Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 7
—¿No me invitarás a pasar? Hace frío y he caminado mucho...
—No —fue su respuesta tajante, cruzando los brazos sobre el delantal.
Gilbert dio un paso más cerca, y en ese momento su máscara de amabilidad se resquebrajó. Su voz adoptó un tono que Elisabeth conocía demasiado bien, ese de hombre acostumbrado a comprar lo que deseaba.
—Eres demasiado cruel, Eli. Después de todo lo que podría ofrecerte... —sus ojos recorrieron su cuerpo con una mirada que le hizo sentir expuesta—. Soy el único que puede sacarte de esta vida miserable.
Falko gruñó, mostrando los colmillos, su pelaje erizado completamente. Elisabeth sintió cómo sus manos se humedecían.
—No me hagas reír —replicó, aunque su voz sonó más frágil de lo que hubiera querido—. Si das un paso más, Falko te morderá. Y esta vez no lo detendré.
Gilbert soltó una risa desagradable.
—Ese animal inmundo... —dijo, poniendo una mano en su cinturón—. Un disparo en la cabeza sería demasiado rápido para él. Prefiero verlo sufrir.
El corazón de Elisabeth se detuvo. Falko era todo lo que tenía, pensar en que el sufriera algún daño no podía soportarlo ni permitirlo... y ahora también temía por Dietrich, escondido en la cabaña.
Las armas que usaban pólvora eran recientes y muy costosas, ¿Era verdad que tenía una o solo estaba fanfarroneando?
—Sí... si me dejas pasar —Gilbert continuó, disfrutando visiblemente de su angustia—, tal vez sea misericordioso con tu bestia.
Elisabeth se debatió la posibilidad de dejarlo pasar.—Le daré un té de hierbas calmantes y entonces...
El crujido de la puerta los sobresaltó a ambos. Antes de que pudiera reaccionar, un brazo fuerte la rodeó por la cintura, atrayéndola contra un torso firme. El aliento caliente de Dietrich le rozó la oreja al murmurar:
—Pensé que estabas tardando demasiado. No imaginé que sería debido a que una alimaña se había arrastrado tras de tí...
Gilbert palideció al ver al desconocido. Su mirada saltó entre ellos, notando cómo la mano de Dietrich se posaba con naturalidad en la cadera de Elisabeth.
—¿Quién demonios eres tú? —escupió—. ¿Qué haces en casa de Eli? ¡Exijo una explicación!
Dietrich no se inmutó. Con un movimiento calculado, inclinó la cabeza y dejó caer un beso en la base del cuello de Elisabeth, justo donde el pulso le latía acelerado.
—¿No es obvio? —preguntó, deslizando los dedos por su cintura.
Elisabeth sintió cómo todo su cuerpo se estremecía, pero no se atrevió a moverse. La voz de Dietrich adoptó entonces un tono que heló la sangre:
— Pero no es de tu incumbencia. Ahora lárgate —hizo una pausa dramática— antes de que te mate.
Gilbert retrocedió, tropezando con sus propios pies.
—¡Esto no terminará aquí! —gritó, pero su voz quebraba—. ¡Te arrepentirás, Elizabeth!
Cuando sus pasos se perdieron en el bosque, Elisabeth finalmente respiró. Sin embargo, la mano de Dietrich seguía en su cintura, quemándole a través de la tela.
Elisabeth se separó bruscamente de Dietrich, como si su contacto le quemara.
—¿Qué estaba pensando? —le espetó, tratando de disimular el temblor de sus manos—. Debería estar en cama.
Dietrich no apartó su mirada de ella, aunque su expresión seguía impasible.
—Ayudando.
—Podría haberlo manejado sola —respondió Elisabeth, apretando los puños...— Usted debería preocuparse por sí mismo.
—¿Quién dijo que estoy preocupado?— dijo Dietrich con esa voz fría e indiferente que tenía.— Sólo le estoy devolviendo el favor.
— Ja!— Rió Elisabeth sin gracia— ¿Qué esperaba de este hombre grosero y arrogante?— Se reprendió a sí misma por haber creído en la posibilidad de que Dietrich hubiera actuado porque estaba preocupado por ella. —Como sea... gracias —murmuró, aunque las palabras parecían costarle.
