En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.
⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️
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CAPÍTULO 02
01 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día de Lluvia, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
Apoyé las manos en los brazos de la silla, intentando no apretar con fuerza, y me puse de pie en silencio. Mi habitación estaba en la torre sur del castillo, así que tenía que caminar varios minutos para llegar. Aun así, no tenía prisa.
Mientras caminaba, los pensamientos seguían ahí, martillando en mi cabeza con una fuerza bastante abrumadora. ¿De dónde habían salido? No me sentía bien con eso, no cuando amaba la vida. No cuando ni en mis peores pesadillas me gustaría cortarme las venas... y mucho menos asesinar a mi familia. Entonces... ¿Por qué mi mente insistía en pintarlos cubiertos de sangre, como si fuera la mayor obra de arte a realizar en la historia humana?
—Cada día estás más loca —murmuré para mí misma mientras seguía avanzando por aquel pasillo de piedra, iluminado apenas por una luz amarilla que desprendían todas las antorchas en las paredes—. No puedes andar pensando ese tipo de cosas... ¿Y si alguien te lee la mente? Capaz y terminas en la hoguera al ser considerada una bruja.
—¿Con quién hablas, hermana mayor?
Di un solo salto en mi lugar antes de voltear hacia él, con la mano dramáticamente en el pecho. Ahí estaba mi hermano menor, Cedrix, acomodándose sus lentes redondos con ese aire de niño obediente, aunque la verdad era un monstruo disfrazado de humanillo.
—¿Qué te he dicho sobre aparecer de la nada? —solté, respirando hondo para no darle el gusto de verme alterada—. Que seas un Erranthe no significa que debas estar usando tu poder dentro del castillo. Nuestros padres te van a regañar en cualquier momento.
Desde que había desarrollado esa bendita habilidad de desaparecer y aparecer cuando se le daba la gana, no existía ser en el mundo capaz de soportarlo. Estaba demasiado contenta por él, por el hecho de que estuviera descubriendo su magia a temprana edad, pero se volvía insoportable cuando la usaba solo para asustarme. Los Erranthe eran impresionantes; a diferencia de otras criaturas que podían teletransportarse de un lugar a otro mediante portales o hechizos complejos, ellos lo hacían de forma innata, y era asombroso.
—Nuestros padres no están en el castillo, hermana mayor —respondió con una sonrisita, arreglando la falda de mi vestido que no había notado que estaba arrugada—. Papá sigue en el palacio, como ya debes saberlo, y mamá se fue con la abuela hace poquito a Aureum, no sé a qué. Así que... técnicamente, no hay nadie para regañarme, que no sea nuestro abuelo, pero él no me dirá nada malo. Lo sé muy bien.
—Vete ya a tu habitación, Cedrix. Es demasiado tarde para que andes fuera de la cama —le dije, cruzándome de brazos—. Ya mismo, pequeño. Debes dormir bien para ser un hombre fuerte en el futuro.
—Cada vez más amargada, hermana mayor —murmuró, llevando las manos detrás de la espalda mientras se alejaba tranquilamente hacia su alcoba, tres puertas más allá de la mía—. Descansa, hermana mayor. Mañana jugaremos en el patio. —Me dio una sonrisa, mientras abría la puerta con ambas manos.
—Tú también descansa, Cedrix. —Le sonreí.
Entré en mi habitación arrastrando los pies, y me dejé caer sobre el banco acolchado donde solía desplomarme cada noche después de la cena. Mis ojos se clavaron en el espejo ovalado que mostraba una imagen hermosa de mi rostro: una piel sin imperfecciones, labios teñidos de un rojo líquido y sombras sutiles en los párpados. Me veía como una verdadera dama de la aristocracia.
No había salido del castillo, ni había llegado alguna visita que pudiera juzgar mi apariencia, pero, aun así, siempre debía mantenerme como una mujer agraciada a los ojos de mi familia. No le veía nada de malo, pero a veces, solo a veces, era muy agotador.
—¿Puedes creer que me trajeron la ofrenda de oro? —dije, haciendo girar un frasco de perfume entre mis dedos—. Y no es cualquier cosa: ¡es una Perla del Destino! Pero, claro, mi madre ni siquiera me dejó verla. Dice que es “solo para el día de la boda”. Como si no tuviera derecho a mirar lo que, en teoría, ya me corresponde.
Las Perlas del Destino eran joyas de oro adornadas con pequeños diamantes azules en cada borde, entregadas como ofrenda cuando una familia pedía la mano de la hija de otra. Se decía que traían suerte, abundancia y fertilidad a ambos clanes, como una especie de bendición mágica que prometía demasiado. Ciertamente, esperaba que fuera de esa manera y no una trágica, como la suerte de mi madre.
—Es una completa estupidez. —Dejé escapar un bufido—. Pero tampoco voy a arruinar mi suerte al verla en el momento incorrecto.
