Salomé Lizárraga es una joven adinerada comprometida a casarse con un hombre elegido por su padre, con el fin de mantener su alto nivel de vida. Sin embargo, durante un pequeño viaje a una isla en Venezuela, conoce al que se convertirá en el gran amor de su vida. Lo que comienza como un romance de una noche resulta en un embarazo inesperado.
El verdadero desafío no solo radica en enfrentarse a su prometido, con quien jamás ha tenido intimidad, sino en descubrir que el hombre con quien compartió esa apasionada noche es, sin saberlo, el esposo de su hermana. Salomé se encuentra atrapada en un torbellino de emociones y decisiones que cambiarán su vida para siempre.
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El dolor de la herida
Regresé a casa muy afectada. Me sentía impotente al no poder hacer nada después de la conversación con Alberto, donde me confirmó el delicado estado de salud de mi hermana Ernestina. No me quedaba otra alternativa que mantenerme callada y alejarme de él. Debía aceptar que era el esposo de mi hermana y que no podía existir nada entre nosotros, por más que lo amara. Ahora, mi prioridad era ayudar a Ernestina en este proceso tan doloroso del que aún ella no estaba enterada.
— Hasta que por fin llegas, Salomé. —me dijo Ernestina algo molesta—. Papá y mamá quieren reunirnos para comer en familia, te hemos esperado desde hace rato.
— Lo siento, Ernestina, pero… no me siento bien. Me voy a mi habitación a descansar.
— ¡Espera! No te vayas así. Tienes la venda del pie manchada de sangre. Eso no se ve bien.
Efectivamente, el dolor de la herida en mi pie era horrible. Con tantas preocupaciones, me había olvidado de curarme y, sin darme cuenta, se me estaba abriendo la herida. Aunque era pequeña, el dolor era indescriptible.
— Tienes que curarte esa herida, Salomé. Es mejor que le diga a Alberto que te examine.
— ¿Qué? ¿Alberto? ¡No! ¡Claro que no!—le dije desesperada. Lo último que quería era verlo y encima recordar lo que habíamos vivido en La Isla. Pero no medí las consecuencias de mi reacción, lo que produjo que Ernestina se sorprendiera.
— ¿Pero por qué te has puesto así? No comprendo por qué no quieres que Alberto te examine si es un excelente médico. —dijo muy confundida—. No es porque sea mi marido, pero es un buen doctor, te puedo garantizar que estás en buenas manos.
— Lo que pasa es que no veo necesario que lo molestes. Además, yo misma puedo curarme.
No iba a soportar tenerlo cerca de mí; eran muchos sentimientos encontrados. Ya era suficiente con verlo al lado de mi hermana y no poder acercarme a él como lo hice en La Isla. Me sentía muy enamorada; cuando más prohibido es el amor, más te atrae. Eso mismo me pasaba a mí.
Pero como una jugarreta del destino, Alberto llegó en ese momento y Ernestina saltó enseguida a besarlo mientras le decía angustiada:
— Cariño, qué bueno que llegaste. Tienes que revisar a mi hermana.
Alberto mostró una expresión de asombro, ya que no entendía a qué se refería Ernestina.
— ¿A tu hermana? Pero… ¿Qué le voy a revisar? —dijo con una expresión de asombro que lo hizo ponerse pálido.
— ¡Ay, tonto! Que la revises como médico. Ella estuvo en La Isla y se cortó la planta del pie con un vidrio. Ay, pero qué casualidad, tu congreso también fue allí. Qué extraño que no llegaron a cruzarse. ¿Verdad?
El comentario de Ernestina hizo que Alberto y yo cruzáramos miradas, ambos con el alma en un hilo, sintiendo que nuestras expresiones nos delataban.
Él, como todo un caballero, se acercó a mí.
— ¿Me permites verte la herida? —me clavó una mirada en donde sentí que sus ojos me decían todo lo que sentía por mí. Yo enseguida lo esquivé, temía que mi expresión me delatara ante Ernestina.
