En un pequeño pueblo donde los ecos del pasado aún resuenan en cada rincón, la vida de sus habitantes transcurre en un delicado equilibrio entre la esperanza y la desesperanza. A través de los ojos de aquellos que cargan con cicatrices invisibles, se desvela una trama donde las decisiones equivocadas y las oportunidades perdidas son inevitables. En esta historia, cada capítulo se convierte en un espejo de la impotencia humana, reflejando la lucha interna de personajes atrapados en sus propios laberintos de tristeza y desilusión. Lo que comienza como una serie de eventos triviales se transforma en un desgarrador relato de cómo la vida puede ser cruelmente injusta y, al final, nos deja con una amarga lección que pocos querrían enfrentar.
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Capítulo 18: Ecos del Pasado
La lluvia golpeaba el techo de la casa con un ritmo constante y casi hipnótico. Clara se encontraba en la sala, sentada frente a la ventana, observando cómo las gotas trazaban caminos erráticos sobre el vidrio. Afuera, las calles de San Gregorio parecían desiertas, como si el pueblo entero se hubiera rendido ante la melancolía del clima. Pero dentro de ella, algo estaba cambiando, como si poco a poco las piezas de su vida comenzaran a realinearse.
Justo cuando estaba sumida en sus pensamientos, escuchó un golpe suave en la puerta. Clara se levantó lentamente y, al abrirla, encontró a Sofía empapada, con una expresión que mezclaba urgencia y algo de ansiedad.
—Sofía —dijo Clara, sorprendida—. ¿Qué haces aquí con este clima? Entra, por favor.
Sofía asintió sin decir una palabra y entró rápidamente en la casa. Clara le ofreció una toalla y la llevó hacia la sala, donde ambas se sentaron frente a la chimenea, dejando que el calor las envolviera.
—¿Estás bien? —preguntó Clara con preocupación, notando que Sofía parecía más inquieta de lo normal.
Sofía permaneció en silencio unos momentos, frotándose las manos para calentarse. Finalmente, levantó la mirada, sus ojos reflejando una mezcla de confusión y tristeza.
—Clara... necesitaba verte. Hay algo que tengo que decirte, algo que no puedo seguir guardando más —dijo, su voz temblando ligeramente.
Clara frunció el ceño, sintiendo que algo profundo estaba por revelarse.
—¿Qué sucede? —preguntó suavemente, tomando la mano de Sofía en un gesto de apoyo.
Sofía tomó aire profundamente antes de hablar.
—Cuando te fuiste de San Gregorio... yo me sentí traicionada. Sé que tenías razones para irte, pero en ese momento no lo entendí. Estaba enojada contigo por dejarme aquí sola. Nunca te lo dije porque sabía que estabas pasando por muchas cosas, pero el resentimiento creció dentro de mí durante años —confesó Sofía, su voz cargada de emociones reprimidas.
Clara sintió una punzada en el pecho al escuchar esas palabras. Sabía que su partida había afectado a muchas personas, pero nunca había considerado cuán profundo era el impacto en Sofía.
—Sofía... yo no sabía que te sentías así. Me fui porque pensé que era lo mejor, pero... nunca quise lastimarte —dijo Clara, su voz cargada de arrepentimiento.
—Lo sé —respondió Sofía rápidamente, apretando la mano de Clara—. Y no te culpo por eso. Ahora lo entiendo, pero en ese entonces no podía. Por eso te distanciaste de mí cuando volviste, ¿verdad? Tenías miedo de enfrentarte a todo lo que dejaste atrás.
Clara asintió lentamente, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos.
—Sí... volví aquí, pero me daba miedo acercarme a las personas que una vez me conocieron. Sentía que, si me enfrentaba a ustedes, también tendría que enfrentar todo lo que perdí. No solo a mi madre, sino a todas las promesas que me hice a mí misma —dijo Clara, su voz quebrándose.
Sofía la miró con ternura y dolor al mismo tiempo.
—Nunca te perdí de vista, Clara —dijo suavemente—. Incluso cuando estabas lejos, siempre pensaba en ti, siempre me preguntaba cómo estabas. Me alegra tanto que hayas vuelto, incluso si tomó tiempo para que estuviéramos así, frente a frente, hablando de esto.
Clara sonrió débilmente, sintiendo que un peso enorme se levantaba de su pecho.
