Un giro inesperado en el destino de Elean, creía tener su vida resuelta, con amistades sólidas y un camino claro.
Sin embargo, el destino, caprichoso y enigmático estaba a punto de desvelar que redefiniria su existencia. Lo que parecían lazos inquebrantables de amistad pronto revelarian una fina línea difuminada con el amor, un cruce que Elean nunca anticipo.
La decisión de Elean de emprender un nuevo rumbo y transformar su vida desencadenó una serie de eventos que desenmascararon la fachada de su realidad.
Los celos, los engaños, las mentiras cuidadosamente guardadas y los secretos más profundos comenzaron a emerger de las sombras.
Cada paso hacia su nueva vida lo alejaba del espejismo en el que había vivido, acercándolo a una verdad demoledora que amenazaba con desmoronar todo lo que consideraba real.
El amor y la amistad, conceptos que una vez le parecieron tan claros, se entrelazan en una completa red de emociones y revelaciones.
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Un día de contraste.
Me incorporo de golpe de la cama, mi cuerpo reaccionando antes que mi mente. El corazón desbocado, un tambor furioso contra mis costillas, amenaza con perforarlas.
Un sudor frío, traicionero, empapa mi piel, helándome hasta los huesos a pesar del calor de la habitación. No es solo confusión lo que me asalta; es una punzada, profunda y helada, una garra invisible que se aferra a mis entrañas. Es la certeza ineludible de algo inefable, algo que se retuerce en mi interior, augurando una fatalidad inminente que se cierne sobre mí como una sombra.
Mi piel se eriza en un escalofrío que recorre cada centímetro de mi ser, cada vello de mi cuerpo respondiendo al eco de un recuerdo que puja por salir.
¿He soñado con ella, con mi amiga de la infancia, o ha sido algo más, una visión perturbadora que trasciende el velo del sueño?
Su imagen, tan vívida que roza lo doloroso, se aferra a mi mente con una tenacidad insoportable, una impronta que quema.
Esto no fue un sueño cualquiera, de esos que se disuelven como humo al primer rayo de sol, dejando solo un rastro evanescente.
Esto fue… parecía… ¡No! Una negación rotunda, visceral, se arranca de lo más profundo de mi ser, un grito mudo que pugna por romper la quietud de la noche, una defensa desesperada contra la realidad que amenaza con aplastarme, con deformar mi cordura.
"Debo dejar de beber". La culpa me carcome, una mordedura amarga en mi conciencia, buscando una explicación fácil, un chivo expiatorio para esta perturbación que me desgarra, que me arranca de mi propia piel.
Me arrastro fuera de la cama, cada movimiento pesado, como si una losa invisible me oprimiera. El frío cortante del suelo bajo mis pies descalzos es un contraste bienvenido, una bofetada de realidad que actúa como un ancla en el caos que me rodea.
Llego al baño, mis ojos nublados por el desvelo y la angustia. El agua helada, sin piedad, salpica mi rostro, buscando disipar no solo el calor de la fiebre interna que me consume, sino también la maraña de pensamientos que me asaltan, retorciéndome el alma, amenazando con ahogarme en su tormento.
Me miro en el espejo, intentando anclarme en la realidad, en el hombre que creo ser, en la figura que se refleja de vuelta.
"¿Es prácticamente normal soñar con quienes compartimos buenos momentos?", me repito, aferrándome a esa lógica como a un náufrago a un trozo de madera en un mar embravecido, buscando desesperadamente cualquier asidero.
Poco a poco, la tensión en mis hombros disminuye, cediendo ante la mentira que me cuento, una mentira que se siente como un bálsamo efímero.
Vuelvo a la cama, la mente un poco más tranquila, engañosamente convencido de haber desentrañado el misterio, de haber domado a la bestia que rugía en mi interior.
Despierto a primera hora, mucho antes de lo habitual, sin motivo aparente, la oscuridad aún presente fuera de mi ventana.