— Sí, claro. —me acomodé y me dejé examinar. Fue un momento de mucha tensión; sentir sus manos tocando mi piel fue revivir el instante en que lo vi por primera vez.
— Se te ha ido un punto, por eso está sangrando.
— ¿Pero es grave, cariño? —preguntó Ernestina preocupada—. Creo que mi hermana se portó mal en La Isla sin mi cuñadito Diego. —dijo bromeando.
— ¡Cállate, Ernestina! No te permito que hagas ese tipo de bromas.
— Pero no te pongas así, querida hermana. Además, estamos en confianza, Alberto ya es de la familia.
— Bueno, ya basta, Ernestina. Deja a tu hermana tranquila, tengo que tomarle nuevamente los puntos.
Ernestina no tardó en reaccionar ante el comentario de Alberto.
— ¿Cómo que tienes que volver a tomarle los puntos? Ni que se los hubieras tomado la primera vez.
Sentí que el mundo se me venía encima. Alberto abrió los ojos y me miró atacado; los nervios lo habían traicionado.
— Por favor, Ernestina. Lo que quise decir es que debo tomar otros puntos, además, no tengo la menor idea de quien curó a tu hermana en la Isla.
Yo me encontraba en medio de ambos y deseaba tener el poder de abrir la tierra y desaparecer. Ambos estábamos nerviosos y era difícil ocultar lo que estaba pasando.
— Bueno, solo estaba bromeando, cariño, no es para tanto.—dijo Ernestina mientras le daba un beso en los labios que provocó en mi unos celos horribles.—. Mejor los dejo a solas para que la puedas atender a gusto.
Fue un momento incómodo quedarme a solas con Alberto, reviviendo la misma escena de cuando nos conocimos.
— Tranquila, que solo será una puntada, —me decía mientras sostenía mi pie y con cuidado cosía la herida. El dolor de la aguja en mi piel era pequeño en comparación con el dolor que sentía en mi corazón.
— Ya está listo. Te recomiendo que trates de no afincar el pie por lo menos por dos semanas hasta que la herida cicatrice.
— Gracias.
Intenté levantarme del sillón, pero el dolor me lo impidió.
— Salomé, te dije que no puedes afincar el pie.
— Pero tengo que ir a mi habitación. Ni modo que me quede aquí sentada todo el día.
— Eso lo arreglamos en este momento.
— ¿Pero qué haces? No se te ocurra, ¡Suéltame, Alberto! Por favor, ya bájame.
Alberto no encontró otra solución que cargarme en sus brazos, tal como lo hizo cuando nos conocimos en La Isla. Me llevó hasta mi habitación y me colocó sobre la cama. Estaba tan cerca de él que fue una verdadera tortura volver a sentir su perfume, esa sensación especial que me hizo entregarme sin pensar que era un desconocido.
Cuando me colocó en la cama, nuestras miradas se cruzaron de nuevo, esta vez con una intensidad aún mayor. Estaba tan cerca de mi rostro que pude sentir su respiración acelerada, su corazón palpitando cerca de mi pecho, hasta que inevitablemente rozó sus labios con los míos y me besó como la primera vez.
De repente, escuchamos unos pasos y nos separamos. Aquella voz me invadió de escalofríos, casi haciendo que mi corazón se detuviera.
— ¿Interrumpo algo?
— ¡Diego! ¿Pero qué haces aquí? —Era Diego de nuevo, encontrándome a solas con Alberto, esta vez en mi habitación y con una actitud que nos comprometía.
— Me gustaría hacerte la misma pregunta, amorcito. Primero los encuentro en el café y ahora están en tu habitación. No me digas que se reunieron aquí para terminar de concretar la fiesta sorpresa de mi cuñadita.
Fue un momento incómodo para los tres. Lo último que esperaba era que, después de nuestro encuentro en el café, Diego apareciera de sorpresa en casa y, para colmo, me encontrara con Alberto.
(…)