Acordes De Papel

Acordes De Papel

Capítulo 1: Recordando a Rick Vega

La cafetería está más llena de lo habitual para ser una mañana de domingo.

Afuera, la ciudad hierve. Multitudes se agolpan frente al cementerio y los reporteros buscan cada ángulo posible de lo que promete ser la noticia del día.

En medio de ese ajetreo, en una mesa junto a la ventana, dos jóvenes esperan. Frente a ellos, entre restos de café y servilletas arrugadas, descansa un periódico abierto.

El chico pelirrojo sostiene la notícia en ambas manos, completamente absorto en el titular que ocupa la primera plana:

"SU VOZ SIGUE CON NOSOTROS."

Una fotografía en blanco y negro ilustra los eventos que se conmemoran hoy.

Lo que pocos saben —y lo que ningún periódico parece dispuesto a contar— es que hay mucho más detrás de esas páginas llenas de nostalgia.

Han pasado ya diez años desde aquel día, y aun así la ciudad sigue hablando en su nombre.

Cada esquina lleva algo de él: un mural descolorido pintado en la pared de un barrio obrero, un vinilo olvidado que suena en el tocadiscos de algún bar, la voz de un taxista tarareando una melodía sin darse cuenta.

Es como si la memoria colectiva se resistiera a soltarlo, como si su ausencia siga siendo demasiado reciente.

Su nombre se pronuncia con reverencia, casi como una oración:

Rick Vega.

Para muchos, Rick es mucho más que un cantante, y lo sigue siendo en el recuerdo.

Pero entonces, cuando vivía, fue una presencia inconfundible, alguien capaz de llenar estadios y, al mismo tiempo, de parecer cercano. Su voz, áspera y rota, quedó como refugio para quienes no encuentran palabras para su dolor.

Los titulares siguen hablando tanto de su talento como de sus excesos. A pesar de todo, ni la polémica ni las contradicciones logran borrar la huella del que fue —y aún es recordado como— el mejor cantante del país.

Pero como ocurre con las almas que brillan demasiado, su luz siempre parece apagarse antes de tiempo.

Al principio fue apenas un murmullo, un comentario que apareció entre periodistas y fanáticos de aquellos tiempos:

"¿Rick Vega está enfermo? Medios reportan haber visto al cantante salir de diferentes hospitales."

Nadie quería creerlo. 

Con el tiempo, el rumor se volvió imposible de silenciar.

Sus giras se acortaron, los conciertos empezaron a cancelarse uno tras otro. En el escenario ya no era el huracán de antes y sus apariciones públicas se volvieron escasas.

Fueron años de lucha, de recaídas y falsas esperanzas. Hasta que, una década atrás, la certeza golpea con la fuerza de una ola imposible de contener: 

"Rick Vega, el cantante más influyente del último siglo, ha muerto esta mañana después de su dura lucha contra una enfermedad de la cual su familia no ha querido dar detalles".

La conmoción, en aquel entonces, fue inmediata...

Las calles se llenaron de gente que se negaba a creerlo. Miles se agolparon frente a los estadios donde alguna vez había cantado, improvisando altares con flores, velas y fotografías. 

Las radios no dejaron de programar sus canciones; en cada coche, en cada bar, en cada casa, sonaba Rick Vega como si estuviera de gira una vez más.

Sus discos de debut regresaron de golpe a los primeros puestos de ventas, como si la gente buscara aferrarse a lo único que quedaba de él: su voz.

Era como si el país entero se negara a aceptar que la leyenda no volvería a cantar.

Su esposa, agotada tras años de hospitales y ausencias, se perdió en un duelo del que parecía no poder escapar. El mundo le exigía declaraciones, apariciones, gestos de entereza, y ella solo quería llorar en paz al hombre con el que había compartido una vida.

Y luego estaba Luna, su hija, que apenas contaba con trece años en aquel entonces. Para el resto del país, ella era "la hija de Rick Vega", un apellido que sonaba como una herencia dorada. Pero para ella, en aquel momento, solo era una carga que pesaba más que cualquier sueño.

No obstante, en medio de la tormenta había algo que la mantenía a flote. Ella sabía que si deseaba volver a conectar con su padre, solo lo conseguiría hacer a través de la música.

Desde niña, Rick la había dejado curiosear entre guitarras y cuadernos, enseñándole a pulsar las primeras cuerdas, a reconocer el ritmo de las palabras, a entender que una canción no era solo un conjunto de notas, sino una forma de contar quién eres. 

En esos recuerdos, Luna encontraba un refugio.

Tras la muerte de su padre, mientras el país levantaba monumentos y organizaba homenajes multitudinarios, ella anhelaba escapar de ese dolor que la consumía.

Empezó componiendo melodías torpes, escribiendo versos en libretas escolares, imitando los acordes que una vez había escuchado de la mano de su padre. 

Y así, casi sin proponérselo, Luna daba sus primeros pasos en la música.

Las discográficas no tardaron en fijarse en ella: todas querían a la hija del ícono, la heredera de una leyenda. Los medios la bautizaron "la sucesora", y cada paso suyo era diseccionado, comentado y fotografiado.

Al principio, aquella presión era apenas un ruido de fondo comparado con el calor de los aplausos. Cada canción, cada acorde, era un puente hacia Rick, un refugio contra la ausencia que aún dolía.

Pero la música que antes era consuelo se fue convirtiendo en un arma de doble filo. La mezcla de abandono, de expectativas que no pedía, y de talento inconmensurable marcó sus últimos años.

Lo que había empezado como un juego inocente, una forma de estar cerca de su padre, ahora era un escenario donde debía sostener la leyenda de Rick y, al mismo tiempo, encontrar su propio lugar.