Una extraña, casi obscena, sensación de alegría me inunda, desafiando la evidente falta de un descanso reparador, la pesadilla de la noche anterior. Es un júbilo inesperado, casi burbujeante, que contrasta brutalmente con la habitual apatía matutina que me consume, que me arrastra cada día. Es como si una luz dorada se hubiera encendido en mi pecho, irradiando una euforia que no logro comprender, un regocijo inexplicable.
Mientras me preparo para el trabajo, noto cómo este día se siente diferente, imbuido de una luz especial, una promesa susurrante que me envuelve. Mi sonrisa es espontánea, imposible de contener, una traición a mi habitual estoicismo, y una euforia palpable me invade, peligrosa en su intensidad.
Estoy eufórico, sí, pero también terriblemente distraído, mis pensamientos vagando en un laberinto dorado, ensoñaciones que me alejan de la realidad.
(Elean) "Buenos días, Doña Meche." Mi voz, inusualmente ligera, se siente ajena a mí mismo, como si no fuera mi propia.
(Doña Meche) "Buenos días, joven. El desayuno está listo y aquí tiene su café sin azúcar." La familiaridad de su voz y el aroma a café recién hecho me brindan una sensación de confort efímero, un breve respiro en esta marea de emociones.
(Elean) "Gracias." Le doy un sorbo al café, su amargor me despierta por completo, arrancándome del letargo soñador, anclándome al presente. "Las pastillas de anoche me liberaron de una tortura, es usted una maravilla", le digo con una gratitud que roza la ligereza, mi sonrisa genuina y desarmante. Es un alivio fugaz, una tregua precaria en la batalla que se libra dentro de mí.
Doña Meche solo sonríe, asintiendo con la cabeza, su discreción es lo que necesito con las personas que trabajan conmigo, una cualidad invaluable.
Termino mi desayuno con la misma alegría y energía con la que me levanté, una energía que se siente casi inagotable, casi sobrenatural, como si estuviera imbuido de una fuerza desconocida.
Llego al trabajo, la eficiencia inusual de la mañana me sigue, una sombra brillante que me acompaña. Me sumerjo en los pendientes, mi rendimiento es notablemente superior, cada tarea fluye sin esfuerzo.
Aprovecho cada gramo de esta energía y concentración, las nuevas ideas fluyen hacia mí como una avalancha, incesantes y brillantes, casi febriles, una tormenta de creatividad.
Más allá del trabajo de mi padre y los hoteles de mi madre, mis padres también suelen hacer caridad, una faceta que aprecio de ellos. He revisado los financiamientos y girado los cheques a las organizaciones destinadas, sintiendo una satisfacción profunda, una paz momentánea al contribuir, una sensación de propósito.
El día se me ha pasado en un abrir y cerrar de ojos, ha sido increíblemente productivo. Estoy por terminar unos últimos detalles y ansioso por irme a casa, aunque una extraña inquietud persiste bajo la superficie, un murmullo incesante que no logro acallar.
Los últimos años me he sumergido en el trabajo como una salida, un refugio seguro de ciertos problemas que rondan en mi cabeza como buitres, siempre acechando. Trabajar es el mejor escape, la única forma de mantenerme activo, de evitar que los pensamientos me devoren, que la oscuridad me consuma por completo.
Al salir, como de costumbre, me mantengo al margen, una isla en medio del bullicio de mis empleados. Una simple mirada mía y todos bajan la cabeza, volviendo a sus asuntos, la señal de mi autoridad implícita.
Usualmente soy tan reservado, tan ensimismado, que mi sonrisa ocasional hoy los ha sorprendido; puedo ver la curiosidad ardiendo en sus ojos, la especulación en sus miradas.
Me abro paso hasta mi auto, la expresión en sus rostros me parece divertida, una ironía amarga. Me doy cuenta de lo poco que sonrío, y cuando lo hago, los curiosos no pueden evitar preocuparse. Es una realización extraña, una punzada de autoconciencia, una revelación incómoda.