Llevé las manos a mi cabeza y solté los palillos que sostenían mi cabellera rizada. Desde pequeña habían sido mi fascinación. Recordaba con claridad la primera vez que los vi: mi padre me había llevado a una pequeña reunión en casa de uno de sus grandes amigos, y allí estaba una mujer de otra provincia luciendo un peinado elegante adornado con ellos. Quedé tan maravillada que no dejé de rogarle a mi padre hasta que me compró unos idénticos. Desde entonces, se convirtieron en mi accesorio favorito y no podía estar sin ellos.
La puerta sonó dos veces antes de abrirse, revelando a Celanina, una mujer que, a pesar de su edad avanzada, conservaba un físico que muchos aún consideraban atractivo, aunque no como las damas del castillo, moldeadas con una perfección tan artificial que parecían esculpidas por alguien incapaz de soportarlas al natural.
—Celanina, un gusto verte. —Le regalé una sonrisa leve.
—Igualmente, señorita Cathanna —respondió con esa voz monótona, tan característica de ella, situándose detrás de mí, analizando mi rostro a través del espejo—. He escuchado que será oficial su matrimonio con el joven hijo del magistrado Daverin. Supongo, mi niña Cathanna, estás feliz de tener ya a un hombre para ti, ¿verdad? —Sonrió de manera leve, llevando la mano a su hombro y tomó el mechón de cabello castaño para tirarlo sobre su espalda.
—Por supuesto que lo estoy, Celanina. —Sonreí con falsedad, mirándola a través del espejo—. Estuve esperando esto durante muchísimo tiempo. Solo espero que él sea como imaginé a mi marido: tan... guapo, elegante, amable y muy adinerado. Un caballero en pocas palabras. —La sonrisa en mi rostro se convirtió en una mueca de incomodidad en segundos—. ¿Quién no estaría feliz por algo como esto?
—Un matrimonio es una de las mayores bendiciones para las mujeres, Cathanna —expresó, dándome un apretón en los hombros—. Siempre debes ser fiel a tu marido, no importa que suceda. Sírvele como es debido. Y, sobre todo, nunca lo desobedezcas. Podrías terminar como yo, sin una pierna. Y te aseguro que es vergonzoso.
—Eso es demasiado horrible, Celanina. —Un saborcillo amargo se me instaló en la garganta. Torcí los labios—. No logro entender como han normalizado tanto maltrato hacia nosotras por cosas sin mucha relevancia. ¿Por qué tiene que ser así y no de otra manera? ¿No sería más apropiado que nos mataran con flores y no con golpes?
—No te asustes, mi niña. Es normal que una mujer pague caro cuando se atreve a desobedecer. Ya lo entenderás cuando te vayas con tu marido. Quizá tengas más suerte que yo. El tuyo es rico, ¿no? Eso ya es ganancia. Muchas darían lo que fuera por tener un hombre que al menos pueda comprar el silencio con joyas.
—¿Y es que acaso el dinero es capaz de comprar mi silencio? —Relamí mis labios—. Además, ¿por qué te has casado con aquel hombre si no puede brindarte fortuna? Eso es muy patético.
—Porque lo amaba, Cathanna. —Nuestras miradas se volvieron una a través del espejo—. Me cautivó con sus bellas palabras y su toque, cuyo tacto podría asemejarse al pétalo de una flor. No me arrepiento de unirme en matrimonio con él, aunque no me haya dado riquezas. Porque cuando hay amor, no importa lo demás.
Levanté una ceja, conteniéndome para no soltar una risa sarcástica que pudiera herirla. ¿De qué estaba hablando esa mujer? Para mí, el dinero era lo único que realmente importaba en el mundo. Si alguien no podía ofrecerme el mismo estilo de vida que mi familia, entonces no tenía cabida a mi lado. No me serviría como pareja, ni como alguien con quien formar una familia. No me servía para nada.
El amor siempre sería algo necesario, no me atrevería a negarlo porque lo deseaba mucho, pero no dejaba de ser un lujo que pocas almas podían darse, a diferencia del dinero, que era algo necesario para vivir cómodamente hasta que la muerte llegara a por nosotros.
—El amor no puede darte todo —opiné, cruzándome de brazos, evitando soltar una carcajada sonora—. Se necesita dinero para comprar joyas, zapatos, vestidos enormes. Para sostener una familia. Para tener un castillo como hogar. —Me giré para verla con claridad—. Para ser más que una simple pobretona toda tu vida. ¿Cómo podrías obtener todo eso si tu marido no tiene una fortuna de monedas de oro? ¿Acaso el amor es más importante que el dinero que nos da de comer?
—El amor es lo más fundamental en el mundo, Cathanna —dijo, llevando mi cabeza nuevamente frente al espejo—. Ni todas las joyas podrían asemejarse a ese bello sentimiento. Te falta mucho por conocer aún, mi niña. Cuando te enamores, entenderás lo que digo.
