Toda mi vida deseé algo tan simple que parecía imposible: Ser amada.
Nací en mundo de edificios grises, calles frías y rostros indiferentes.
Cuando apenas era un bebé fui abandonada.
Creí que el orfanato sería refugio, pero el hombre que lo dirigía no era más que un maltratador escondido detrás de una sonrisa falsa. Allí aprendí que incluso los adultos que prometen cuidado pueden ser mostruos.
Un día, una mujer y su esposo llegaron con promesas de familia y hogar me adoptaron. Pero la cruel verdad se reveló: la mujer era mi madre biológica, la misma que me había abandonado recién nacida.
Ellos ya tenian hijos, para todos ellos yo era un estorbo.
Me maltrataban, me humillaban en casa y en la escuela. sus palabras eran cuchillas. sus risas, cadenas.
Mi madre me miraba como si fuera un error, y, yo, al igual que ella en su tiempo, fui excluida como un insecto repugnante. ellos gozaban de buena economía, yo sobrevivía, crecí sin abrazos, sin calor, sin nombre propio.
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Capitulo 5
El eco de mis pasos pequeños resonaba en el corredor, acompañado por el susurro de los sirvientes que me observaban a escondidas. Algunos reían por lo bajo, otros apenas ocultaban su desprecio.
—Qué raro… —murmuró una doncella—. La señorita ya no grita ni rompe cosas…
No respondí. Mi corazón golpeaba con fuerza.
Hoy vería al hombre al que debía llamar padre.
Las puertas de roble del despacho se alzaban frente a mí, imponentes, custodiadas por dos guardias. El emblema de un halcón dorado, grabado en metal, parecía mirarme con los mismos ojos fríos que recordaba de la novela que había leído en mi vida anterior.
Uno de los guardias abrió la puerta, y un aroma a pergamino, tinta y cuero inundó el aire.
El despacho era enorme, con paredes cubiertas de libros, mapas y documentos oficiales. Una lámpara de cristal derramaba su brillo sobre un escritorio colmado de papeles. Allí estaba él.
El duque.
Su sola presencia llenaba la habitación. Sentado tras el escritorio, repasaba documentos con una elegancia natural, como si todo el reino estuviera bajo su control. El cabello oscuro caía sobre su frente, enmarcando un rostro tan hermoso que parecía esculpido en mármol. Sus ojos grises se levantaron apenas, clavándose en mí con frialdad.
—Acércate —ordenó con voz grave, sin necesidad de levantarla.
Mis piernas temblaban, pero avancé.
Durante unos segundos, el silencio reinó. Su mirada me examinaba, buscando quizá a la niña engreída, malcriada y ruidosa que solía odiar. La que en la novela nunca supo ganarse el amor de nadie.
Pero esa niña ya no existía.
Me incliné, juntando todas mis fuerzas en un gesto sencillo.
—Buenos días, padre —dije, mi voz suave, controlada.
El duque arqueó una ceja. No esperaba cortesía. No de mí.
—Veo que al fin despertaste. Pensé que seguirías con tus caprichos de siempre.
No respondí. Mantener silencio era más poderoso que una queja.
Su mirada se endureció.
—Escucha bien, hija mía. Este ducado es el pilar del reino. Aquí no hay lugar para debilidades, ni para escándalos innecesarios. La sangre que corre por tus venas es noble, pero no suficiente para que yo tolere insolencias.
En la novela, esas palabras fueron el comienzo del odio absoluto hacia ella…
Pero esta vez, decidí cambiar la historia.
Levanté mis ojos y hablé con calma:
—Entiendo, padre. No deseo traer deshonra a este nombre.
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier reproche.
El duque me observó como si intentara descifrarme.
¿Dónde había quedado la niña que solía llorar y hacer berrinches por un dulce?
¿Dónde estaba la arrogancia que hacía sufrir a sirvientes y hermanos?
—Hm. Extraño… —murmuró al fin, recostándose en su silla—. Pareces distinta.
Su tono no era un halago, sino una advertencia. Como si la sospecha de un cambio repentino fuera más peligrosa que el comportamiento anterior.
—Puedes retirarte.
Incliné la cabeza y salí con pasos medidos. Los guardias me siguieron con la mirada, sorprendidos. Los sirvientes cuchicheaban al verme pasar.
—¿Escucharon? No discutió con su excelencia.
—¿Será posible que haya cambiado?
—No… no puede ser ella.
Mientras avanzaba por el corredor, me prometí algo:
"Si esta niña estaba destinada a la desgracia… yo cambiaré ese destino. No importa lo que cueste."
La rueda del destino giraba de nuevo, pero esta vez no sería la misma historia.