Júlia, una joven de 19 años, ve su vida darse vuelta por completo cuando recibe una propuesta inesperada: casarse con Edward Salvatore, el mafioso más peligroso del país.
¿A cambio de qué? La salvación del único miembro de su familia: su abuelo.
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Capítulo 6
El portón de la mansión se abrió como si supiera quién llegaba.
Automático. Imponente. Sin emoción.
Júlia miraba por la ventana del coche, los ojos fijos en la construcción enorme de piedra, cercada por rejas, jardines simétricos y un silencio que parecía gritar.
La mansión Salvatore era linda.
Pero también era fría.
Como el hombre que la poseía.
—Es más grande de lo que imaginaba — murmuró, más para sí misma.
Edward ni siquiera respondió. Estaba a su lado, en el asiento trasero, con la mirada perdida por la ventana opuesta.
Así que el coche paró, dos guardaespaldas surgieron. Abrieron la puerta como si ella fuera una celebridad o... prisionera de lujo.
Júlia descendió despacio. Un viento helado sopló, y ella apretó la correa de la mochila en sus hombros.
—¿No trajiste maletas? — preguntó Edward.
—Esto es todo lo que tengo — respondió, seca. — ¿O creíste que tenía colección de Chanel en el armario?
Él no respondió. Apenas caminó al frente, y ella lo siguió — como si estuviera entrando en una tumba bonita demás.
El interior de la casa era tan grandioso como por fuera: piso de mármol, lámparas de cristal, escaleras con baranda dorada, muebles que parecían haber salido de una película antigua.
Y todo... silencioso. Como un templo.
—Dios mío... — susurró ella, sin conseguir evitarlo.
Edward se giró, como si finalmente la observara de verdad.
—Todo esto será tuyo. Por seis meses.
Ella entornó los ojos.
—Todo esto nunca será mío. Yo solo estoy... de paso.
Él sonrió de lado. Una sonrisa que parecía saber más de lo que debía.
—Veremos.
Subieron las escaleras. En el piso de arriba, Edward abrió una puerta doble, revelando una habitación enorme, con cama king size, balcón, armario de puertas espejadas y un tocador decorado con perfumes carísimos.
—Aquí es donde te quedarás.
—¿Sola? — preguntó, aliviada.
—Por ahora — él respondió, dando un paso más. — Pero entiende una cosa, Júlia: en este lugar, todo tiene regla. Inclusive tú.
Ella alzó el mentón.
—¿Y cuáles son las mías?
—Nada de salir sin autorización.
Nada de traer a nadie aquí dentro.
Nada de desobedecer órdenes.
Nada de intentar huir.
—¿Huir? — ella dio una risa amarga. — No soy tonta. Sé que tienes hombres en cada esquina. Y sé que, si piso fuera de la línea, mi abuelo paga el precio.
Edward se acercó. Despacio. Hasta quedar tan cerca que ella sintió el perfume de él — amaderado, fuerte, peligroso.
—Aprendes rápido.
Ella no retrocedió. Se mantuvo firme.
—Yo solo tengo una regla también.
—¿Cuál?
—No me toques.
La tensión se instaló.
Por un segundo, el aire se hizo más denso.
La mirada de él bajó lentamente hasta los labios de ella, y volvió. Sin prisa.
—Esa es la primera regla que vas a quebrar, Júlia.
Él se giró y salió de la habitación, dejándola sola — corazón acelerado, manos heladas, alma en guerra.
Júlia se tiró en la cama y encaró el techo dorado.
La jaula era bonita.
Pero aún era una jaula.
Y el león que vivía allí... ya había sentido el olor de la presa.
MANSIÓN DE EDWARD SALVATORE