—Eso me lo han dicho toda la vida, Celanina. A este paso, moriré sin saber ni la mitad de las cosas. —Moví el cuello de un lado al otro, soltando la tensión acumulada durante el día—. Qué conveniente para el mundo que las mujeres no sepamos nada. Y, sobre todo: no saber nada para mantener a los machitos felices. Porque, claro, no importa que tengamos cerebros, solo importa que estemos calladas y bonitas, ¿verdad? Si no es para servirles, entonces ni siquiera deberíamos existir.
—¿Qué sucede contigo, Cathanna? —Me miró con incredulidad, dejando sus manos quietas—. ¿Por qué de la nada hablas de esa manera tan horrible? No es propio de señoritas decentes como tú. Déjaselo a las brujas rebeldes esas. Tú no eres de esta manera.
—Discúlpame, Celanina —dije entre dientes, sin arrepentimientos—. No fue mi intención incomodar con mis palabras. No volverá a suceder. Prometido. —Sonreí, pero parecía más una mueca que una sonrisa sincera—. He tenido muchas cosas en la mente.
—Le diré a Selene que te corte el cabello —soltó, pasando el peine por mis mechones rizados con movimientos duros, que me hicieron soltar gemidos pequeños—. No entiendo por qué crece tanto.
—¿Podrías tener más cuidado con mi cabeza? —La miré de reojo, enojada—. No soy una muñeca de trapo que puedes tratar a tu antojo. ¿Lo entiendes? Trátame con la delicadeza que requiero.
Celanina me quitó el maquillaje en silencio. Después, la puerta se abrió nuevamente, permitiendo que cinco mujeres se adentraran. Todas eran bellas, eso no podía ser negado, pero una destacaba por encima de las otras, debido a ese rostro tan hermoso que poseía. Era como una flor en plena primavera. Exquisita. Pero sin duda, lo que más me fascinaba de ella era ese delicioso olor que emanaba: azahar. Desde el momento en que llegó al castillo, su fragancia me envolvió con una intensidad inusual. Era extraño. Solo me pasaba con ella.
Selene no me miró ni una sola vez; nunca lo hacía, realmente. No entendía el motivo y tampoco me atrevía a preguntarle. Prefería creer que mi mirada era intimidante y que por eso me esquivaba de esa forma, aunque en el fondo supiera que era una completa ridiculez.
A pesar de eso, en ese momento, yo estaba tan pendiente a cada uno de sus movimientos, fingiendo que solo era una muchacha más que servía para mí, pero era tan jodidamente difícil cuando solo quería arrancarle la ropa, aunque esos pensamientos estaban mal porque las mujeres no podíamos desear ni ser deseadas por alguna otra mujer.
O eso era lo que me habían incrustado en la cabeza desde la niñez; que no era más que un pecado asqueroso. Algo tan sucio que la única manera de purgarlo era con la bendita muerte. Aun así, tenían algo que me hacía sentir diferente. No lo entendía. Tampoco quería entenderlo. Me solía repetir cada noche que se trataba de admiración, que era normal ver belleza en otras, que no podía ser deseo carnal y emocional. Porque si lo era, entonces, ¿qué me esperaba a mí el día de rendirle cuenta a los dioses?
Los hombres no despertaban nada en mí como se suponía que debía ser. Me parecían seres tan ordinarios. Tan básicos. Era una emoción insólita, como si debiera mantenerlos lejos de mi cuerpo, de mi mente. De todo que fuera mío. Sin embargo, sabía muy bien que tenía que ser uno quien llevará mi vida, quien me tomara como suya. No una mujer. Jamás una mujer. Porque eso sería desagradable, ¿no?
Pero cuando la veía a ella, a Selene, cuando estaba cerca de mí, cuando sus manos tocaban alguna parte de mi cuerpo para ponerme bella, cuando percibía con fuerza su aroma, mi corazón latía con ese miedo que no sentía por ningún hombre. Esa debilidad que me hacía querer esconderme bajo la cama temblando de miedo y no salir nunca.
—Podrías dejarlo hasta la mitad de la espalda —le indicó Celanina a la mujer que sostenía las tijeras detrás de mí, sin molestarse en mirarla—. Y, por favor, hazlo muy parejo. Ah, y arregla también el fleco. Déjalo justo a la mitad de sus ojos. Pero primero, ponlo lacio. El cabello rizado no se ve nada elegante en mujeres como Cathanna. La hace ver demasiado desaliñada.
Selene se situó detrás de mí, ocasionando que mi respiración se detuviera por unos segundos y mis manos temblaran bajo el tocador. Me obligué a tomar aire y después soltarlo lentamente, temblorosa.
Si esto era considerado un pecado por los grandes dioses, entonces que me castigaran como anhelaran. Que me quemaran, que me arrancaran la piel lentamente, que me borraran el alma si hacía falta, que maldijeran mi existencia en todos los idiomas existentes... solo si así lograsen salvarme de esta mente mía, tan delirante por amar.
