Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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El refugio del lobo
(Kael)
La tranquilidad del bosque es lo único que conozco desde hace años. Me envuelve como una segunda piel. Las ramas crujen bajo mis pasos, y el viento entre los árboles me susurra cosas que los humanos jamás entenderían. Aquí, en este rincón olvidado del mundo, puedo existir sin ser visto, sin ser juzgado, sin ser maldito.
Mi refugio está oculto entre rocas y maleza. Es cálido y oscuro, y la cueva se abre dentro de una fuente de aguas termales, que corre con voz suave. Nadie se atreve a venir tan lejos. Excepto mi compañero. El barghest.
Su nombre es Fenn.
Nadie lo domestica. Nadie lo controla. Somos reflejos el uno del otro. Salvajes, errantes, desterrados. Su pelaje es negro como la noche sin luna y sus ojos brillan con un rojo casi demoníaco. Cuando gruñe, no hay criatura que no tiemble. Cuando aúlla, ni los espíritus quieren acercarse. Nos entendemos sin palabras. Él tampoco necesita muchas para saber que este rincón del mundo es lo único que ambos tienen.
La tormenta había caído de golpe, sin advertencia. El cielo retumbaba con furia mientras las nubes se abrían en zarpazos de relámpagos. Desde la entrada de mi refugio, podía oler el barro húmedo y la madera mojada. Ese aroma me recordaba a otro tiempo, uno más lejano, cuando aún no conocía la traición ni el exilio.
Me senté en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho, sintiendo el calor del fuego a mis espaldas. El crujido de la leña era el único sonido en aquella calma precaria. A veces me preguntaba si el mundo allá afuera seguía girando como antes. Si mi antigua manada aún recordaba mi nombre. Si Hasim alguna vez dudó de la mentira que contó. Pero esas preguntas eran huecas, y yo estaba cansado de los ecos.
Fue entonces cuando Fenn se irguió de pronto. Sus orejas se alzaron, tensas. Sus ojos rojos parpadearon con inquietud. Lo vi olfatear el aire, su cuerpo se puso rígido. No emitió sonido alguno al principio. Pero su cola bajó, y con su audacia habitual se desplazó hacia la entrada con la precisión de un cazador.
Sabía lo que eso significaba. Había intrusos cerca.
Sabuesos.
Gruñó bajo, apenas un hilo gutural. Luego se lanzó a la carrera, atravesando la entrada de la cueva como una sombra viva. Me levanté de inmediato, mi cuerpo reaccionando antes que mi mente. Di un salto ágil desde la roca y me dejé caer, transformándome en mi forma de lobo en pleno vuelo. Sentí cómo mi cuerpo se alargaba, cómo las cicatrices viejas ardían bajo la piel y los tatuajes que las ocultaban se tensaban con cada músculo. La fuerza animal me envolvió como una vieja armadura que aún recordaba cómo protegerme.
Corrí tras Fenn, mis patas hundiéndose en la tierra mojada, mis sentidos agudizados por la urgencia. El olor a carne húmeda y a podredumbre nos guió. No tardamos en encontrarlos. Tres sabuesos de sangre, deformes y famélicos, escarbaban junto a un árbol hueco como si intentaran arrancar algo de sus entrañas.
Fenn no dudó. Saltó con un rugido que partió la noche. Sus colmillos se cerraron sobre el cuello del primero, lo partió como si fuera papel. Los otros dos apenas tuvieron tiempo de chillar. El segundo murió con las costillas al aire. El tercero intentó correr, pero no llegó lejos. Yo le rompí la columna de un zarpazo.
El aire quedó en silencio. Silencio y sangre. Pero había algo más.
Algo que no encajaba.
Me acerqué al árbol. No era un simple escondite. Olía a barro, a miedo… y a algo más. A magia. A humanidad.
Volví a mi forma humana con un suspiro sordo, como quien exhala un recuerdo. El cambio ya no dolía tanto, pero aún dejaba un vacío helado en mis huesos. Mis manos, cubiertas de barro, se apoyaron en el tronco podrido. El agua me corría por la espalda desnuda, se colaba por mi columna como dedos de hielo.
Respiré hondo.
Y con un gruñido, arranqué el árbol de raíz.
Allí, entre las raíces húmedas, la vi.
Una mujer.
Sus ropas estaban rasgadas. El barro cubría su piel como una capa de ceniza. Tenía ramas enredadas en el cabello, que caía largo, pesado, oscuro. Sus ojos me observaron por un instante. Vi el miedo. Vi la confusión. Vi el dolor. Luego, se desmayó en mis brazos como si su cuerpo ya no pudiera más.
Me quedé quieto. La observé.
No pertenecía a este mundo.
Lo supe al instante. No era bruja. No era hada. No tenía marcas de linaje mágico. Su esencia… era diferente. Humana. Pero incluso así, algo en ella estaba cambiado. Tocado por la oscuridad, quizá. Pero no corrompido. Aún no.
La tomé con cuidado. Sus huesos eran frágiles bajo mi piel curtida. Sus manos temblaban, incluso inconscientes. Sentí cómo su respiración era irregular. Y por alguna razón, que no entendía del todo, no la dejé allí.
La llevé conmigo.
Volvimos al refugio en silencio. La lluvia no dejó de caer. Fenn caminaba detrás de mí, vigilante, con su hocico aún manchado de sangre. Cuando crucé el umbral de la cueva, acomodé a la mujer en un rincón seco, cerca del fuego. Coloqué mantas limpias. Calenté agua en un cuenco de hierro. Le quité el barro de la piel con cuidado, con manos torpes que no habían tocado a nadie en años.
Sus heridas eran superficiales, pero sus marcas no lo eran. Tenía moretones en los brazos. Las muñecas rojas, como si hubiera estado atada. Los tobillos igual. Su piel tenía pequeños cortes, cicatrices viejas y nuevas. Algunas parecían de cuchillas afiladas. Otras de garras, probablemente causadas por los sabuesos. Pero ninguna la había vencido. Aún respiraba.
Le puse una de mis playeras. Le quedaba enorme. Aunque apenas le cubría los muslos. Pero al menos estaba limpia. Fenn se tumbó junto a la entrada, gruñendo bajo cada vez que ella se movía.
Yo me quedé en el rincón más cercano a ella, observándola.
Era hermosa. No de esa forma etérea como las hadas, ni elegante como las maguizas. Era real. Tenía curvas. Tenía carne. Tenía cicatrices. Y había algo en su rostro mientras dormía, como si se aferrara al sueño con miedo a despertar.
Me pregunté quién era. Qué hacía aquí.
Tenía entendido que los portales entre mundos estaban prohibidos desde siglos. Y peor aún, no podía entender por qué su olor estaba mezclado con el de los vampiros. ¿La habían traído ellos? ¿Había escapado? ¿Había venido sola desde otro mundo?
Preguntas.
Demasiadas preguntas.
Y sin embargo, no tenía prisa por responderlas.
Solo supe que ya no estaba solo.
Y eso… era más aterrador que cualquier sabueso.