cuero negro y sin título en el lomo. Lo tomé con cuidado y, al abrirlo, mi respiración se detuvo.
No era un libro, sino un cuaderno de bocetos. Rostros, paisajes, figuras a medio terminar. Pero lo que más me impactó fue la delicadeza en cada trazo, la sensibilidad con la que Lyonel había capturado la vida en el papel. Había retratos de personas que no conocía, de flores marchitas, de la luna sobre un lago.
—Ese es de Lyonel —dijo Eliza, acercándose a mí, su voz cargada de afecto—. Siempre ha tenido un don especial para ver la belleza en lo cotidiano.
Pasé las páginas lentamente, sintiendo que estaba entrando en un rincón secreto de su alma. Y entonces, encontré algo que me hizo contener el aliento: un rostro femenino. No era terminado, solo un esbozo, pero los rasgos eran tan suaves, tan llenos de vida, que parecía que en cualquier momento iba a sonreírme desde el papel.
—¿Quién es? —pregunté en un susurro, incapaz de apartar la vista.
—No lo sé —respondió Eliza con sinceridad—. Lyonel nunca me lo dijo. Quizás alguien que vio en un paseo, o alguien que inventó.
Cerré el cuaderno con manos temblorosas, pero en mi pecho la emoción bullía. No importaba quién fuese esa mujer, lo importante era que él había sentido la necesidad de inmortalizarla. Y ahora me había dicho que quería hacer lo mismo conmigo. Yo sería su musa. Yo llenaría esas páginas, no como un recuerdo vago, sino como algo real.
Eliza me miraba en silencio, y por un instante, sus ojos reflejaron algo que no supe descifrar. Quizás era ternura. Quizás lástima.
—Anna —dijo suavemente—. Lyonel ve más de lo que la mayoría ve. Cuando te dibuje… te mostrará a ti misma como nunca te has visto.
Tragué saliva, sintiendo que sus palabras, aunque amables, eran también una advertencia. Pero no me importó. La emoción de ser la musa de Lyonel era más fuerte que cualquier sombra que Eliza pudiera proyectar.