Comenzó a pasar el cepillo hechizado por mis mechones, alisándolos con cada movimiento, hasta que mi cabello quedó completamente liso. No me disgustaba, aunque amara los rizos en mi cabello, pues sentía que tenían vida. Después, pasó la tijera con delicadeza. Su rostro estaba más que tenso, como si el simple acto de tocar mis mechones con el objeto filoso fuera un pecado irremediable, una violación silenciosa que le quemaba todos los órganos por dentro.
—¿Sabía usted, señorita Cathanna, que para las brujas el cabello es lo más sagrado que poseen? —susurró en mi oído, procurando que ninguna de las otras mujeres en la habitación la oyera—. Ellas jamás lo cortan, no importa que suceda, solo lo ocultan entre su propia melena. Y aunque usted no sea una bruja, debería impedir que os lo corten. Su cabello tiene un color que no pertenece a este mundo... —Envolvió un mechón de mi cabello entre sus dedos—. Azul oscuro, como las estrellas muertas. Es realmente hermoso.
Sus palabras me tomaron desprevenida. Alcé la mirada hacia el espejo y me encontré con sus ojos viéndome con una serenidad intensa. Por un instante, no supe qué responderle. Nunca me habían dicho algo así; desde luego, mi cabello había sido objeto de admiración, pero nunca que eran como las estrellas muertas. Sentí mis mejillas arder.
—He escuchado que las brujas tienen muchas tradiciones que para nosotros son irrelevantes —susurré, sintiendo aún la calidez de su aliento en mi mejilla—. Pero nunca sobre su cabello. Es muy curioso.
Su mano rozó la parte baja de mi cuello mientras dividía el cabello en tres secciones. No fue un roce intencional, lo sabía perfectamente, pero me dolió de tan placentero que se sintió. Y por un segundo… un solo segundo, deseé que no terminara nunca. Que las demás salieran y que ella, solo ella, se quedara conmigo hasta que la mañana llegara por fin. Que se quedara en mis brazos. Que me amara.
—Si lo desea, señorita Cathanna —murmuró—, puedo darle algunos libros sobre las brujas para que pueda aprender de ellas.
Abrí la boca para responder algo, pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta. Las brujas me parecían interesantes, mucho, pero no podía aprender de ellas. Siempre me habían recordado que eran malas, ordinarias y unas mujeres tan… tan despreciables que el simple hecho de pensarlo me generaba un asco profundo.
La observé por unos segundos, ladeando la cabeza, y contuve la respiración. Ella me sonrió con esos labios pintados de rojo. Era tan bella. ¿Cómo alguien podía ser así de hermosa, así de sensual y así de amable al mismo tiempo? Dioses, para mí ella era la mujer más perfecta que había pisado la tierra. No sabía si lo pensaba porque de verdad me encantaba. Me gustaba. Mucho. Tanto que podía admitirlo sin más vueltas: estaba enamorada de ella. Me enamoré de una mujer.
—Siendo sincera, Selene, las brujas no son de mi interés —mentí, bajando la mirada a mis manos en la mesa—. Gracias, igual.
—Si algún día cambia de opinión, búsqueme.
Asentí, sintiendo mi cuerpo contraerse de los nervios.
Cuando acabó, ató el final de la trenza con una cinta oscura y se quedó detrás de mí, en silencio, mirándome a través del espejo.
—De pie, señorita Cathanna —ordenó Dacota, caminando hacia mí con un pijama en sus manos—. Le ayudaremos a cambiarse.
Selene me ayudó a ponerme de pie y caminé hasta el centro de la habitación, donde las muchachas me rodearon. Me comenzaron a quitar el corsé rosado que se ajustaba a mi cuerpo, robándome la respiración por segundos, bordado con hilos dorados que se entrelazaban en mis brazos. Luego me quitaron la camisa blanca que llevaba debajo, y después se deshicieron de mi falda y de mis tacones altos de punta. El pijama cubrió mi cuerpo en cuestión de minutos.
Me metí entre las sábanas de seda. La lluvia caía con fuerza fuera del castillo, acompañada de truenos que me asustaban desde que era muy pequeña. Pero solo podía mirarla a ella: cómo su cabello, también rizado, y azabache se movía con cada paso que daba, cómo sus manos delgadas terminaban de cubrir la ventana. Cómo sus pies la llevaron justo hasta la lámpara para encenderla, y luego apagar las demás, dejando mi alcoba apenas iluminada por esa luz amarilla.
—Buenas noches, señorita Cathanna —susurró finalmente, haciendo una reverencia—. Espero que descanse muy bien hoy.
—Buenas noches, Selene. —Sonreí leve—. Buenas noches a todas —dije rápidamente, sintiendo mis mejillas arder con fuerza.
