Una relación nacida de la obsesión y venganza nunca tiene un buen final.
Pero detrás del actuar implacable de Misha Petrov, hay secretos que Carter Williams tendrá que descubrir.
¿Y si en el fondo no son tan diferentes?
Después de años juntos, Carter apenas conoce al omega que ha sido su compañero y adversario.
¿Será capaz ese omega de revelar su lado más vulnerable?
¿Puede un alfa roto por dentro aprender a amar a quien se ha convertido en su único dueño?
Segunda parte de Tu dulce Aroma.
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Capítulo 6
Carter había perdido la cuenta de los días que llevaba en ese lugar. Al principio los contaba tallando rayas invisibles con la uña contra la pared de concreto. Uno, dos, tres… luego las marcas se confundieron y se borraron en su memoria. Ahora ya no importaba, había dejado de luchar contra el hedor que provenía de la cubeta donde hacía sus necesidades, contra la mugre que se pegaba a su piel como una segunda capa áspera. El tiempo se había vuelto espeso como una sombra interminable que lo cubría todo.
Lo único que recibía entre silencios y pasos lejanos era la misma frase repetida sin emoción por la voz de algún guardia que no se dignaba a mostrarle el rostro.
—El jefe no ha muerto.
Eso era todo.
Pero si Misha no había muerto… ¿por qué no venía por él? ¿Por qué lo había dejado ahí, encerrado, abandonado como a un animal?
En el pasado, Carter se habría alegrado de librarse de su presencia, todo lo que más deseaba entonces era que lo dejara en paz. Había buscado maneras de dañarlo, de enfrentarlo e incluso de humillarlo, pero cada intento era inútil el omega parecía invulnerable. Como si nada de lo que hiciera pudiera tocarlo. Siempre limpiaba el desastre, borraba la evidencia y le devolvía la mirada con esa superioridad cruel que lo consumía por dentro.
—Me gustaría escucharte… —murmuró dejando escapar un suspiro que se quebró en sus labios secos—. Jamás pensé que iba a extrañar tu voz. Si me escucharas, seguro te burlarías de mí.
Su propia confesión le provocó una risa amarga. Sacudió la cabeza y se pasó una mano temblorosa por el rostro sucio.
—Nunca te dije cuánto odio que me llames gatito… ni siquiera me gustan los gatos.
El silencio fue su única respuesta.
Carter se dejó caer contra la pared. El estómago rugía con dolor sentía un vacío insoportable. Miró el plato de metal en el suelo, ese potaje gris que olía a humedad y a grasa vieja, tan repugnante como siempre. Lo tomó entre sus manos temblorosas y con un gesto que rayaba en la desesperación lo devoró como si fuese el manjar más exquisito que hubiera probado nunca. El hambre, descubrió entonces, podía doblegar incluso al alfa más obstinado.
En otra parte de la casa de seguridad, muy lejos de esa celda húmeda y silenciosa, un par de máquinas emitían sonidos rítmicos, como una melodía mecánica. Era casi una canción de cuna constante y fría.
En la camilla Misha parecía dormido aunque su rostro estaba demacrado, los labios resecos, la piel marcada por el dolor. Llevaba casi un mes en ese estado desde que lo habían traído.
La beta que lo atendía revisaba con cuidado los signos vitales su mirada estaba fija en el monitor buscando cualquier variación. Los registros seguían igual desde hacía días sin cambios, sin avances, sin retrocesos. Una línea frágil entre la vida y la muerte.
Salvarlo había sido un milagro en sí mismo, cuando llegó apenas respiraba. Tenía una herida profunda en el costado y la infección avanzaba como fuego devorando su cuerpo, la pérdida de sangre lo había dejado al borde del colapso. Lo habían visto entrar en shock con los ojos apagándose lentamente.
Los recursos médicos de la casa eran limitados demasiado básicos para alguien en ese estado. Habían usado todo lo que tenían a disposición para estabilizarlo antibióticos escasos, sueros preparados a toda prisa, transfusiones improvisadas. Pero Misha había entrenado a sus hombres para resistir en condiciones imposibles. Les había enseñado no solo a combatir sino también a sostener la vida con sus propias manos si era necesario.
