¡A menos que un milagro salve nuestro matrimonio y nuestro futuro del colapso! Con cualquiera de las opciones, terminaré con el corazón roto. Decírselo y arriesgarme a perderlo. O mantener mi secreto y aún así perderlo. Él está centrado en su trabajo y no quiere complicaciones. Antonio nunca amaría este hijo nunca. Me dejó. Solo éramos nosotros dos, pero Antonio rompió la única regla que nos impedía estar juntos. Todo fue diversión y juegos hasta que estuvimos caminando de la mano por las calles de Europa. Ese hombre también es mi jefe Antonio, pensó que sería divertido ir a Europa y casarse. Se me ocurrió casarme por contrato falso, con un hombre que está comprometido con su trabajo.
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LA VI CASI DESNUDA
Antonio Punto de Vista
Oh, estaba casi desnuda y era impresionante. No vi mucho y no por mucho tiempo, pero lo que vi me dejó sin aliento. Hombros de nácar por los que quería arrastrar mis labios. Una larga y espesa cabellera castaña que mis dedos ansiaban tocar. Su toalla estaba ajustada alrededor de su cuerpo, mostrando los fantásticos globos de sus nalgas. Y sus piernas desnudas... Dios... lo que haría por tenerlas alrededor de mis caderas.
La vi un momento y, en un instante, desapareció tras la puerta del dormitorio. Tal vez lo había soñado, pero mi entrepierna estaba tan dura y dolorosa en mis pantalones que no podía ser una ilusión.
Sin embargo, yo era su jefe. No podía pensar en ella como un objeto sexual. La imagen de su cuerpo con la toalla volvió a aparecer en mi cerebro. ¿Cómo diablos podía dejar de pensar en ella de esa manera?
Intenté volver a concentrarme en los correos electrónicos que estaba revisando, pero fue inútil. Así que decidí ducharme. Tal vez enfriaría el ardor que había sentido después de verla.
Mientras ella se duchaba, cogí mi maleta del dormitorio y la coloqué en un rincón de la sala de estar. Me acerqué a ella y cogí una muda de ropa y mi bolsa de aseo, aunque no negaría que me planteé salir en toalla como había hecho ella. ¿Le gustaría lo que viese si solo llevara una toalla colgada alrededor de la cintura? Puede que no sea el hombre más corpulento, pero me mantengo en forma.
Abrí la ducha, me desnudé y me metí bajo el chorro, dejando que me diera en la cara durante un rato antes de agachar la cabeza bajo él. Apreté las palmas de las manos contra los azulejos mientras permanecía allí dejando que el agua lavara los pensamientos carnales.
Pero no funcionó. Sus suaves hombros, su precioso pelo, su redondo pompi... Todo eso me vino a la mente de golpe. Miré a mi entrepierna, que estaba en posición de máxima atención. no joda.
Estaba mal pensar en ella de esa manera. Tal vez era porque hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer y por eso Ambar estaba teniendo este efecto en mí. Mierda, también había pasado mucho tiempo desde la última vez que me había masturbado. Tal vez ese era el problema. Mi entrepierna estaba cansada de ser ignorada.
Esto podría ser un problema si no encontraba una manera de manejar mi lujuria. Si ahora iba a tener un calentón por la visión de ella en toalla grabada a fuego en mi cerebro, ¿qué iba a pasar cuando la viera y tuviera que fingir que estaba enamorado de ella? Tal vez tenía que ocuparme de mi entrepierna para tenerla bajo control.
Envolví mi mano alrededor y la acaricié una vez sintiendo el zumbido de la electricidad crujir a través de mi cuerpo. Siempre había disfrutado del sexo, pero nunca me había dejado llevar por mis impulsos sexuales como parecían hacerlo la mayoría de mis hermanos. Aun así, tuve que admitir que la primera caricia me sentó bien.
Como estaba solo, me permití complacer la fantasía de Ambar. Cerré los ojos y mi mano se deslizó lentamente por mi entrepierna mientras evocaba su imagen.
En lugar de apresurarse a entrar en el dormitorio, salió del baño en toalla y se dirigió hacia mí. Sus ojos grises eran coquetos mientras se burlaba del pliegue de la toalla como si fuera a enseñarme lo que había debajo. Gemí mientras el placer aumentaba.
—¿Todo limpio? —pregunté.
—Sí. ¿Quieres verlo? —Tiró de la toalla. Esta se abrió y su piel de melocotón quedó al descubierto. Sus pechos eran redondos y perfectos. Sus pezones, rosados y distendidos, me hicieron la boca agua.
—Joder —volví a gemir cuando su imagen me puso muy caliente. Sentí como si un líquido hirviendo corriera por mis venas.