—Yo también pensé en ti, Sofía. A veces más de lo que me hubiera gustado admitir —confesó Clara, tomando fuerzas de esa conexión que aún las unía después de tanto tiempo.
Sofía sonrió, aunque sus ojos seguían mostrando una tristeza profunda.
—Clara, todo este tiempo me he preguntado qué habría pasado si nunca te hubieras ido. ¿Seríamos diferentes? ¿Habríamos sido más felices? —preguntó Sofía, su voz llena de preguntas sin respuesta.
Clara se quedó en silencio unos momentos, reflexionando sobre las palabras de Sofía. Finalmente, habló, su tono sereno pero honesto.
—No lo sé, Sofía. A veces pienso lo mismo. Pero creo que, si no me hubiera ido, tal vez nunca habría entendido lo importante que eres para mí. A veces el dolor nos enseña lecciones que de otro modo nunca aprenderíamos.
Sofía asintió, una lágrima rodando por su mejilla.
—Es cierto —susurró—. Pero también me duele saber que esas lecciones vienen con tanto sacrificio.
Clara se acercó y envolvió a Sofía en un abrazo cálido, sintiendo cómo ambas compartían ese momento de vulnerabilidad. Las palabras ya no eran necesarias; el silencio lo decía todo.
Después de unos minutos, Sofía rompió el abrazo y secó sus lágrimas.
—Gracias por escucharme, Clara. No sé qué habría hecho si no te hubiera dicho todo esto. Sentía que no podía seguir adelante sin sacarlo.
—Gracias a ti por decirlo. Es difícil enfrentar nuestros propios sentimientos, pero creo que eso es lo que necesitamos hacer para sanar —respondió Clara.
Sofía asintió, y ambas se quedaron en silencio durante unos momentos, contemplando el crepitar del fuego en la chimenea. Luego, Sofía se puso de pie.
—Me voy a casa. Solo quería que supieras todo esto, pero ahora siento que puedo descansar —dijo, sonriendo suavemente.
Clara se levantó con ella, acompañándola hasta la puerta.
—Estoy aquí para ti, Sofía. Siempre lo estuve, incluso cuando no lo pareciera. Si necesitas hablar, no dudes en buscarme.
Sofía asintió antes de salir al porche, donde la lluvia aún caía con intensidad. Se dio la vuelta una última vez y miró a Clara con una expresión de paz en su rostro.
—Nos vemos pronto, Clara —dijo antes de desaparecer en la lluvia.
Clara cerró la puerta y se quedó de pie unos momentos, sintiendo que algo dentro de ella se había sanado esa noche. Sabía que aún quedaba un largo camino por recorrer, pero con cada conversación, con cada momento de verdad, sentía que se acercaba un poco más a la paz que tanto anhelaba.
A la mañana siguiente, Clara decidió que era hora de visitar a alguien más. Alguien a quien había evitado durante demasiado tiempo: el viejo amigo de su madre, don Esteban. Él había sido una figura clave en su infancia, alguien que siempre estuvo cerca cuando su madre lo necesitaba. Pero después de la muerte de su madre, Clara se distanció de él, temiendo que verlo le recordaría demasiado a todo lo que había perdido.
Sin embargo, sabía que no podía seguir evitando el encuentro. Llegó a la casa de don Esteban al mediodía, con el corazón palpitante en el pecho. La casa, una estructura sencilla y envejecida, estaba rodeada por un jardín descuidado que solía estar lleno de vida.
Tocó la puerta con suavidad y esperó. Los segundos se alargaron hasta que la puerta finalmente se abrió. Allí estaba don Esteban, un hombre de edad avanzada pero con la misma calidez en su mirada.
—Clara... no puedo creerlo —dijo él, su voz ronca pero llena de sorpresa—. ¿Eres tú?
Clara sonrió tímidamente.
—Hola, don Esteban. He vuelto.
Él la miró fijamente durante un momento, como si no pudiera creer lo que veía, y luego extendió sus brazos.
—Ven aquí, niña —dijo, y Clara no pudo evitar abrazarlo, sintiendo el peso de los años de distancia disiparse en un instante.
Se sentaron juntos en la pequeña sala de la casa, rodeados de los recuerdos de una vida pasada. Y mientras conversaban, Clara se dio cuenta de que había más personas que aún guardaban un espacio para ella en sus corazones, incluso después de todo el tiempo que había pasado.