No le dijo la verdad. No le mencionó que, aunque la intervención de Dietrich la ayudo, o como dijo él "le devolvió el favor", también la había puesto en una posición peligrosa. Si Gilbert hablaba, el pueblo no tardaría en murmurar. "¿Un hombre en su cabaña? ¿Qué clase de mujer soltera recibe visitas así?". Las acusaciones serían inevitables, la llamarían fácil, indecente, quizás incluso peor.
Pero no le reprochó nada. De nada servía discutir con él.
—Entremos —dijo al fin, evitando su mirada.
Dietrich obedeció en silencio.
Mientras Elisabeth se preparaba para la cena, notó que él no se retiraba a la habitación como solía hacerlo. En cambio, se sentó en una de las sillas de la mesa, observándola con esa intensidad que siempre la hacía sentir expuesta.
—Tal vez se siente mejor—, pensó. —Eso es bueno. Significa que pronto podrá irse...
Pero entonces, una sensación extraña se apoderó de su pecho. Pronto, el hombre grosero y arrogante se marcharía, y todo volvería a la normalidad. Todo estaría bien.
¿Todo estaría bien?
Después de la cena, todo parecía normal. Dietrich se retiró a su habitación, mientras Elisabeth se quedó en la cocina, apagando una a una las velas antes de intentar dormir. Pero el sueño no llegaba. La ansiedad la consumía, tal vez por lo ocurrido esa tarde, o por los muchos fantasmas que la perseguían.
Recordó entonces la cerveza casera que había guardado en algún rincón. Tras encontrarla, se sentó en el suelo frente a la chimenea y bebió un largo trago. El sabor amargo, el alcohol fuerte que no estaba acostumbrada a tomar, le arrancó una mueca.
—¿Qué estás haciendo? —La voz de Dietrich la sobresaltó.
Ella bajó la botella de golpe, avergonzada, aunque inmediatamente se preguntó por qué. Era su casa, después de todo, ella ya había cumplido su mayoría de edad y no le debía explicaciones a nadie. Lo miró con firmeza.
—Bebiendo —respondió, desafiante, alzando la mirada hacia él—. ¿Algún problema?
Él no respondió de inmediato. Sus ojos azules, fríos como el hielo en invierno, la escudriñaron con una intensidad que le erizó la piel. Notó cómo su mirada se detenía en sus labios, todavía húmedos por el alcohol, en el leve temblor de sus manos, en la sombra que oscurecía sus ojos verdes. —¿Qué demonios está buscando?
—Pensé que no eras egoísta —dijo al fin, con ese tono que siempre la ponía a la defensiva—. ¿No piensas invitarme?
Ella parpadeó, desconcertada.
—¿Usted... quiere? —señaló la botella.
Dietrich se inclinó hacia ella.
—Sí —respondió, con una firmeza que la dejó sin palabras.
Elisabeth lo miró fijamente por un instante.
—Está bien, le traeré un vaso... —dijo, levantándose, pero él la detuvo con un gesto.
—No es necesario. Beber de la botella está bien.
Ella dudó, pero no dijo nada. Antes de que pudiera ofrecerle la bebida, él ya se había sentado a su lado, en el suelo frío frente al fuego.
De pronto, solo hubo silencio. El crepitar de las llamas, la respiración pausada de Falko durmiendo en la entrada, y ellos dos, conteniendo el aliento.
Dietrich tomó la botella y bebió.
—¿Tú la hiciste? —preguntó después.
—Sí... —respondió ella, dubitativa.
—Es deliciosa —dijo él, y sus ojos brillaron bajo la luz del fuego.
Elisabeth tragó saliva, repentinamente nerviosa. Desvió la mirada.
—¿Sí? Me alegra, entonces... —murmuró, intentando sonar natural.
Bebió otro trago, y así estuvieron, pasándose la botella en un intercambio silencioso, hasta que el líquido comenzó a escasear.
El silencio entre ellos ya no era incómodo. Dietrich fue el primero en romperlo, su voz más suave de lo habitual.
