La Rebelión De Los Caídos

El eco de las palabras del ser primordial aún resonaba en los muros del templo. La luz blanca de sus ojos se desvaneció lentamente, dejando tras de sí un silencio más pesado que la piedra. Nix permaneció inmóvil, con la mirada fija en el altar de obsidiana. La idea del sacrificio seguía latiendo en su mente, pero su objetivo era claro: la venganza contra Elara y Kael.

Drystan rompió el silencio al moverse, su capa oscura ondeando levemente cuando dio un paso hacia ella.

–No puedes retroceder ahora –dijo él, con un tono que era mitad advertencia, mitad desafío.

Nix le dirigió una mirada dura.

–Nunca retrocedo.

Drystan sonrió de lado, como si hubiera esperado esa respuesta.

–Entonces hazlo. Toma el poder.

Nix estiró la mano hacia el objeto envuelto en telas negras. Apenas lo tocó, sintió que el frío de la obsidiana le atravesaba los huesos, como si miles de agujas se clavaran en su piel. Cerró los dedos alrededor del objeto y lo alzó. Al desenvolver las telas, descubrió una daga antigua, cuya hoja parecía forjada en sombras líquidas. Runas primordiales brillaban débilmente en su superficie, y un fuego oscuro danzaba en su reflejo.

–¿Esto es lo que buscábamos? –preguntó Ivar con voz temblorosa.

Nix sostuvo la daga en alto. No era solo un arma; era un símbolo. Un vínculo con algo más grande, más oscuro. El poder que necesitaba para reclamar su trono y devolverle a Elara y a Kael el mismo dolor que le habían infligido.

–¿Qué debo hacer con esto? –preguntó Nix, clavando los ojos en la figura etérea, que aún flotaba frente al altar.

–La daga es el vínculo con los Primordiales. Al sellar tu pacto, tu fuerza se multiplicará, pero a cambio, perderás algo de ti. La venganza tiene su precio, guerrera.

La voz del ser antiguo retumbó en su cabeza, y Drystan se colocó a su lado, como si pudiera sentir la duda que comenzaba a abrirse paso en su mente.

–Nix –dijo con voz baja, sus ojos grises reflejando la luz de la daga–, el poder no viene sin consecuencias. Pregúntate si tu odio vale tanto.

Nix se giró hacia él bruscamente.

–¿Tú me hablas de consecuencias? ¿Qué sabes tú de lo que es perderlo todo?

Drystan no respondió de inmediato. Por un instante, algo cambió en su expresión, como si sus palabras hubieran tocado una herida vieja y mal cerrada.

–Sé más de lo que piensas –respondió finalmente, en un susurro.

Pero Nix no tenía tiempo para compasión ni para dudas. Su mirada volvió al ser primordial, y sus dedos se aferraron con fuerza al arma.

–Si esto me da lo necesario para acabar con ellos, estoy dispuesta a pagar el precio –declaró con voz firme.

El ser sonrió, y el templo entero pareció estremecerse.

–Entonces el pacto se ha sellado.

La oscuridad se desató.

Un torbellino de viento y ceniza envolvió el altar. Nix sintió como si mil voces gritaran a la vez en su mente, exigiendo un sacrificio, rasgando su voluntad. Apretó los dientes y se negó a ceder. Sus piernas temblaron, y cayó de rodillas, pero no soltó la daga.

Imágenes comenzaron a formarse en su cabeza: Elara riendo sobre su trono robado, Kael clavándole la espada en el vientre con una sonrisa traicionera. El dolor la atravesó de nuevo, pero esta vez lo transformó en combustible. Un rugido escapó de su garganta, y la oscuridad pareció reconocer su furia, envolviéndola como un manto.

Finalmente, todo cesó.

Nix abrió los ojos, jadeando. La daga brillaba débilmente entre sus manos, y sintió el poder latiendo en ella como un corazón. Pero algo más había cambiado. La voz de los Primordiales aún susurraba en lo más profundo de su mente, como si se hubieran convertido en una parte inseparable de su ser.

Drystan se arrodilló a su lado.

–¿Estás bien? –preguntó, con una preocupación apenas disimulada.

Nix lo miró, y él pareció detenerse un instante. Sus ojos, siempre fríos y calculadores, se suavizaron ligeramente al ver el cambio en ella. No era solo el cansancio: había algo más, algo más peligroso.

–Nunca he estado más lista –respondió Nix, poniéndose de pie con la daga aún en su mano.

La salida de las ruinas fue silenciosa. Ivar no dejó de lanzar miradas nerviosas hacia la daga que ahora pendía del cinturón de Nix. Incluso Drystan, que no parecía temer a nada, la observaba con una mezcla de respeto y cautela.

Cuando finalmente cruzaron el arco de piedra, el sol ya se había puesto, y las estrellas comenzaban a brillar sobre las Llanuras de Cinis. El silencio del desierto nocturno los envolvía, pero no había calma en el corazón de Nix. Solo el fuego de la venganza, ahora avivado por la presencia de los Primordiales en su interior.

–¿Qué sigue? –preguntó Ivar, rompiendo la quietud.

Nix miró el horizonte, donde sabía que el camino los llevaría hacia los reinos vecinos.

–Reunir aliados –respondió–. Kael y Elara creen que estoy muerta. Aprovecharé cada segundo para preparar su caída.

Drystan sonrió con esa expresión ladina que comenzaba a irritarla.

–Una reina que planea su venganza. Casi parece una historia de los bardos.

Nix lo fulminó con la mirada.

–No es una historia. Es una promesa.

Drystan la observó en silencio, pero esta vez no replicó. Quizá porque vio en sus ojos que no había espacio para dudas ni juegos. Lo único que quedaba era el camino hacia la venganza.

Nix alzó la mirada al cielo estrellado y juró, no a los dioses, sino a sí misma.

"Elara, Kael… Me arrebataron todo. Pero regreso por ustedes. Por mi trono. Por mi reino. Por mí misma."

Las estrellas parecieron estremecerse ante la fuerza de sus palabras.

El mundo aún no sabía lo que era enfrentar la furia de una reina traicionada. Pero lo sabría muy pronto.