Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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La casa que habla en susurros
Elías apretó el pomo de la puerta, frío como el metal de una morgue. La madera vieja gimió al abrirse, como si no quisiera ser perturbada.
—Adelante —murmuró Soledad, detrás de él—. Aquí fue.
La casa exhaló un aire rancio, cargado de humedad, polvo y un olor agrio, como de carne podrida escondida bajo el suelo.
—¿Lo sientes? —dijo Elías, sin cruzar del todo el umbral.
—Desde que era niña. Este lugar nunca dejó de hablarme —respondió Soledad con voz temblorosa—. Aquí no solo murió mi madre... aquí algo despertó.
Elías dio un paso dentro. El suelo crujió bajo su peso, como si rechinara por algo más que el deterioro.
—¿Sabes qué fue lo último que dijo tu madre antes del impacto? —preguntó él.
Soledad negó lentamente.
—Mi padre siempre dijo que ella gritó mi nombre... Pero yo recuerdo algo más.
—¿Qué cosa?
—Una palabra. "Él viene".
Silencio.
La puerta se cerró sola detrás de ellos con un golpe seco. Ambos giraron al instante.
—¿Lo hiciste tú? —preguntó Elías, encendiendo la linterna del celular.
—¿Tú crees que tendría fuerzas para cerrar eso?
Los muebles, cubiertos con sábanas blancas, parecían siluetas de cuerpos velados. La linterna proyectaba sombras deformes, alargadas, como si la casa estuviera viva y se estirara para alcanzarlos.
—Vamos al cuarto del fondo —dijo Soledad—. Ahí fue donde todo terminó.
—¿Y también empezó?
—Sí… aunque eso no lo supe hasta muchos años después.
Caminaron por el pasillo. Elías se detuvo al pasar frente a un espejo rajado colgado en la pared. En el reflejo, Soledad no estaba.
Se giró.
—Soledad...
—¿Qué pasa?
—Nada... creo que el espejo está sucio —mintió.
Ella volvió a aparecer en el reflejo cuando él parpadeó.
—Elías... hay algo que no te he contado.
—¿Más secretos?
—Esto no es un secreto. Es una advertencia.
—Dime.
—Hay algo aquí que no debería haber regresado contigo. Algo del hospital.
Elías sintió un escalofrío. Miró su reflejo una vez más. Por un segundo, vio que sus ojos estaban completamente negros.
—Lo sé... lo he sentido desde que volví —susurró.
—Ese lugar... Velmont... no te deja ir tan fácil. Lo que viste allá abajo... se aferra.
—¿Crees que haya una forma de romperlo?
—Sí, pero no te va a gustar.
Llegaron a la puerta del cuarto del fondo. Soledad se detuvo.
—¿Estás seguro de querer entrar?
—No vine hasta aquí para dudar ahora.
Ella asintió. Giró la manija. La puerta se abrió lentamente, revelando un cuarto congelado en el tiempo.
Un cochecito de bebé. Una muñeca con un ojo arrancado. Ropa vieja apilada en un rincón. Una cuna vacía.
—Aquí dormía yo —dijo Soledad, con la voz quebrada—. Aquí soñé por primera vez con el hombre del ojo oscuro.
Elías sintió una presión en la cabeza, como si le apretaran el cráneo desde adentro. El zumbido volvió. Un murmullo se coló entre las paredes.
—Escucha —dijo él—. ¿Lo oyes?
—Sí. Es como antes...
—Están susurrando.
—Mi madre decía que la casa era un eco. Que repetía las voces de los que sufrían aquí.
Elías se agachó junto a la cuna. Bajo ella, vio algo: un cuaderno, cubierto de polvo.
—¿Esto era tuyo?
Soledad se acercó y lo tomó con cuidado. Su cara se descompuso.
—No… era de ella.
