De Sirvienta A Reina

Después de recibir aquella noticia por parte de Ross, esa misma noche Eyra comenzó a preparar lo que faltaba para ejecutar su plan: una antigua poción de ilusión conocida como Aliento de Sombras, capaz de distorsionar la realidad sin necesidad de magia.

Ross la observaba asombrada. La precisión, el conocimiento, y la velocidad con que Eyra combinaba cada ingrediente eran dignos de una experta en botánica y alquimia. Pocas personas dominaban esas artes con tal soltura.

Después de un par de horas, Eyra sacó de una pequeña bolsa el último ingrediente: el pétalo de la Flor de Sombras. La efectividad de la poción dependía de cuántos pétalos se usaban y cómo se mezclaban con el resto. Su duración también variaba según la exactitud del procedimiento.

—No entiendo qué piensas hacer con esa poción —dijo Ross, confundida—. Ya te dije que en la zona de oficinas del convento hay muchas centellas. Detectan el más mínimo rastro de magia.

Eyra sonrió de lado, sosteniendo el frasco con la mezcla oscura en sus manos.

—El arte de las pociones no se considera magia, al menos no en su esencia. Esta no contiene ni una pizca de poder mágico. Solo está hecha con elementos naturales que, al mezclarse en el orden y cantidad adecuados, producen esto.

Ross seguía sin estar completamente convencida. La idea de infiltrarse sin activar las centellas parecía demasiado arriesgada. Pero Eyra la tranquilizó explicando que ya había probado la poción antes: de hecho, la había usado para alterar su apariencia y percepción frente a otros. Si no hubiese funcionado, las centellas la habrían detectado hace mucho.

Ross lo comprendió de inmediato. Recordaba que, según los informes, Eyra debía tener cabello naranja fuego y ojos violáceos… no el aspecto que llevaba ahora. Pero nunca imagino que el cambio en su apariencia se debiera a una poción y no a un hechizo.

A la mañana siguiente

Todo estaba listo. Ross había confirmado que la Madre Superiora estaría fuera del convento ese día, cerrando el trato con la familia que planeaba “adoptarla”.

Eyra caminó con cuidado hacia la zona de oficinas. Vio a la Madre Superiora dando instrucciones a una monja para que nadie se acercara a su despacho. Justo cuando estaba por cerrar la puerta con llave y recitar los hechizos de protección, Ross apareció, distrayéndola. De forma discreta, le hizo una señal a Eyra para que avanzara.

La pelimorada extrajo de su vestido un pequeño frasco con polvo azul verdoso y lo esparció en el aire. Combinado con la poción Aliento de Sombras—que las monjas y la Madre Superiora habían ingerido a través del desayuno—ese polvo distorsionaba su percepción. Ross podía verla, pero para el resto, Eyra era invisible.

Entró en la oficina sin ser detectada. Poco después, escuchó el clic de la cerradura y el murmullo de los conjuros de seguridad. Estaba atrapada dentro… pero también segura de que no la descubrirían.

La oficina era grande. Durante más de media hora, revisó estantes, cajones, documentos. Nada. Todo parecía perfectamente limpio, como si alguien hubiese borrado cualquier rastro comprometedor. Con un suspiro frustrado, Eyra comenzó a ordenar lo que había desorganizado.

Fue entonces cuando una voz burlona interrumpió el silencio:

—Además de romper jarrones, también eres una pequeña ladrona… Cada día descubro una nueva faceta tuya, fascinante.

La sorpresa hizo que Eyra dejara caer una pequeña estatuilla de cristal. Se giró de inmediato, con los nervios encendidos. Observando al chico frente a ella.

—¿Qué estás haciendo aquí? —espetó, sin molestarse en suavizar el tono.

Raven, apoyado contra una de las estanterías, ladeó la cabeza con una sonrisa traviesa.

—Lo mismo que tú, pequeña centella.

Eyra entornó los ojos.

—¿Cómo entraste sin activar las protecciones?