De repente, estábamos en la ducha y ella se arrodilló. Gruñí mientras mi entrepierna parecía alargarse, endurecerse y doler más.
Ella me miró mientras mi entrepierna rebotaba a centímetros de su boca y juré que estaba a punto de salírseme de la piel.
—Chúpala —le exigí—. Chúpame nena.
Sus labios rodearon mi punta y mi cabeza se echó hacia atrás mientras mi mano volaba a lo largo de mi eje, acariciando más fuerte, más rápido hasta que apenas podía respirar. Oh, era bueno. Tan, tan jodidamente bueno. La presión aumentó. Mis caderas se balanceaban hacia adelante y hacia atrás, ayudándose de mi mano.
Joder, joder, joder... grité en mi cerebro mientras mis pelotas se tensaban y empujaba con fuerza, disparando una carga y luego otra en la pared de la ducha de azulejos italianos. A pesar de que la tensión sexual de mi cuerpo disminuía, mi entrepierna seguía moviéndose y palpitando con mi orgasmo.
—Maldita sea —dije en voz baja. No recordaba la última vez que me había corrido tan fuerte. Pero a la satisfacción sexual le siguió la culpa y el rechazo. No podía pensar en ella así. Ya no, si mis hermanos supieran que me estaba excitando con ella harían que mi abuela me echara de la empresa rápido.
Le di al agua fría, dejando que esta congelara el ardor. Me lavé y luego me vestí con unos pantalones caqui limpios y una camisa de botones azul pálido.
Me afeité y me peiné hacia atrás. Me miré en el espejo preguntándome cómo coño había llegado hasta aquí. «Es un negocio», me dije. Salí del baño y me detuve en seco cuando vi a Ambar de pie junto a la ventana. Estaba de espaldas a mí mientras miraba el jardín.
Su pelo seguía suelto, cayendo en cascada por su espalda. No me había dado cuenta de que era tan largo. Llevaba un ligero vestido amarillo de verano que se estrechaba en su cintura, dándole esa perfecta forma de reloj de arena que Dios inculcó a los hombres para que respondieran a ella. O al menos eso provocaba en mí. El deseo de tocarla empezó a crecer de nuevo. Me metí las manos en los bolsillos para no pecar.
—¿Lista? —pregunté.
Ella se giró y me sonrió, y santo cielo si no se me encendió el pecho. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Cómo era que había trabajado con esta mujer día tras día y nunca había notado su belleza o sentido sus efectos en mi cuerpo hasta ahora? Por supuesto, estaría mal haberla notado antes, igual que estaba mal ahora.
—Sí. —Suspiró mientras volvía a mirar por la ventana—. En directo es aún más hermosa.
«Ciertamente lo era», pensé mientras la observaba. Por supuesto, estaba hablando de la campiña italiana. Se apartó de la ventana—.
—¿Estoy vestida de forma adecuada? Quiero estar a la altura.
Tragué saliva y respiré hondo para poder responder como un hombre normal, no como uno que estaba deseando a su asistente.
—Estás preciosa. ¿Y yo? ¿Estoy bien sin corbata? —Se rio.
—Tú eres el que vive en este mundo.
Abrí la puerta de la suite para dejarla salir, notando de nuevo el dulce aroma de las flores y el sol. ¿Era su champú? ¿El jabón? ¿Solo ella?
—Ah, ya están aquí. ¿Qué tal la habitación? —preguntó Aldo cuando llegamos al comedor.
—Es preciosa —dije—. Es muy amable por tu parte hacer esto por nosotros.
—Sí, bueno, tengo la sensación de que los dos no son muy románticos. Me pregunto si es una cosa americana o solos son ustedes dos.
Miré a Ambar preguntándome si estábamos fallando en dar la sensación de dos personas enamoradas. Teniendo en cuenta la potencia con la que me había corrido en la ducha, me resultaba difícil pensar que no se diera cuenta de que me gustaba mi asistente.
—Todo trabajo y nada de diversión hace a los americanos gente muy aburrida. ¿Sabes que en tu país se toman menos vacaciones que aquí en Europa? —dijo Aldo.
—La ética del trabajo es un rasgo de carácter muy valorado en Estados Unidos —dijo Ambar.
—¿Crees que no trabajamos duro? También amamos con pasión y jugamos con alegría. Sospecho que eso nos hace igual de productivos porque no nos quemamos por los dos lados. —Aldo se mostró firme en su valoración de los europeos frente a los estadounidenses.
—Quemando la vela por los dos extremos, cariño —dijo Jenny al entrar en la habitación—. El dicho es quemar la vela por ambos extremos.