Lo abrió. Las páginas estaban llenas de dibujos de ojos. Ojos gigantes, ojos en paredes, ojos sangrantes. En el margen de cada hoja, una misma palabra repetida con distinta caligrafía: “Velmont”.
—¿Tu madre dibujaba esto?
—No. Ella... no sabía dibujar. Pero decía que alguien le dictaba cosas por la noche. Que tenía que escribirlas. Si no lo hacía, soñaba con el quirófano.
—¿Un quirófano?
—Sí… decía que se despertaba sintiendo que le abrían el cráneo.
Elías tragó saliva.
—Esto es más grande de lo que imaginaba…
Una ráfaga de viento abrió de golpe una de las ventanas, lanzando una cortina hacia arriba como si fuera una figura fantasmal. Elías se levantó de golpe. Algo se cayó del techo.
Era una campanita. De las mismas que escuchaba en el hospital.
—¿Cómo llegó esto aquí?
Soledad la recogió del suelo. Le temblaban las manos.
—No lo sé... no la había visto antes.
—¿Seguro?
—¡Sí! ¡Nunca estuvo aquí!
Un susurro inundó el cuarto. Una voz aguda, femenina, arrastrada por la brisa, como un lamento.
—Soledad...
Ambos se congelaron.
—¿La escuchaste?
—Sí...
—¿Era ella?
—No lo sé...
Soledad cerró el cuaderno.
—Tenemos que salir de aquí.
—Aún no. Hay algo más —dijo Elías.
—¿Qué más necesitas?
—Una respuesta.
Él se acercó a la pared del fondo. Rasgó el papel tapiz con sus uñas. Bajo él, había una frase escrita directamente sobre la madera, con lo que parecía ser sangre seca.
"VELMONT EXISTE EN EL INTERIOR"
—¿Qué significa eso?
—Que no es solo un lugar —dijo Elías—. Es un estado. Una dimensión o una mente. No lo sé… pero está dentro de nosotros.
—Eso es imposible...
—Entonces ¿por qué desde que volví, siento que no estoy solo en mi cuerpo?
Soledad se llevó una mano al pecho.
—Yo también he sentido eso...
—¿Desde cuándo?
—Desde que salí del coma. Desde que desperté en el hospital…
Un estruendo los interrumpió. La cuna se movió sola, arrastrándose un par de centímetros.
Elías dio un paso atrás.
—Ya no quiere que estemos aquí.
Soledad lo tomó del brazo.
—Tenemos que irnos, Elías. Ahora.
Ambos corrieron hacia la salida. La casa crujía, se quejaba, los espejos vibraban con imágenes que no coincidían con la realidad. Las sombras se alargaban como brazos.
Llegaron a la puerta de entrada.
Cerrada.
—¡No se abre!
—¡Déjame! —gritó Elías, golpeándola con el hombro.
Las luces del celular empezaron a parpadear.
En el espejo del pasillo, vieron una figura alta, flaca, con un solo ojo en la frente, mirándolos desde el fondo.
—No está fuera. Está dentro —dijo Elías.
Soledad lloraba.
—¿Qué hacemos?
—Despertar.
—¿Qué?
—Estamos soñando... ¡es un sueño!
Se giró hacia ella y la abofeteó.
Soledad cayó al suelo, tocándose la mejilla, atónita.
—¡¿Qué haces, maldito?!
—¡Nada cambia si no actuamos! ¡Despierta!
El suelo empezó a abrirse bajo ellos. Un agujero negro, profundo, como un pozo sin fondo. Elías la agarró del brazo y la empujó hacia un lado.
—¡Salta!
—¡No puedo!
—¡Confía!
Soledad saltó hacia la ventana. La rompió con el cuerpo y cayó al exterior, entre vidrios y polvo.
Elías miró hacia atrás. La figura del ojo ya estaba a tres pasos de él. Sonreía. Una sonrisa llena de dientes, demasiados dientes.
Saltó.
La oscuridad lo tragó.