Agité la cabeza, intentando alejar todos esos pensamientos pecaminosos. Tomé un libro aburrido de política y empecé a leerlo sin ganas. La lectura me parecía insoportable. No podía entender, aunque lo intentara, a esas personas que podían pasarse horas enteras con un libro entre las manos. ¿No tenían nada más interesante que hacer?
Las hojas hablaban de las tantísimas leyes, decretos y resoluciones que regían el imperio, que realmente solo lograba entender pocas de ellas. Aun así, me obligué a almacenarlas en algún rincón de mi cabeza, donde pudiera encontrarlas en caso de llegarlas a necesitar de emergencia, lo que creía poco probable. Tal vez para mi hermano mayor eran muy útiles, ya que estudiaba para ser artillero militar, y claramente no podía usar el armamento con libre albedrío. Pero yo no lo necesitaba para nada. Más, mi padre no lo comprendía.
—Si explicaran qué es paria, todo sería mucho más sencillo, ¿no lo creen, redactores ineptos, sin cerebro? —dije en voz baja, arrugando la frente—. Claro, escriben veinte páginas para describir la importancia de las tierras, pero no para explicar términos tan… raros como esos. Incluso suena al nacimiento de un panda. —Rodé los ojos.
En ese momento, percibí un aroma fuerte a pan recién horneado. Levanté la cabeza, aspirando el aire como si pudiera atrapar el olor en mi nariz. Fruncí el ceño, confundida. Entonces, por la ventana, alcancé a ver una cabellera dorada desvaneciéndose. Me puse de pie de inmediato y corrí hacia ella, pero al asomarme, no había nada ni nadie.
Cerré la ventana rápido y volví a meterme en la cama, tomando el libro grueso, cuya textura me parecía horrible. Sin embargo, cada vez que intentaba concentrarme en la lectura, ese aroma volvía a colarse en mi nariz hasta llegar a un punto donde me resultó imposible seguir oliéndolo sin más. Llevé la mirada a la ventana; no había nada ahí.
—¿Estoy loca, acaso? —Entrecerré los ojos, asustada.
Me levanté y empecé a revisar cada rincón de mi alcoba: el gran baño, que parecía un mundo aparte, donde flotaba un leve perfume a canela; el amplio cuarto donde guardaba todos mis vestidos y zapatos; y, por último, la pequeña biblioteca, tan abarrotada de libros que ya había perdido la cuenta de cuántos había leído o, mejor dicho: fingido leer.
—¿Hay alguien aquí? —pregunté, aunque no creía que, si alguien estuviera en este lugar, sería tan imbécil como para responder—. ¿Hola...? —Seguí caminando hasta que algo en la pared llamó mi atención: una sombra—. ¿Quién eres tú? —inquirí, asustada, pero la sombra, en lugar de responder, desapareció en un parpadeo.
Me pasé las manos por la cara con frustración. Regresé a la habitación. Fui al clóset y saqué uno de mis vestidos de lino celeste. Después de ponérmelo, salí de la habitación con sigilo, procurando no cruzarme con nadie. Había aprendido a camuflarme bastante bien cuando quería escaparme. Sabía que estaba mal, que no debía salir así, pero solo en esos momentos podía sentir paz. ¿Quién no quería paz?
El Valle de Lila era mi refugio y el único que tenía. Estaba a unos veinte minutos del castillo, lo suficiente para sentirme lejos de todo. Era un lugar hermoso, rodeado de árboles gigantes de flores lilas y mariposas azules que brillaban como luciérnagas al atardecer. Siempre tenía mis clases de magia allí, por las tardes, con Taris, mi tutora desde hacía años. Ella me enseñó todo lo que sabía del aire.
Cuando llegué, caminé hasta la colina y me senté frente al gran precipicio. Las alturas me generaban un miedo absurdo. No obstante, en ese momento no me importaba. Mi cabeza seguía dándole vueltas a lo que había pasado en la mesa, en la forma en que me hablaron. En lo que pensé. En lo que vi en mi habitación. No pretendía ni imaginarlo, pero tal vez ya me estaba volviendo tan chiflada como mis primas, aunque bueno, ellas ya estaban en una liga mucho más alta.
Estuve así varios minutos, atrapada en mis pensamientos, con las manos detrás de la espalda, hasta que algo llamó mi atención. Fruncí el ceño, viendo el aire levantarse y arremolinar hojas por todas partes, y entonces, al levantar el rostro hacia el cielo, observé a varios dragones volando en compañía de sus humanos, compartiendo un vínculo que no siempre existió, por lo cual no era para nada natural.
Durante varias eras, los humanos que dominaban el hermoso arte elemental y los dragones se consolidaron como enemigos a muerte, todo porque ambas especies querían poseer el dominio absoluto del mundo. Y no era un secreto lo que sucedía tras eso.
