Un chico se queda solo en un pueblo desconocido después de perder a su madre. Y de repente, se despierta siendo un osezno. ¡Literalmente! Días de andar perdido en el bosque, sin saber cómo cazar ni sobrevivir. Justo cuando piensa que no puede estar más perdido, un lince emerge de las sombras... y se transforma en un hombre justo delante de él. ¡¿Qué?! ¿Cómo es posible? El osezno se queda con la boca abierta y emite un sonido desesperado: 'Enseñame', piensa pero solo sale un ronco gruñido de su garganta.
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Estudi-oso
El verano después de terminar la escuela se sentía raro. Era como si estuviera atrapado en una pausa, un limbo extraño entre la vida que había conocido hasta ahora y un futuro incierto que todavía no lograba imaginar del todo. Sin embargo, no me molestaba demasiado. Después de todo, estaba rodeado de personas que se habían vuelto mi familia, y en medio de entrenamientos y conversaciones, aprendía más sobre mí mismo que en cualquier clase o libro de texto.
Barret venía a verme con frecuencia. Cada vez que lo veía cruzar el umbral de la casa, sabía que la conversación inevitablemente se dirigiría hacia mi futuro. Mi tía Dana tenía sus ideas muy claras al respecto: me repetía una y otra vez que debía aprovechar estos años para estudiar, para descubrir quién era más allá del bosque y los cambios de forma. A veces, sentía que le preocupaba que me pasara la vida con Tobías y Dean, mis compañeros de entrenamiento, a quienes ella cariñosamente llamaba “los dos lunáticos”.
No puedo negar que entrenar con ellos me había cambiado. Cuando llegué aquí, apenas sabía cómo respirar siendo un oso sin sentirme incómodo, como si llevara un disfraz ajeno. Ahora, la transformación era casi instintiva, parte de mi ser. Pero vivir con Tobías, el lince siempre listo para una pelea, y Dean, el lobo impulsivo que nunca piensa dos veces antes de actuar, significaba que la tranquilidad era un lujo raro.
A veces me encontraba comparándome con ellos. Dean, con su velocidad brutal y presencia salvaje, y Tobías, ágil y escurridizo, me hacían sentir torpe. Ellos eran todo agilidad y astucia, mientras que yo... bueno, un oso. Robusto, pesado, más propenso a abrazos que a batallas épicas. Ellos nunca dejaban pasar la oportunidad de burlarse, debatiendo si debían llamarme “Kisifur” o “Winnie the Pooh”. Pero, con el tiempo, esos abrazos se volvieron algo que apreciaba. Los osos tienen ese poder peculiar: abrazar, calmar, transmitir fuerza.
Barret siempre me recordaba que debía pensar a largo plazo. Me contaba historias de cómo los cambiaformas, tarde o temprano, deben ser discretos, cambiar de apellido o mudarse para que nadie se dé cuenta de lo poco que envejecemos. Por otro lado, Claire, mi prima de diez años, era todo un espectáculo. Cada día se parecía más a su madre, Dana, con esa chispa traviesa en los ojos. Ya comenzaba a notar lo diferente que era de los demás niños, y Dana me sugería que pasara más tiempo con ella, ayudándola a entender su herencia sin asustarla.
A pesar de todo, Dana no se daba por vencida con sus charlas sobre la universidad. Y, finalmente, decidí seguir su consejo. Me inscribí en la universidad local, la misma que Tobías y Dean habían frecuentado en su juventud. Al parecer, es casi una tradición entre algunos jóvenes cambiaformas. Violet, una loba que conocí en la escuela, incluso bromeó diciendo que allí podría toparme con algún Umbral o Tejedor de Esencia. Me lo decía con esa mezcla de entusiasmo y advertencia, como si cualquier encuentro fuera una prueba más de nuestra complicada existencia.
Oficialmente, no somos enemigos de los Umbrales ni de los Tejedores, pero hay tensiones. Siempre hay historias de encuentros que terminan mal, a veces por orgullo, a veces por viejas rencillas personales. Violet mencionó que las peleas, en el mejor de los casos, acaban con un ojo morado o un hueso roto. En el peor, el consejo de nuestra zona interviene, y eso puede significar un castigo como un collar inhibidor. Dean lo vivió en su juventud y nunca deja de describirlo como una pesadilla: un peso constante, un vacío, como si una parte de él estuviera apagada.