Una voz femenina suave y trémula, rompió el silencio
—Joven Misha… hemos hecho todo cuanto podemos. Por favor… despierte.
La beta de cabello oscuro y manos pequeñas sostenía la mano del omega con una devoción que rozaba la plegaria. Su nombre era Haya y había crecido en una de las primeras casas de seguridad que Misha había tenido en Rusia. Lo había visto transformarse de un niño frío y despiadado a convertirse en un líder temido. Para ella era más que un jefe, ella lo admiraba como se admira a un sol distante demasiado brillante para alcanzarlo.
Recordaba con nitidez el día en que Misha anunció que contraeria matrimonio, se produjo un despliegue de recursos casi imposible, el movimiento de personal, las órdenes impecables. Todo lo que él hacía parecía calculado, inevitable, perfecto. Y ella, insignificante a sus ojos, solo podía observarlo con respeto y agradecimiento cuando la señaló para venir a ese lugar con temor y una admiración ciega abandonó todo lo que conocía para venirse a quedar en ese lugar en el confin del mundo, siempre que el omega se lo pidiera sería capaz de dar su vida por él.
—Haya. —La voz de Yuri el alfa que había reconocido a Misha al llegar, la sacó de sus pensamientos—. Si ya terminaste, deja el reporte para el siguiente turno. Afuera las cosas están lo bastante mal como para arriesgarnos con distracciones.
Ella lo miró con súplica, casi con vergüenza.
—Señor Yuri, si me lo permite… quiero quedarme un poco más en compañía del joven Misha. Siento que… mi presencia al menos hace que este menos solo.
El alfa arqueó una ceja, dudando. Era un hombre duro acostumbrado a la disciplina y a la eficiencia. Pero Haya siempre había despertado cierta indulgencia en él, como si su lealtad sincera mereciera al menos una concesión.
—Diez minutos —accedió finalmente—. Ni uno más.
Haya asintió con una sonrisa tímida. Volvió su atención al omega, acomodó con cuidado un mechón de cabello en su frente y le pasó un paño húmedo por el rostro. Aunque estaba pálido y marcado por el dolor seguía siendo hermoso. Incluso en ese estado parecía inaccesible, inhumano.
—Sé que despertará… —susurró—. El mundo es demasiado cruel, pero aunque no merezcamos su existencia, tenerlo entre nosotros nos hace dignos.
La beta sabía que si Misha estuviera consciente se burlaría de ella por su devoción ingenua. Tal vez la llamaría tonta o le lanzaría esa sonrisa irónica que tanto la intimidaba. Pero incluso eso sería mejor que esta quietud insoportable, este limbo en el que no se marchaba… ni regresaba.
Entonces lo sintió. Un leve movimiento en la mano que sostenía. Tan sutil que creyó haberlo imaginado. Se sobresaltó, casi dejó caer su brazo y el corazón le dio un vuelco.
—¿Se… se movió? —murmuró, mirando con ojos abiertos hacia el monitor.
El pitido constante de las máquinas cambió apenas, un registro distinto en la cadencia. Haya apretó el botón de emergencia y llamó a la médico del lugar, una alfa curtida por la guerra que entró con pasos firmes.
—¿Qué ocurre?
—Señora… se movió. ¡Movió los dedos!
Ambas mujeres se inclinaron sobre el cuerpo del omega. Revisaron los signos vitales, midieron respuestas a estímulos, cualquier indicio era una esperanza y entonces, como un trueno en medio de un cielo en calma, una voz rasgó el aire.
—Uh…
Era apenas un gemido, ronco, arrastrado, pero suficiente para que ambas contuvieran el aliento.
Los párpados de Misha temblaron pesados como si estuviera forzando una muralla. Finalmente los abrió. La luz lo golpeó y el murmullo de voces lo irritó.
Confuso y perdido intentó aferrarse a un único pensamiento que emergía en su mente nublada.
—Carter… —susurró.
Haya se quedó helada con el corazón encogido. La primera palabra que pronunciaba el omega tras semanas de inconsciencia no era sobre su vida, ni sobre su estado, ni sobre sus hombres era el nombre del alfa que lo había traído hasta allí.