Se odiaban con tanta intensidad, alimentada solo por guerras que parecían no tener fin. Sin embargo, todo tuvo un cambio enorme tras la última guerra, conocida con un nombre un tanto peculiar para una época donde la sangre manchó cada parte de la tierra: la llama de blancas. Los escritos no revelaban el autor o autores de ese nombre.
Se decía que los dioses estaban decepcionados de ver cómo el mundo que habían creado con tanto esmero se desmoronaba por culpa de aquellos a quienes habían confiado la magia elemental, y gracias a eso tomaron una decisión drástica que cambiaría el curso de la historia para siempre: los castigaron uniendo sus almas, con la intención de que no hubiera más guerras, pero, claro, eso no fue recibido de buena manera. Los dragones asesinaron a los humanos con los que debían establecer un vínculo, rompiendo el pacto que, en aquel entonces, se había convertido en uno de los más sagrados que existía: lealtad.
Con el pasar de los años, no les quedó más opción que aceptar el destino. Para los dragones, aquello se volvió una maldición, pues estaban obligados a soportar a la especie que más odiaban en el vasto universo. En cambio, los humanos elementales lo veían como una victoria absoluta, convencidos de que habían doblegado a las bestias.
Yo aún no poseía un vínculo con ninguno. Tampoco es que me doliera no tenerlo, como algunos podrían suponer fácilmente cuando les respondo que mi Destino no ha aparecido ante mí todavía. Por supuesto que amaba a los dragones; me parecían criaturas sumamente complejas e interesantes, con una historia en demasía aterradora, pero mi vida no cambiaba en nada por estar con uno o sin uno de ellos.
Había aprendido tanto sobre los dragones de aire —los Nyssaneth— porque estaba completamente segura de que me vincularía con uno en algún punto de mi vida. No hoy. Ni mañana, pero sí algún día. Eran los más veloces entre todos; sus movimientos, tan rápidos cómo aterradores y magníficos, les permitían atravesar el cielo sin ser detectados, confundidos con simples ráfagas. Sus enormes alas alargadas y filosas podían volverse transparentes cuando surcaban las alturas, dejando a plena vista sus cuerpos descomunales.
Me emocionaba la idea de vincularme con uno de ellos, pues, de entre todas las especies, siempre me habían parecido los más fascinantes… quizá también porque solo había devorado libros que hablaban exclusivamente de ellos. Los demás, siendo sincera, me daban igual. No quería decir que los dragones de tierra o incluso los de agua o los de fuego no me parecieran criaturas encantadoras; simplemente reconocía que mi Destino sería uno de aire, como yo.
—Princesa Cathanna D’Allessandre —dijo una voz masculina a mis espaldas, con un tono sarcástico—. Es un placer verte por estos lares, sin la compañía de tus grandes guardias. ¿A qué se debe el gusto?
—¿No deberías estar en la academia, hermano? —Giré el rostro rápido hacia él, dibujando una media sonrisa.
—No te enamores de mi presencia. Solo estaré aquí unas semanas —respondió, sentándose a mi lado—. ¿Qué haces aquí sola? Podría ser muy peligroso para ti. No falta que salgan duendecillos.
Era mi hermano mayor, Calen. A pesar de tener los mismos padres, éramos completamente distintos. Sus ojos rasgados no eran grises como los míos, sino rojos, como el fuego que podía controlar con facilidad, ya que era un Elementista de fuego. Su cabello... bueno, cuando todavía lo tenía, era liso y tan negro como la noche que ahora caía. Y su piel era igual de blanca que la de nuestra madre. Al menos teníamos algo más en común: la estatura, un metro ochenta y cinco.
—No deseaba estar en ninguna otra parte —respondí, dejando escapar un suspiro de mis labios—. Tengo muchas cosas en la mente.
—¿Siguen con eso de casarte con el hijo del magistrado? —Sus ojos entrecerrados fueron a parar en mi rostro—. Pensé que era un chiste.
—Sí. —Torcí los labios, mirando al frente, donde se encontraba su Destino. Nunca logré entender cómo fue que se empezaron a llevar tan bien, si ambos eran igual de insoportables—. Pero no todo es tan malo, hermano. Considero que es una buena oportunidad casarme con aquella noble familia. Tendré innegables beneficios, ¿no lo consideras?
—Sería una oportunidad mucho más ventajosa uniros en matrimonio con el hijo del magistrado de Guerra. —Sonrió un poco, mostrando los dientes. Siempre que podía, me hablaba de los hijos de los poderosos, como si deseara que me casara con todos ellos—. Conozco a ese hombre desde hace años, cuando nuestro padre me llevó al magisterio. Es de buen linaje, y os daría el respeto de todo Valtheria.
—Caelstrom no es conocido por ser muy amable, así que, si sus hijos son como él, no me interesa conocerlos. —Solté una carcajada—. ¿Y desde cuándo te gustan los hombres? Me dejas muy sorprendida.