Mis primeros treinta años, me recordó Barret, serían cruciales. Son un periodo dorado para integrarse en el mundo humano sin levantar sospechas, para crear un futuro sólido y tener una vida estable. Tobías y Dean me dieron un ejemplo claro: con su empresa de administración y el trabajo de abogado, lograron no solo vivir con comodidad, sino también acumular una fortuna gracias a inversiones discretas y la herencia de sus familias.
A raíz de esas conversaciones, Dana decidió que era hora de que tomara parte de mi herencia, el legado de mi abuelo. Mi padre apenas la tocó; decía que era mejor no llamar la atención. Así que, tras pensarlo mucho, decidí estudiar diseño gráfico. No solo me apasiona, sino que es una profesión que me permite trabajar a distancia, algo estratégico para un cambiaformas. En el futuro, sueño con crear mi propio estudio aquí, en el pueblo. Ya de niño había ganado algunos concursos de diseño, así que al menos tenía una base para empezar.
La universidad iba mejor de lo que esperaba. Gracias a mi tamaño —ahora rozando el 1.90 y con un cuerpo ancho y musculoso—, me buscaban constantemente para los equipos deportivos. El de fútbol americano y el de levantamiento de pesas parecían especialmente interesados en reclutarme, pero preferí mantenerme alejado. No quería llamar más la atención de la necesaria. Además, aunque mi cuerpo se había transformado, Tobías siempre decía que mi rostro aún tenía algo de niño, especialmente sin la barba que me empeñaba en dejar crecer sin éxito. A veces me frustraba verme más joven de lo que realmente era.
La vida en el campus era bastante normal, al menos en la superficie. Tomaba pequeños trabajos para pagar algunos gastos y sentirme un estudiante más, mezclado entre los demás. Hasta salí con un par de chicas, relaciones superficiales con personas comunes, sin rastro de esencia mágica. Nunca me sentí cómodo compartiendo más de lo necesario, y menos aún revelando mi verdadera naturaleza.
Entre los cambiaformas también había oportunidades amorosas. Las linces y lobas del campus tenían un atractivo salvaje, y algunas osas, todo curvas y fuerza, eran difíciles de ignorar. Pero aquí, las relaciones no eran algo que se tomara a la ligera. Unirse con alguien significaba más que simple atracción; implicaba un intercambio de esencia que podía marcar el destino de las próximas generaciones. Aunque las mezclas entre especies no creaban híbridos como en las películas —los hijos siempre nacen siendo o una especie o la otra—, el peso de esa decisión era enorme.
Dean, el lobo temerario que siempre se metía en problemas, finalmente había encontrado un ancla: Lorei, una cambiaforma coneja con una paciencia infinita. Era imposible no ver el contraste entre ellos, como la noche y el día, y cada vez que nos visitaban, Lorei siempre traía una tarta de zanahorias que, sinceramente, era insuperable.
Los años en la universidad pasaron como un parpadeo, entre clases, trabajos ocasionales, y amistades normales que siempre mantenía a cierta distancia. Aunque la rutina del campus había tenido su encanto, sabía que mi tiempo allí llegaba a su fin. Había logrado graduarme, equilibrando las responsabilidades académicas con el desafío de mantener oculta mi verdadera naturaleza, un secreto que nunca había dejado de pesar. Sin embargo, la vida no se detenía. Tras el último semestre, con el título recién obtenido y las esperanzas tan altas como mis miedos, llegó el siguiente paso: abrirme camino en el mundo real. Así me encontré preparándome para una entrevista laboral.
El día de la entrevista en la ciudad marcó un antes y un después. Me paré frente al espejo, tratando de acomodar una corbata que se sentía más como una soga que como un accesorio elegante. A pesar de mi físico —grande y fuerte gracias a años de entrenamiento con Tobías y los otros osos—, los trajes aún me hacían sentir incómodo. Extrañaba la ropa holgada del bosque y la libertad de transformarme sin restricciones. Pero ahora no estaba en el bosque, sino en la ciudad, rodeado de humanos que no sabían nada de cambiaformas, y debía jugar mi papel con cuidado.