Llego al semáforo. Mi celular ha permanecido en un silencio absoluto durante todo el día, un silencio que ahora me pesa como una losa, una ausencia palpable. Más allá de las llamadas habituales a la oficina, no he tenido ningún contacto con nadie más, ninguna voz amiga, ningún mensaje personal.
Una punzada de algo parecido a la soledad, helada y cortante, me atraviesa.
"Quizás debería revisar la conexión a la red", pienso, buscando una excusa para la inquietud que me carcome, que me devora por dentro.
Me orillo para revisar rápidamente el celular, con una sensación creciente de expectación, de una espera sin nombre, un vacío que necesito llenar.
Todo parece estar en orden.
"¿Quizás deba hacer una llamada como prueba?", murmuro para mí mismo, la idea de un propósito trivial apenas enmascara la verdadera necesidad que siento, una necesidad que no logro nombrar, una conexión que me falta.
Pero, ¿a quién? La pregunta se cuela en mi mente, vacía, desoladora, sin respuesta. No sé qué demonios estoy esperando que pase.
He revisado el celular tantas veces que estoy empezando a desesperarme, la frustración se acumula, hirviente, a punto de desbordarse.
No tengo ningún mensaje, y ni siquiera sé por qué ahora esto me importa tanto, por qué me quema, por qué esta ausencia me consume.
Por ahora, no tengo ningún plan en mente. Ha sido un gran día, tengo tiempo, una sensación de libertad inusual. La idea de llamar a alguna chica para cerrar con broche de oro este día, de recapturar esa euforia de la mañana, me parece la solución perfecta, un espejismo en el desierto de mis emociones, una promesa de distracción.
Al llegar a casa, saludo sin mucho ánimo a Doña Meche, la energía de la mañana ha comenzado a menguar, disipándose como un sueño efímero, dejando un rastro de melancolía.
Subo a la recámara buscando un atuendo adecuado para salir. Mientras reviso la ropa, la idea de salir se desvanece lentamente, como si una sombra se posara sobre mi entusiasmo, apagándolo.
Me decido por algo cómodo. Quizás este no sea el mejor día para salir después de todo. La euforia ha dado paso a una melancolía sutil, pero persistente, un velo que cubre mi ánimo.
Entro en el jacuzzi, el agua caliente relaja mis músculos tensos, disolviendo la rigidez que me aprisiona, el estrés del día. Sin darme cuenta, estoy cantando algunas viejas canciones, las melodías me transportan, me siento inspirado, una extraña mezcla de paz y anhelo, de consuelo y desasosiego, una mezcla agridulce.
Al salir, agarro un libro para despejar mi mente, sumergiéndome en sus páginas. Las horas pasan sin darme cuenta; he estado leyendo sin parar, buscando refugio en las palabras, en mundos ajenos a mi tormento, a mi propia realidad.
Doña Meche ha preparado la cena, el olor inunda la casa, despertando mi apetito. Bajo las escaleras, la cena es verdaderamente deliciosa, un placer para el paladar.
"Hice una excelente elección con esta mujer", pienso con una satisfacción genuina por su talento, por su dedicación.
Don César, el portero, toca la puerta, interrumpiendo la quietud de la noche.
"¿Qué ocurre?" Mi voz suena un poco más brusca de lo que pretendo, un reflejo de mi inquietud latente, de la tensión que aún me habita.
"Joven Elean, buenas noches, disculpe que interrumpa su cena. La señorita Anelly se encuentra en la sala de estar." Su tono es deferente, pero la mención de su nombre me provoca un sobresalto.
No esperaba visitas, y mucho menos a Nelly. Es tan caprichosa y molesta que, ahora mismo, es la última persona que quiero ver.
Su egocentrismo y franqueza son lo último que necesito en este momento.
Con un suspiro apenas audible, Don César volvió a hablarme. Aparté el tenedor, terminando mi bocado.
(Elean) "Adelante, hazla pasar."