BEATRICE, LAS DOCE PRINCESAS BAILARINAS

Mientras Ibrahim y Murad se encontraban conversando, una mujer de cabellera rubia se encontraba encadenada y ensangrentada en la habitación que una vez había sido un lugar hermoso.

Desde que había desaparecido de la protección del palacio, y desde que el demonio destinado de su hermana mayor, Anastasia, había muerto, Alejandro estaba siendo cruel con ella.

No sabía como el demonio destinado a matarla, había logrado colarse al palacio. Se suponía que estaba en terreno santo, por lo que debía ser difícil, si no es que imposible, que dieran con ella.

Desde entonces, Alejandro no solo la había obligado a estar con él a tal punto de desgarrarla y provocarle constantes hemorragias, sino también a sufrir sus constantes golpes.

Había sido idiota, o tal vez su maldición la obligaba a ignorar la malignidad en las acciones iniciales de Alejandro. Aquel lugar de ensueño, aquellos bailes solo estaban hechos para drenar su vida, no era más que un pequeño fragmento del mismo infierno.

Sin nada más que poder hacer, perdiendo la esperanza de ser encontrada, una última idea para liberarse cruzó su quebrantada mente. Levantándose un poco, pese a estar atada de cuello y pies, caminó hasta la pared más cercana para así comenzar a darse golpes contra esta.

Ya fuera que muriera, o que quedara en un estado de ensueño perpetuo, aquella era su mejor opción a tener que seguir consciente y esperar la llegada de Alejandro para que la siguiera ultrajando, así como torturando.

PRIMER GOLPE, NADA.

SEGUNDO GOLPE, PRIMER HILO DE SANGRE.

TERCER GOLPE, CUATRO HILOS DE SANGRE.

CUARTO Y ÚLTIMO GOLPE, CASI PERDIDA DE CONSCIENCIA.

—¿Qué haces?—la voz del demonio resonó—¡Ja! ¿De verdad creíste que morirás así?

—mátame, por favor—suplicó—¿De eso no se trataba la maldición?

—¡Oh, claro que sí!—se agachó para ahorcarla un poco—pero antes sufrirás por la muerte de mi hermano.

Beatrice suspiró, y aunque tenía miedo, en parte seguía aliviada por saber que al menos su hermana Anastasia había logrado liberarse del demonio destinado a matarla. Enviando también un poco, la suerte que esta había tenido.

Antes de asfixiarla, el demonio terminó por soltarla, dejándola casi inconsciente. Observando al horrible ser irse, y con su cuerpo por completo a la merced de cualquiera que osara interrumpir sus aposentos, que no eran más que su cárcel, antes de que su alma se desprendiera por completo en este, observó la puerta de su armario, abrirse y algunas siluetas salir de este.

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CINCO MINUTOS ANTES...

Un fuerte estruendo y una luz enceguecedora provocaron que tanto el sultán como su primer ministro se levantaran sorprendidos, quedando como estatuas sin poder hacer nada. Luego de varios segundos, en donde poco a poco recuperaron su visión, observaron como el águila sagrada estaba en frente de ellos.

—¿Gran señor?—preguntaron al unísono.

Ninguno de los dos se atrevió tan siquiera a mirarlo directamente, aquel espíritu era lo más cercano a Dios en la tierra, el solo estar en frente de su presencia los hacía indignos de seguir viviendo. Por lo que, pálidos, se arrodillaron sin rechistar.

—Sultán Murad IV—habló el águila—el único monarca que no ha querido ser monarca, ¿le gustaría ganar su libertad?

—¿Qué?—preguntó sorprendido el sultán.

—Salve a la segunda princesa bailarina—siguió hablando el espíritu—y su libertad será garantizada.

—Mi señor—respondió Murad—no quiero poner en duda su palabra, pero temo que si no estoy en el trono, algo pase con mi familia.

Murad seguía sorprendido, mientras intentaba analizar lo que estaba escuchando. Su hermano había sido puesto como Visir o primer ministro por la misma águila sagrada, por lo que, si él dejaba el trono, otro de sus medios hermanos tomarían el control y en efecto, tanto Ibrahim como su querida madre terminarían pagando los platos rotos.

—Daré la orden para que Ibrahim sea el nuevo sultán—ambos se sorprendieron—no obstante, tres condiciones deberán ser cumplidas.

—¿Cuáles, gran señor?—preguntaron ambos al unísono.

—El éxito en la salvación de la princesa Beatrice—respondió directo—la abolición del harén... y que Ibrahim haga como su única reina a la quinta princesa bailarina.

Antes de poder hablar, el águila sagrada terminó por marcharse, de la misma manera que llegó. Luego de la conmoción, ambos hombres estaban sorprendidos. No obstante, estaban preocupados por el predicamento en el que les había puesto el espíritu.

Ibrahim era un hombre mujeriego, que si bien haría de su única esposa legal la madre de sus hijos, adoraba su harén y amaba estar con mujeres jóvenes. Así mismo, Murad, el monarca que no quería ser monarca, era un habilidoso estratega, con un talento oculto por la cocina, pero no tenía ninguna habilidad con la que pudiera luchar contra un demonio.

Seguían sin entender cómo sus destinos, determinados hacía años atrás, habían cambiado de manera drástica con la aparición del águila sagrada, provocando que sus almas quedaran irremediablemente entrelazadas con dos de las doce princesas malditas.

Ibrahim tuvo que suspirar con cansancio, mientras se masajeaba la frente. Por lo menos podrían contraer matrimonio con dos jóvenes nobles del país vecino y así afianzar la tregua entre ambas naciones, pero aun así les costaba pensar en cómo harían para cumplir las condiciones que se les fueron impuestas.

—Murad—susurró su hermano.

Ambos hombres observaron como poco a poco la puerta del closet del sultán se abría, dejando ver una fuerte luz rojiza que provenía de su interior. Anonadados, se acercaron, notando que el ropaje del monarca no estaba, sino que solo se podía ver una especie de celda.

—¡Por todos los dioses!—dijo Murad sorprendido—¿No es ella?

—Sí—fue lo único que dijo Ibrahim.

Como si estuvieran siendo llamados por el canto de una sirena, sin siquiera pedir ayuda a sus guardias, entraron al closet y salieron al otro lado de un segundo closet. Allí, pudieron notar que se encontraban en un castillo distinto, casi podrido y derruido, solo iluminado por fogatas.

Al lado de una ventana con barrotes, tirada en el suelo, encima de un charco con sangre, se encontraba la princesa Beatrice, quien seguía teniendo el mismo vestido con el que había desaparecido hacía más de un mes. Su condición era grave, no solo estaba rodeada de sus propias necesidades, sino que estaba golpeado y desnutrida.