Pia es vendida por sus padres al clan enemigo para salvar sus vidas. Podrá ser felíz en su nuevo hogar?
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capítulo 7
El día siguiente amaneció cargado de una tensión sutil, como si el aire mismo supiera que algo estaba por estallar. Pia se había despertado más temprano que de costumbre, con la mente revuelta. No podía dejar de pensar en lo que había sentido cuando habló con Vittorio. Algo dentro suyo, una chispa que hacía mucho no sentía, se encendía cuando él estaba cerca.
No era sólo su manera de hablarle —siempre en voz baja, con respeto, sin imponer ni exigir— sino también su presencia. Ese cuerpo atlético que ocultaba bajo ropa discreta, el movimiento ágil cuando caminaba por los pasillos o vigilaba las entradas. Incluso su forma de mirar, intensa pero cálida. Distinta a la de Leonardo, tan fría, tan calculadora.
Y aunque le dolía reconocerlo, su piel todavía sentía el eco del beso forzado y el golpe que le siguió. Leonardo se creía con derecho a todo, y eso la revolvía por dentro.
Caminó por la habitación, descalza, abrazándose a sí misma. No sabía qué era lo que empezaba a despertar en su interior cuando pensaba en Vittorio, pero sí sabía que no era miedo. Y eso, en ese mundo de hombres violentos, era una rareza.
Pasadas las seis de la tarde, Elena subió a su habitación. La encontró sentada junto a la ventana, leyendo un libro que en realidad no estaba leyendo.
—Leonardo quiere que cenes con él esta noche.
Pia levantó la vista con lentitud. Su expresión no fue de sorpresa, sino de fastidio.
—¿Y si no quiero?
—No preguntó si querías. Dijo que bajes a las ocho.
Elena, aunque cariñosa, tenía miedo de Leonardo, y su voz tembló apenas al dar el mensaje.
Pia cerró el libro y lo dejó sobre el alféizar.
—Está bien. Pero no voy a hablar con él.
Elena suspiró y se retiró, dejando la puerta entreabierta.
A las ocho en punto, Pia descendió por las escaleras. Había elegido un vestido negro, sin adornos, de tela ligera que caía sobre su cuerpo sin marcarlo demasiado. El cabello lo llevaba suelto, con un leve brillo rojizo por la luz de los candelabros. No usó maquillaje. Quería que Leonardo viera la marca en su mejilla.
Cuando entró al comedor, él ya estaba sentado al final de la larga mesa. Vestía una camisa blanca remangada y pantalones oscuros. Tenía una copa de vino en la mano, y su mirada se levantó apenas cuando la vio entrar.
—Estás hermosa —dijo con voz baja.
Pia no respondió. Caminó hasta la otra punta de la mesa, donde ya estaba dispuesto su lugar, y se sentó con elegancia pero sin apuro. Tomó la servilleta, la colocó sobre su regazo y desvió la vista hacia el jardín.
El silencio cayó como una losa entre ellos.
Leonardo alzó una ceja, sorprendido por la indiferencia. Dio un sorbo largo a su vino y chasqueó los dedos para que los sirvieran.
Dos camareros entraron y colocaron los primeros platos: risotto de hongos para él, ensalada fresca y pan tostado para Pia.
Ella ni siquiera lo miró.
—¿No pensás decirme nada? —preguntó él.
Pia tomó un trozo de pan, lo cortó con delicadeza y lo llevó a su boca. Masticó sin apuro. No dijo una palabra.
—¿Estás enojada por lo del otro día?
La pregunta le pareció una provocación. Ella tragó, bebió un poco de agua, y al fin levantó la mirada. Sus ojos verdes se clavaron en él con firmeza.
—¿Eso preguntás?
Leonardo apoyó los codos sobre la mesa, cruzando los dedos frente al rostro.
—No me gusta que me desafíen, Pia.
—Y a mí no me gusta que me golpeen. Así que estamos a mano.
La respuesta lo desconcertó. Por un segundo, su mandíbula se tensó. No estaba acostumbrado a que lo contradijeran, y mucho menos una mujer. Pero había algo en Pia que le resultaba imposible de dominar del todo. Esa rebeldía que lo irritaba… y lo atraía.
—No te invité a cenar para pelear.
—¿Entonces para qué fue? —preguntó ella, cortando una hoja de lechuga sin levantar la vista—. ¿Para que vea cuánto poder tenés? ¿Para recordarme que te pertenezco?
Leonardo guardó silencio. Observó cómo movía los cubiertos, cómo ignoraba su presencia con un desprecio elegante. Algo en su interior se removió. Una parte de él quería tomarla del brazo y obligarla a escucharlo. Otra parte quería… que lo mirara como había mirado al maldito Vittorio en el jardín.
—¿Vos creés que te tengo acá porque me interesa humillarte? —preguntó, al fin.
—No sé por qué me tenés acá. Lo único que sé es que mi padre me vendió, y vos compraste. Yo no decidí estar en esta mesa.
Leonardo apretó la copa con más fuerza de la necesaria. El vidrio crujió, aunque no llegó a romperse.
—Podrías hacer esto más fácil.
—¿Y vos podrías tratarme como a un ser humano?
Otro silencio. Esta vez más largo.
Los camareros entraron de nuevo y retiraron los platos. Pia no tocó nada más que el pan. Leonardo apenas probó el risotto.
Cuando trajeron el postre —helado de limón con hojas de menta— Pia se levantó sin decir palabra. Caminó hacia la puerta, y antes de salir del comedor, se giró apenas.
—La próxima vez, comé solo.
Y se fue.
Leonardo se quedó ahí, solo, con la copa medio vacía y el helado derritiéndose en su plato.
Por primera vez en años, alguien se le iba antes de que él lo decidiera. Y eso… lo encendía. Pero también lo enfurecía.
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En la planta baja, Pia caminó hasta su habitación con paso firme. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. El corazón le latía rápido, pero no por miedo.
Había algo nuevo creciendo dentro de ella. Algo que tenía que ver con libertad, aunque fuera mínima.
Y aunque no podía admitirlo en voz alta, mientras se quitaba el vestido y se sentaba frente al espejo, su mente volvió a recorrer la imagen de Vittorio en el patio. Su cuerpo. Sus manos. Su voz.
Una sonrisa leve le asomó en los labios, la primera en mucho tiempo.
Y entonces supo que, aunque estuviera rodeada de enemigos, no estaba sola del todo.
Autora te felicito eres una persona elocuente en tus escritos cada frase bien formulada y sutil al narrar estos capitulos