—Sí, claro.
—Bueno, no voy a discutir que el tiempo en Italia es rejuvenecedor —dijo Ambar. Me cogió del brazo—. ¿Qué piensas... cariño?
«Creo que a mi entrepierna le está gustando que me tocara». Dispuesto a retroceder, dije—:
—Creo que tienes razón.
—Ven. Tomaremos vino en la terraza antes de comer —dijo Jenny.
Nos sentamos en la terraza con vistas a la Toscana, pero lo único que podía ver era a Ambar. Sus largas y oscuras ondas fluyendo mientras el viento las movía suavemente hacia atrás. Su dulce sonrisa mientras probaba el caro vino. La forma en la que sus ojos me miraban de vez en cuando, sorprendiéndome, mirándola. Dios, esperaba que ella creyera que yo estaba interpretando un papel. Si supiera lo que había hecho en la ducha o cómo, de repente, estaba completamente hechizado por ella, probablemente lo dejaría.
Por supuesto, no fui el único que se dejó llevar por Ambar. Aldo y Jenny parecían encantados por su ingenio y encanto. Tenía razón cuando en el avión dijo que nos preguntarían por nuestra historia, ya que fue una de las primeras preguntas que nos hicieron. Dejé que ella tomara la iniciativa, ya que sospechaba que lo haría mejor. Me aseguré de prestar atención por si tenía que repetirla.
—Tengo que decir que me sorprende que al final decidieses dar el paso —me dijo Aldo—. Pareces tan recto.
—¿Esa es una forma de decir aburrido? —pregunté.
—Es muy sensible con eso —dijo Ambar, acariciando mi mano.
—No es aburrido, necesariamente, pero normalmente en Estados Unidos tener una relación con tu asistente está mal visto, ¿no? Estoy seguro de que sucede todo el tiempo, pero para alguien como tú es como si se hubiese pasado de la raya, por así decirlo. —A Aldo parecían gustarle las expresiones americanas.
—¿Cómo podría haberlo evitado? —dije, poniendo mi mano sobre la de Ambar. La suya era cálida y suave, algo que ya sabía por las pocas veces que la había tocado.
—Cómo no —dijo Jenny con una sonrisa—, tu prometido es encantador.
—Lo es. —Me llevé su mano a los labios y la besé. No fue hasta que vi el destello de sorpresa en sus ojos que me di cuenta de lo que había hecho. Por un lado, era bueno que pudiera mostrar afecto hacia ella con naturalidad, ya que se suponía que nos íbamos a casar mañana. Sin embargo, ella era mi asistente. Debía tener cuidado de no permitirme familiarizarme demasiado con ella.
La cena fue deliciosa y Ambar siguió encantando a Aldo y Jenny, mientras yo hacía lo posible por demostrarle que Hershey Incorporated era el tipo de empresa con la que podía sentirse bien trabajando.
Cuando terminaron la cena y las bebidas de sobremesa, Ambar volvió a la habitación unos minutos antes que yo, ya que Aldo quería hablar de algunos asuntos conmigo. Pero mientras que yo estaba dispuesto a que él firmara el papeleo, su «asunto» era decirme lo aliviado que se sentía al ver que me estaba asentando. Me resultaba extraño que pareciera pensar que yo era un poco cuadriculado y que, sin embargo, necesitaba sentar la cabeza. Aun así, su alivio sugería que esta visita estaba sirviendo para algo. Ambar y yo estábamos logrando nuestro objetivo.
—No eres un mujeriego como muchos jóvenes y ricos, pero sigues necesitando una mujer que te mantenga con los pies en la tierra. El equilibrio es crucial. Ambar parece proporcionarte eso.
Sonreí mientras me esforzaba por actuar como lo haría un prometido.
—Sí que lo hace.
—Es una mujer encantadora. Inteligente y está claro que dedicada a ti.
«Tenía que serlo para aceptar seguir con esto», pensé.
—Jenny y yo estamos completamente enamorados de ella.
Cuando volví a nuestra habitación, me di cuenta de que yo también estaba enamorado, lo que no era bueno. Me obligué a alejar esos sentimientos. Ambar ya estaba dormida en la cama cuando regresé. Mañana iba a casarme con ella, más o menos. El hecho de que estuviera siguiendo con esto por un acuerdo de negocios era alucinante. Y, sin embargo, no había mucho que no haría por ayudar a mi familia. Tenía que agradecer que Ambar estuviera dispuesta a hacerlo.
Saqué una manta del armario y me estiré en el sofá para dormir toda la noche intentando no pensar en Ambar tapada con una toalla ni en el hecho de que me iba a casar con ella al día siguiente.