Con los años, la joven tímida y soñadora se ha convirtido en una artista que divide opiniones.

Actualmente, a los veintitrés años, Luna Vega es un fenómeno: los titulares la llaman "problemática", sus conciertos generan titulares tanto por su voz como por sus excesos, por gestos sexualizados, por borracheras escenificadas o letras que rozan lo tabú. 

Cada aparición pública se convierte en noticia; cada gesto, en debate.

Y aun así, la ciudad no puede apartar la mirada.

Esa mezcla de brillo y tormenta, de adoración y crítica, de talento y vulnerabilidad, la define ahora, Luna Vega es intensa, provocativa, magnética... y atormentada. 

Justo hoy, que se cumplen diez años de la muerte de su padre, la ciudad gira a su alrededor.

Frente al cementerio, las cámaras y los micrófonos esperan captar cada gesto, cada emoción, como si la presencia de Luna pudiera, por un instante, devolver al mundo la voz de Rick.

—Mira esa calle que lleva al cementerio... —murmura Marcus, inclinándose hacia la ventana—. Está colapsada de coches, de furgonetas de televisión, de gente con móviles en alto...

La voz de su hermana lo devuelve a la realidad.

—Marcus, deja ya ese periódico —dice Chloe, arrebatándole las páginas que su hermano tiene abiertas sobre la mesa de la cafetería—. No hemos venido aquí a leer más titulares sobre esa "Nepo Baby".

Él suelta una risa nerviosa, bajando la voz.

—Pero es que mírala... —sus ojos brillan, todavía clavados en la fotografía impresa—. Es increíble, Chloe. No importa lo que haga, no importa lo que diga... todos siguen pendientes de ella.

Chloe lo mira con fastidio y apoya el periódico sobre la mesa.

—Todos menos yo. Y espero que también tú, porque recuerda por qué estamos aquí. No vinimos a rendirle culto a Luna Vega. Estamos aquí por Selena. Es su primer día y necesita que la apoyemos, no que te pierdas soñando con alguien que ni siquiera sabe que existes.

Marcus carraspea, incómodo, aunque no puede evitar echar una última ojeada al rostro de Luna en la portada.

—Ya lo sé. Solo... no puedo evitarlo. Es como si lo llevara en la sangre. Rick, ella... es como si fueran eternos.

Chloe rueda los ojos y deja caer el periódico doblado a un lado de la mesa.

—Pues eterno o no, hoy no hemos venido a alimentar tu obsesión con Luna Vega —replica, dándole un sorbo a su café ya frío—. Estamos aquí por Selena. No lo olvides.

El nombre de su amiga flota entre los dos como un recordatorio. Selena, que en ese preciso instante debe de estar ajustándose el delantal detrás de la barra, intentando ignorar las noticias que llenan cada pantalla de la ciudad.

—La verdad es que no entiendo por qué se empeña tanto —suspira Marcus, girándose hacia la barra por si la alcanza a ver entre el gentío—. Podría dejar esto y dedicarse de lleno a estudiar.

Chloe asiente, aunque con un gesto más serio.

—Se lo hemos dicho mil veces, Marcus. Tú y yo tenemos más que suficiente para ayudarla con la universidad. Pero ya sabes cómo es. Dice que si no se lo gana sola, no vale.

Marcus se encoge de hombros, casi con un deje de frustración.

—A veces me parece absurdo. Nosotros tenemos dinero, podríamos cubrirle la matrícula y más, y aun así... —chasquea la lengua— es como si no nos dejara.

—No es "como si" —lo interrumpe Chloe, con ese tono tajante que la caracteriza—. No nos deja. Punto. Y, sinceramente, la entiendo.

Su hermano la mira de reojo, medio ofendido.

—¿De verdad? ¿Dejar que trabaje horas aquí, agotada, cuando podría estar centrada en lo que de verdad quiere?

Chloe suspira, cruzándose de brazos.

—Selena no es como nosotros, Marcus. No quiere que la salven. Quiere demostrar que puede con todo. Y si te soy sincera, creo que es lo único que la mantiene en pie.

Marcus resopla, removiendo distraídamente el vaso entre las manos. Chloe, en cambio, lo observa en silencio, como si esperara que termine de desahogarse.

El bullicio del local se mezcla con las noticias que aparecen en la televisión.

—Todo su comportamiento tiene origen en lo que le ocurrió... —dice Marcus al fin, la voz más baja.

Chloe asiente despacio, los ojos clavados donde espera que su amiga aparezca.

—Precisamente por eso —responde ella—. Porque sobrevivió a todo aquello, porque se negó a quedarse hundida.

—Y aun así... —murmura su hermano, apretando el borde del vaso como si quisiera romperlo—. Aunque ya ha podido retomar su vida con una aparente normalidad... sigue luchando. Como si le debiera algo al mundo, como si nunca pudiera descansar.

El murmullo del local sube de tono justo cuando una puerta se abre al fondo de la barra.

El uniforme blanco y negro contrasta con el brillo rojizo de las luces del lugar.

Selena aparece por primera vez esa mañana, ajustándose las mangas con un gesto distraído.

Chloe ladea la cabeza, apenas un susurro.

—Ahí está...

—No lo soporto —murmura él, bajando la voz—. Tenerla tan cerca y sentir que está a kilómetros.

—Es lo que quiere, Marcus —responde Chloe, sin apartar los ojos de la barra—. No que le sigamos recordando lo que ha pasado, sino que la tratemos como a cualquiera.

Y como si el destino los desmintiera, Selena al fin gira sobre sí misma, ve a la mesa y, con una sonrisa, se acerca.

—Pero si son mis mellizos favoritos... —dice, arqueando una ceja, con ese tono irónico que siempre usa.

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