Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
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Capitulo 8
Después de que el veterinario se marchó, el silencio volvió a llenar el ambiente con un peso extraño. Martín y Dalia caminaron hacia la casa, exhaustos, con la ropa salpicada de tierra y sangre seca. Apenas cruzaron la puerta, sintieron el calor del interior envolverlos. La lluvia empezó a caer débilmente sobre el tejado, como un murmullo constante que no los dejaba olvidar la tensión de las últimas horas.
Subieron a sus habitaciones a darse un baño. El agua caliente les devolvió algo de vida a sus músculos adoloridos. Dalia se tomó unos minutos más, enjabonándose lentamente, sintiendo que necesitaba limpiarse no solo el cuerpo, sino también la angustia que se le había quedado pegada a la piel. Al salir, envolvió su cabello en una toalla después de cambiarse bajó con unas mantas en los brazos. Caminó en silencio por el pasillo oscuro hasta la cocina, donde la señora Elena estaba preparando un termo de café.
—Sabía que iban a necesitar esto —dijo la mujer, sin mirarla, concentrada en la cafetera—. Esa criatura no va a dejarlos dormir esta noche.
—Gracias, señora Elena. No sabe cuánto lo agradezco —respondió Dalia, colocando las mantas sobre una silla —¿Cómo sigue la vaca?
—Respira con dificultad, pero al menos está viva —dijo una voz desde la puerta. Era Martín, ya cambiado, con el rostro aún tenso —Leopoldo y Tomás están con el becerro. Le están dando el biberón.
La señora Elena sirvió el café en el termo y lo cerró con firmeza.
—Llévenselo. Los va a mantener despiertos, pero también los va a reconfortar. El café siempre hace eso.
Martín tomó el termo y le sonrió con cansancio.
—Gracias. ¿Puedes quedarte pendiente de los demás por si algo pasa?
—Claro, hijo. Vayan tranquilos. Aquí me quedo yo.
El frío de la noche se hizo más intenso cuando salieron nuevamente hacia el establo. La humedad del ambiente calaba los huesos. Dalia apretó las mantas contra su pecho y aceleró el paso. A lo lejos, se veía una lámpara encendida y las sombras de los hombres moviéndose dentro del establo.
Cuando llegaron, Tomás sostenía el biberón con ambas manos mientras el pequeño becerro lo succionaba con desesperación. Leopoldo acariciaba el lomo del animal con suavidad, murmurando palabras tranquilizadoras. La vaca, echada a un lado, tenía los ojos entrecerrados. Su respiración era pesada, pero rítmica.
—Trajimos mantas —dijo Dalia, entrando—. Y café. Van a necesitarlo.
—Gracias —murmuró Leopoldo sin apartar la vista del becerro—. Este pequeñín tiene más fuerza de la que pensé.
—¿Sigue débil la vaca? —preguntó Martin, acercándose a ella.
—Sí, pero al menos ya no se retuerce —respondió Tomás—. El calmante del veterinario ayudó.
Se hizo un silencio. Solo se escuchaba la respiración del becerro, el murmullo del viento y el ocasional bufido de la vaca.
Entonces, dos jornaleros llegaron al establo. Uno de ellos traía algo envuelto en un trapo.
—Don Tomás —dijo el primero—. Cerca del barranco, donde cayó la vaca… encontramos esto.
Tomás se acercó y tomó el objeto. Al desenvolverlo, todos vieron un látigo. Viejo, pero aún firme. Tenía manchas oscuras.
—¿Dónde exactamente lo encontraron? —preguntó Martin, frunciendo el ceño.
—A unos tres metros del borde, entre los arbustos. No parecía estar ahí por accidente.
Tomás inspeccionó el mango del látigo, pensativo.
—Esto cambia las cosas —murmuró—. Si alguien la golpeó y eso la hizo caer...
Leopoldo se incorporó de golpe, su expresión tensa.
—¿Estás diciendo que fue intencional?
—No lo sé todavía. Pero una vaca no cae sola por un barranco así. No en esa zona. El terreno es plano, firme. Si algo la asustó…
Dalia se acercó al látigo, mirándolo con detenimiento.
—¿Podría ser de alguien del rancho?
Tomás negó con la cabeza.