—Digamos que tengo mis formas… —dijo mientras sacaba de su bolsillo una pequeña llave dorada—. Aunque más interesante que cómo entré es qué traje conmigo.

Eyra lo observó con cautela. La llave tenía grabados minúsculos, delicados y antiguos. No era una copia ordinaria.

—Es una réplica exacta de la llave que lleva la Madre Superiora colgada al cuello —explicó él, girándola entre sus dedos—. Y algo me dice que abre algo más importante que un cajón de papeles aburridos.

Eyra se cruzó de brazos, pensativa.

—Nada está a la vista… Pero puede que haya algo oculto. Un compartimento, tal vez.

Ambos se agacharon y comenzaron a inspeccionar el suelo, golpeando suavemente las tablas con los nudillos. Después de varios intentos, Raven tocó una que emitió un sonido hueco. Eyra se acercó, analizó el patrón y detectó una alteración en la textura.

—Está escondido bajo una capa de disolvente de magia —murmuró—. Para que nadie lo perciba a menos que sepa exactamente qué buscar.

Sacó de su bolso una segunda poción, con líquido gris perlado. Vertió unas gotas en la junta de las maderas, que comenzaron a emitir un leve resplandor.

—Ésta revela lo que está oculto por encantamientos de ocultación o disolución —añadió.

Las tablas se separaron lentamente, revelando un pequeño compartimento. Dentro, había una caja de madera, reforzada con metal antiguo y runas desactivadas.

Eyra la abrió. Dentro, había más de una docena de archivos, sellados y marcados con símbolos del Gran Templo.

—Los expedientes —susurró Raven—. Los registros de los niños. Tal vez incluso contratos. Todo lo que la Madre Superiora intentó ocultar.

Eyra levantó la mirada, sorprendida por lo que acababa de escuchar de los labios del pelinegro. Esa información era conocida únicamente por ella, Ross, las monjas involucradas… y la propia Madre Superiora. Que Raven supiera de los expedientes no solo la desconcertaba, sino que activaba todas sus alarmas internas. ¿Cómo lo sabía? ¿Quién era realmente?

Pero ese no era el momento de interrogarlo. Ya se ocuparía de descubrirlo.

Por ahora, tenían lo que necesitaban.

La pelimorada sostuvo la caja de madera entre sus manos, con la mirada ardiendo en decisión.

—Tenemos lo que necesitamos. Mañana será el fin de este lugar.

Ambos se miraron con firmeza. Con el hallazgo de los expedientes, no había tiempo que perder.

Eyra y Raven recogieron todo y dejaron la oficina exactamente como la habían encontrado, cuidando cada detalle. Volvieron a colocar la caja en el compartimento oculto bajo el suelo y activaron la protección mágica que lo sellaba, imitando los encantamientos originales para que nadie notara que había sido abierto.

Pero antes de cerrar, Eyra extrajo de su bolso un pequeño frasco de líquido plateado y un cuenco de cristal. Raven la observó con curiosidad mientras ella colocaba cada documento sobre la superficie del cuenco, vertía unas gotas de la sustancia y recitaba en voz baja la fórmula del duplicado. Frente a sus ojos, las letras, sellos, marcas y símbolos se replicaron con absoluta precisión en hojas nuevas de pergamino tratadas para resistir el paso del tiempo.

Raven, que se consideraba difícil de impresionar, no pudo ocultar su asombro.

—Pociones para copiar documentos... —murmuró, arqueando una ceja—. Ahora eso sí que no lo vi venir.

—A veces el veneno y la tinta nacen de la misma raíz —respondió Eyra con una sonrisa enigmática, guardando las copias en un compartimento secreto de su vestido.

Una vez todo estuvo en su sitio, ambos salieron discretamente por la misma vía por la que Raven había entrado: un antiguo acceso de mantenimiento que muy pocos conocían, oculto detrás de una estantería olvidada.

Con los duplicados en manos seguras y el original donde nadie sospecharía, Eyra y Raven se adentraron en la penumbra del convento, sabiendo que en menos de veinticuatro horas, toda esa oscuridad iba a comenzar a arder.