—¿Ese tipo suele molestarte así?
Ella dejó la botella a un lado.
—Más veces de las que me gustaría admitir —respondió, trazando círculos en su brazo con un dedo—. Pero ya estoy acostumbrada.
La madera crujió cuando Dietrich se inclinó hacia adelante, sus ojos azules clavados en los de ella.
—¿Y alguna vez consideraste aceptar su propuesta? —preguntó, midiendo cada palabra—. Tiene recursos. Te sacaría de esta vida.
Ella soltó una risa amarga.
—¿Tan desagradable le ha parecido la manera en que vivo?...
Dietrich no respondió nada y Elisabeth estuvo en silencio por un momento.
—En otro tiempo... —murmuró, casi para sí misma—, tal vez habría aceptado. Quizás así... —Su voz se desvaneció en un susurro devorado por las llamas—. Quizá así podría haberlos salvado.
Una sombra cruzó el rostro de Dietrich, pero Elisabeth no lo notó. Sus ojos verdes, siempre tan llenos de vida, ahora reflejaban una tristeza antigua.
Ella se abrazó las rodillas, como si intentara contener algo que se le escapaba, el rostro oculto entre ellos.
Pero Dietrich vio. Vio cómo sus pestañas se humedecieron, cómo sus labios temblaron antes de apretarse. Vio, sobre todo, esa resignación dolorosa de quien ha perdido demasiado.
Dietrich nunca había sido hombre de palabras. Las emociones le resultaban un territorio ajeno, un lenguaje que otros parecían entender con naturalidad pero que a él se le atragantaba en la garganta. Sin embargo, al ver a Elisabeth así —encogida sobre sí misma, los ojos vidriosos reflejando el fuego como si las lágrimas fueran a prenderle fuego a las mejillas—, algo en su pecho se retorció con violencia.
Esa versión de ella, frágil y resquebrajada, le producía una irritación que no sabía nombrar.
Sin pensarlo, su mano se alzó.
El gesto fue torpe al principio, como si sus dedos dudosos no supieran cómo manejar algo tan delicado. Con un movimiento lento, apartó el mechón de cabello que le ocultaba el rostro, revelando la piel pálida marcada por el rastro húmedo de una lágrima que ella no había logrado contener.
Elisabeth se quedó inmóvil.
—¿Q-Qué…? —su voz fue un susurro quebrado, pero Dietrich no respondió.
Sus dedos, callosos por años empuñando armas, trazaron una línea apenas perceptible desde su sien hasta la curva de su mandíbula. Cuando llegó a su barbilla, su pulgar se detuvo en el centro de su labio inferior, sintiendo su temblor.
— Suave. Demasiado suave—
Elisabeth no apartó la mirada. Sus ojos verdes, amplios y desconcertados, lo miraban sin parpadear. Dietrich notó cómo su respiración se aceleraba, cómo sus pupilas se dilataban. Pero no había miedo allí. Solo… sorpresa. Una expectativa tensa que llenaba el espacio entre ellos.
No fue un pensamiento consciente. Fue un impulso, una necesidad bruta de borrar esa tristeza a cualquier costo.
Se inclinó hacia ella.
Lento. Deliberado.
Su aliento se mezcló con el de ella, caliente y cargado del amargo regusto de la cerveza. Elisabeth no se apartó. No lo golpeó. Solo cerró los ojos un instante antes de que sus labios se encontraran.
El beso no fue experto. Fue un roce torpe, demasiado firme al principio, como si Dietrich temiera que ella se desvaneciera si no la sostenía con suficiente fuerza. Pero cuando ella, al fin, respondió, un leve movimiento de sus labios, un gemido ahogado, algo se desató en él.
Una mano se enredó en su cabello, tirando con urgencia. La otra se aferró a su camisa, arrugando la tela entre los dedos. Dietrich no supo quién había cerrado la distancia final, pero de pronto ya no había espacio entre sus cuerpos. La cerveza se derramó olvidada sobre las tablas del suelo, y el fuego crepitó como complaciendo el crepitar de sus propios nervios.
Y q bueno q ella se consoló con el papá de su bb...