—No reconocí el diseño. Y si fuera nuestro, ya sabríamos a quién pertenece.
—Esto es grave —dijo Martin, apretando los puños—. Si alguien la hizo caer a propósito, tenemos un problema más grande de lo que pensábamos.
—No podemos saltar a conclusiones —intervino Leopoldo—. Podría haberlo perdido alguien hace tiempo.
—Pero las marcas… —Tomás señaló las manchas—. No son viejas. Y si fue usado recientemente, no es casualidad.
Dalia se sentó en una paca de heno, con las mantas aún en brazos. Sus ojos estaban fijos en el becerro.
—Esa criatura se puede morir o quedar sin madre por la imprudencia o maldad de alguien. Y no pienso dejar que lo olvidemos. No hasta que sepamos la verdad.
Martin la miró con ternura, acercándose a ella. Se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo.
—Vamos a averiguarlo. Te lo prometo.
El café pasó de mano en mano. El calor de la bebida reconfortaba los corazones inquietos. Afuera, la noche era densa, pero en el establo había una llama encendida: el compromiso silencioso de cuidar al becerro y encontrar respuestas.
Pasaron las horas. El becerro se quedó dormido sobre una cama improvisada de paja y mantas. La vaca, aunque aún débil, empezó a mostrar señales de ligera mejoría. El ambiente se llenó de suspiros contenidos.
Tomás, con los brazos cruzados, vigilaba la entrada del establo.
—No me gusta esto. Si alguien atacó al ganado, puede hacerlo de nuevo.
—¿Crees que tenga que ver con los terrenos? —preguntó Leopoldo, que no dejaba de observar a la vaca.
—Tal vez. Desde que empezamos la negociación con la gente del otro lado del valle, han habido molestias. Algunos no quieren que vendamos.
—Pero esto… esto ya es criminal —susurró Dalia—. Atacar a un animal inocente…
Martin asintió con la mandíbula apretada.
—No vamos a dejarlo así. Mañana mismo hablaré con los muchachos y revisaremos todas las herramientas del rancho. Si encontramos a quién pertenece ese látigo, daremos con el culpable.
El resto de la noche se convirtió en una vigilia silenciosa. A ratos alguien dormitaba unos minutos. Otros simplemente permanecían sentados, escuchando los sonidos del campo, del animal, de la lluvia que iba y venía. Era como si el mundo se hubiera detenido en ese establo, como si cada uno supiera que esa noche marcaría un antes y un después.
Y en el centro de todo, el becerro. Pequeño, frágil, pero fuerte. Un símbolo de resistencia. La promesa de que, incluso en medio del dolor, la vida siempre encuentra una forma de seguir adelante.
La mañana los sorprendió a todos. El becerro, con las patas aún temblorosas, logró ponerse de pie. Dalia sonrió con ternura, se acercó y lo acarició con delicadeza.
—Eres fuerte y valiente —le susurró—. No te dejas vencer.
Martín también se acercó, le dio unas palmaditas suaves al animal y luego se volvió hacia Tomás.
—Habla con los jornaleros, que se encarguen de lo que falta. Luego ve a descansar, te lo has ganado.
Después de un buen descanso, la señora Elena les preparó una comida deliciosa. El aroma del guiso llenó la cocina, y el calor del fogón pareció devolverles la fuerza que el cansancio les había quitado. Había tortillas recién hechas, frijoles de la olla, carne con chile y agua de limón bien fría.
—Coman, mis valientes —dijo con una sonrisa mientras servía los platos—. Necesitan energía para lo que viene.
Dalia la miró con gratitud, aún con los ojos brillantes por la emoción de ver al becerro de pie. Martín asintió en silencio, aceptando el gesto con el respeto que siempre le había tenido.
—Gracias, doña Elena —dijo Tomás, rompiendo el silencio—. Esto nos cae como del cielo.
Se sentaron alrededor de la mesa y por un momento, entre bocados y palabras suaves, parecía que todo estaba bien. Pero todos sabían que el verdadero reto aún estaba por llegar.
quedo al pendiente de tu próxima aventura
Ojalá que no haya sido Martín de pequeño quien haya provocado el incendio y ese sea uno d los secretos y que por eso Martín tenga sus vacíos sin entender !!