Mi profesor de la universidad había hablado muy bien de mí y me consiguió esta entrevista con una empresa de diseño gráfico. Agradecí su apoyo, pero los nervios me carcomían. El señor White, mi posible jefe, repasaba mi portafolio con atención. Intenté mantener la calma mientras él examinaba mis proyectos, aquellos en los que no solo había trabajado duro, sino que había puesto un toque de mi esencia, algo sutil que los humanos nunca entenderían completamente.
Después de un silencio que se sintió eterno, White levantó la vista con un gesto calculado.
—Estarás a prueba durante tres meses. Si muestras resultados, extendemos a medio año, y luego veremos si el puesto se vuelve permanente.
Mi corazón saltó, pero me obligué a mantener la compostura. ¿Era eso una oferta? Continuó explicando las condiciones: dos días a la semana en la oficina, el resto trabajando de forma independiente. Si terminaba mis entregas rápido, no tendría que estar conectado todo el tiempo. Después de los tres meses, me proporcionarían el equipo necesario si las cosas iban bien. Me lo explicó todo con precisión, pero yo aún procesaba lo que esto significaba.
Cuando terminó, me extendió la mano.
—Bienvenido al equipo, Derek. Ve a Recursos Humanos. Empiezas en quincena.
Tomé su mano, controlando mi fuerza. Era algo que había aprendido a hacer casi por instinto, pero me aseguré de no apretar demasiado. Le devolví el apretón y murmuré un “gracias” antes de salir, aún en estado de shock. Mientras caminaba hacia Recursos Humanos, apenas podía creerlo.
Había conseguido el trabajo. Respiré hondo. Era un nuevo desafío, pero si algo había aprendido en este mundo de cambiaformas y humanos, era que los desafíos eran solo nuevas oportunidades esperando a ser conquistadas. O al menos, eso me repetía para mantener la calma.
Los primeros meses trabajando fueron una mezcla de emociones: la adrenalina de tener un empleo real, la ansiedad de hacerlo bien, y la satisfacción de ver mis diseños cobrar vida en proyectos importantes. Había comprado un pequeño departamento en la ciudad, una inversión que me hacía sentir oficialmente adulto. El trayecto desde el pueblo hasta la ciudad era casi de tres horas, así que la camioneta que mi tía Dana me regaló al graduarme fue una bendición. Ella insistió tanto que no pude negarme, aunque sentí un poco de vergüenza al aceptarla. La verdad es que esa camioneta no sólo me facilitó la vida, sino que también se volvió un espacio donde podía relajarme durante los largos viajes, escuchando música o pensando en mi próxima aventura.
En el trabajo, hice un grupo de amigos que le daba un sabor especial a los días. Incluso cuando trabajábamos desde casa, a veces nos juntábamos en una cafetería, laptops en mano, vaciando las reservas de café y riéndonos a carcajadas mientras buscábamos excusas para distraernos con algún juego en línea. Era como vivir una vida normal, o al menos todo lo normal que podía ser para alguien como yo.
Los fines de semana eran otro mundo. Volver al pueblo siempre me hacía sentir conectado con mi verdadera esencia. No importaba cuán estresado estuviera por el trabajo, Tobías y Dean siempre encontraban formas de hacerme reír, recordándome los primeros días cuando apenas podía controlar mis transformaciones. Pero una de mis mayores alegrías era visitar a mi tía Dana y a mi prima Claire. Claire, que ahora tenía catorce años, se había convertido en un torbellino de energía y creatividad. Con una sonrisa traviesa que siempre prometía alguna nueva broma o plan, me arrastraba a grabar videos para sus redes sociales, ya fuera bailando torpemente en el salón o haciendo algún reto ridículo que sólo ella podía inventar.
Yo había sido hijo único, pero Claire era más que una prima para mí: era como la hermanita que nunca tuve. Mi instinto de oso protector salía a relucir cada vez que alguien la molestaba o cuando tenía un mal día, y no podía evitar malcriarla siempre que podía, llevándola a comprar helado o regalándole algo que había visto en alguna tienda. Cuidarla y verla crecer se sentía como un deber y un placer, y aunque la ciudad tenía su atractivo, mi corazón siempre latía más fuerte cuando estaba de regreso en el pueblo, rodeado de mi familia.