—Jamás me gustarían. Solo digo lo evidente, pequeña hermana.
—Sí, por supuesto... —Alcé una ceja mientras mis labios se torcían en una sonrisa pícara—. Estás en demasía encaprichado con emparejarme con uno de ellos. Pero, por alguna razón extraña, pareciera que los idolatras, hermano mío. No te sientas juzgado por tus preferencias. Si has de amar algún varón, puedes confiármelo.
—No seas tonta, Cathanna. —Me empujó con suavidad, rodando los ojos. Dejé escapar una risa pequeña, mirándolo sonriente—. No quiero verte arrastrándote entre pobres hombres sin apellido. Mereces algo mejor. Mereces hombres con el mismo poder que tú. ¿Acaso es pecado anhelar lo mejor para mi hermana menor?
—Dramatizas. Orpheus porta un apellido distinguido.
—Pero no es suficiente para ti.
—Nuestros padres saben lo que es mejor para mi porvenir —hablé, incorporándome con calma. Me giré, limpiando mis manos—. El joven Orpheus proviene de una buena estirpe. —Le extendí la mano, ayudándolo a pararse—. Con eso bastará para asegurarme una vida envidiable hasta el final de mis días. Y aunque no he tenido el gusto de hablar personalmente con él, he escuchado maravillas sobre su vida.
—Sigo insistiendo que hay mejores familias —declaró mi hermano, llevando las manos detrás de su espalda—. Apuesto a que, si los Caelstrom pertenecieran a los Siems, nuestros padres hubieran hecho hasta lo imposible con tal de emparejarte con su primogénito.
—En definitiva, estás demente. —Reí, volviendo mi mirada al frente donde las mariposas azules aleteaban—. Aquella familia podría postularse para pertenecer al sagrado Siems, por supuesto, aunque dudo mucho que los acepten. No creo que tengan una gran línea de pureza como nosotros, hermano. Solo perderían su valioso tiempo.
—Te escuchas igual de arrogante que nuestra madre, Cathanna. Tanto tiempo con esa loca mujer te está afectando más de lo que creí posible. —Dejó escapar una risa estruendosa—. Por cierto, el baile de presentación en el palacio será en tres campanillazos. ¿Nuestros padres te llevarán o te quedarás otro año encerrada con la familia?
Apreté los labios con fuerza.
El baile de presentación era uno de los eventos más importantes y esperados de todo el año por jóvenes como yo: una noche en la que los hijos e hijas de las casas distinguidas eran mostrados por primera vez ante la corte del imperio.
Yo aún no había sido presentada ni ante el emperador ni ante nadie. Me parecía injusto, pues mi hermano Calen fue llevado al cumplir dieciséis, igual que mis primas. En cambio, a mí me mantenían oculta, como si fuera un objeto robado. Solo esperaba que esta vez mis padres decidieran llevarme y no dejarme otro año aquí.
—No lo sé, hermano. —Solté un suspiro pesado, desanimada—. Ya sabes cómo son nuestros padres. Les he rogado mucho que me presenten como su hija ante la corte, pero solo me ignoran. Tal vez se avergüencen de tener una hija, o no sé. Espero que cambien de opinión.
—No entiendo cuál es tu obsesión con querer ir a ese lugar. No es la gran cosa como suelen pintarlo, Cathanna. No te pierdes de mucho, realmente. —Se encogió de hombros con aparente displicencia.
—Quiero descubrirlo por mi cuenta, hermano. —Lo observé, con los labios ligeramente abultados—. También merezco tener mis propias opiniones, y no con que me digan que es malo y ya. Quizá, cuando al fin esté allí, me agrade tanto que no desee marcharme jamás.
—Bueno, entonces espero que logres ir al baile de presentación. Eso sí, debes estar preparada para rechazar a los tantos hombres que querrán bailar contigo después del primer Canto de los Violines. —Alzó las manos en el aire, simulando un baile elegante—. Lo único bueno de esa noche, sin duda, son los músicos. —Imitó tocar un violín.
Volví a reír bajo, avanzando hacia el castillo. Calen era, sin duda, la persona más divertida que conocía —y tampoco es que conociera a muchas—. Siempre encontraba la manera de sacarme una sonrisa, lo que no era tan difícil. A veces, sonreír era lo mejor que podía hacer, porque me ayudaba a olvidar mi trágica vida por unos segundos.
—Por cierto, hermano. —Lo miré de reojo, dejando la risa de lado—. Nuestra madre ansía saber quién se ha robado tu corazón. Desde que se enteró por malas lenguas que te vieron con una mujer, no para de preguntarme si la conozco, si es de buena familia. Dice que su hijo querido no puede estar con cualquier... cosa que use faldas.
Calen soltó una carcajada, llevándose las manos detrás de la espalda, despreocupado.
—¿Y te ha mandado a ti para cuestionarme?
—Te equivocas. No le diré nada de lo que me digas.
—Lo único que tengo por decir es que no te metas en lo que no te incumbe, hermanita. Y dile a tu madre eso también. —Despeinó mi cabello con ambas manos, sacándome un sonoro chillido de molestia—. No veo por qué debería decirles con qué mujer me acuesto, ¿o sí?
—No seas vulgar. —Rodé los ojos con fastidio—. ¿Por qué me interesaría saberlo? Aunque, pensándolo bien, no me sorprendería que la hayas metido al castillo, igual que haces con Katrione, solo para acostarte con ella. Me parece demasiado desagradable, hermano.
—Es que tu amiga es bastante habilidosa con lo que hace —dijo, poniendo un brazo sobre mis hombros—. Siempre me termina chu...
—¡Cállate! —Puse la mano en su boca, interrumpiéndolo—. ¿Puedes no ser tan ordinario? —Bajé mi mano—. Que no se te olvide que hablas con tu hermana, no con uno de tus amigos sin vergüenzas.
—Ay, verdad, la inocente Cathanna —habló con una voz chillona, repleta de burla—. Casi olvido lo santurrona que eres. Aún me sorprende mucho que Katrione no te haya corrompido, siendo la clase de mujer que es. —Puso una mano en la barbilla, pensativo—. Ojalá sea cuestión de tiempo. No soporto que tengas una mente tan cerrada todavía. Aunque bueno, tampoco quiero que seas como ella…
—¡Dioses benditos! —lancé, cubriéndome el rostro con las manos, con las mejillas extremadamente calientes—. No hables así.
—¿Por qué no, querida hermana? —se burló, mirándome.
—¡Hermano! —vociferé, avergonzada.
—¿Quieres volar conmigo en Canto? —dijo, moviendo las cejas de arriba abajo—. Te aseguro que esta vez no amagará con dejarte caer.
La última vez que estuve sobre el lomo de un dragón fue con Canto, el Destino de mi hermano, hace casi dos años, y no terminó nada bien, porque ese bendito dragón casi me asesina al intentar dejarme caer desde una gran altura. No podía decir que era cruel conmigo; de hecho, me permitía acercarme demasiado, a pesar de ser un dragón de fuego, de los más territoriales y temperamentales. Aun así, seguía causándome nerviosismo, y claro, un miedo desenfrenado.
Calen ni siquiera me dejó responder cuando me tomó del brazo con suavidad y me arrastró de nuevo hacia la colina, donde Canto ya no se encontraba como hacía unos minutos. Dirigí la mirada a su brazo descubierto, a la cicatriz tallada en su piel. No tenía ni color ni brillo; era la marca de su Destino, en forma circular que le recorría todo el brazo. La primera vez que la vi, pensé que se había lastimado.
La marca comenzó a retorcerse, moviéndose de un lado al otro, dando la impresión de muchos alacranes caminando bajo su piel. Siempre me había parecido asombroso cómo funcionaban los vínculos: el dragón habitaba dentro del cuerpo de su humano para estar juntos en todo momento, y cuando salía —como lo hizo Canto, con un destello escarlata asombroso— la marca simplemente desaparecía por completo, como si nunca hubiera estado grabada en carne humana.
Me gustaban demasiado los dragones, pero no cuando no tenía un vínculo con ellos. Canto soltó un rugido tan poderoso que me hizo tapar los oídos con fuerza. Miré a Calen, quien sacó lo que al principio parecía una bolita pequeña, pero enseguida creció hasta alcanzar el tamaño de una cabeza promedio. Comenzó a colocármelo con cuidado, diciéndome cosas que no entendía por qué sus movimientos se volvieron bruscos. Le di un manotazo junto con una mala mirada.
—Trátame con delicadeza, hermano —pedí, con molestia.
—Vaya… olvidé que a la pequeña no le gustaban las cosas rudas.
—¡Hermano, por los dioses! ¡Compórtate!
Calen sacó otro casco e imitó lo mismo consigo mismo. Me tomó de la mano otra vez y fuimos directo hacia Canto. Sujeté los bordes de mi vestido y me dejé caer con cuidado sobre la cola escamosa y negra del animal, que luego me acomodó en su arnés naranja, el cual tenía dos puestos. Calen iba adelante y yo atrás. Dijo que había puesto dos asientos porque nunca se sabía cuándo estaría acompañado.
Otra vez no pude decir nada por qué Canto se elevó rápidamente hacia el cielo. Cerré los ojos con fuerza, aunque el viento solo golpeaba el casco. Me aferré al traje negro de mi hermano con las manos temblorosas. En serio, odiaba tanto las benditas alturas.
—¡Ya bájame de aquí, Calen! —le grité por el monitor del casco, que nos permitía comunicarnos claramente sin el aire estorbando.
—¡Disfruta la sensación! —me dijo, entre risas.