Enfrentando una enfermedad que amenaza con arrebatarle todo, un joven busca encontrar sentido en cada instante que le queda. Entre días llenos de lucha y momentos de frágil esperanza, aprenderá a aceptar lo inevitable mientras deja una huella imborrable en quienes lo aman
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Capitulo 5
...ALIERT...
Los días en el hospital se sentían interminables. Cada hora parecía arrastrarse, y el zumbido constante de las máquinas me acompañaba como un recordatorio de que mi vida había cambiado por completo. No podía recordar la última vez que había sentido el sol en mi rostro o escuchado el ruido de la ciudad. Todo era silencio aquí, un silencio interrumpido solo por las conversaciones suaves de las enfermeras y los médicos que entraban y salían de mi habitación.
Me di cuenta de que, poco a poco, los recuerdos de mi vida anterior se estaban desvaneciendo. Los sonidos familiares de mi casa, las risas de mi hermana, el eco de mis pasos en los pasillos de la escuela… todos esos fragmentos de vida que solían llenarme ahora parecían tan lejanos como si pertenecieran a otra persona. Sentía una tristeza que no podía describir, como si algo dentro de mí estuviera muriendo junto con mi cuerpo, pero también sentía una paz extraña, como si estuviera aceptando que esa vida había quedado atrás.
Mamá y Papá venían a verme todos los días, a cualquier hora que el hospital les permitiera. Mamá, siempre cuidadosa, revisaba que tuviera todo lo que necesitaba, desde agua hasta mi manta favorita, mientras intentaba sonreír. Papá apenas podía sostenerme la mirada sin que sus ojos se llenaran de lágrimas, aunque intentaba esconderlo.
—Aliert, cariño, hoy traje tus libros. Los que tanto te gustan —dijo mamá, sacando de su bolso una pila de novelas que solía leer. Su sonrisa se tambaleaba, como si tratara de convencerse de que con esos detalles podría devolverme a mi vida anterior.
—Gracias, mamá. —Intenté sonreírle, pero la fatiga era tan grande que apenas podía levantar la voz.
Papá se acercó y, sin decir una palabra, me tomó la mano. Su agarre era fuerte, como si temiera que si me soltaba, me perdería para siempre. Sentí cómo mi corazón se encogía, sabiendo cuánto les estaba doliendo todo esto, sabiendo que cada día en el hospital era una herida abierta para ellos.
—Vamos a salir de esto, hijo —dijo papá, con la voz rota. Parecía una súplica, un intento de convencerse a sí mismo de algo que ambos sabíamos que era incierto.
Quería creerle, pero la enfermedad había convertido cada momento en una despedida silenciosa. Los miré, tratando de grabar sus rostros en mi memoria, intentando atesorar cada palabra, cada gesto. Me dolía ver cómo mi enfermedad los estaba destrozando y, a la vez, me daba cuenta de que este lazo, esta conexión profunda que teníamos, era lo único que me mantenía aferrado a la vida.
Daniel había comenzado a visitarme con regularidad. A veces se aparecía sin avisar, otras veces me avisaba por mensaje de texto. Cada vez que entraba a la habitación, mi ánimo mejoraba, como si su presencia me recordara un fragmento de la vida que todavía podía ser.
—Hey, Al —dijo, usando el apodo que me había inventado. Tenía una expresión calmada, pero podía ver la preocupación en sus ojos, aunque intentara ocultarla detrás de una sonrisa despreocupada.
—Hola, Daniel. ¿Qué tal va el mundo fuera de estas paredes? —pregunté, intentando sonar divertido, aunque sabía que mi voz sonaba débil.
Daniel se sentó al borde de la cama, cruzando los brazos. Me miró por unos instantes y luego suspiró, como si tratara de armarse de valor.
—Todo sigue igual, pero… no se siente igual sin ti, Aliert. —Sus palabras resonaron en mi mente, y sentí un nudo en la garganta. Jamás había escuchado a Daniel hablar de esa manera.
—No digas eso —murmuré, desviando la mirada—. Yo… no sé cuánto más podré estar aquí. No quiero que te aferres a mí si…
Él me interrumpió, sosteniéndome la mano con firmeza.
—Aliert, escúchame. Me importa un carajo lo que digas. Estoy aquí porque quiero estar contigo. No eres solo “mi amigo enfermo” o lo que sea. Eres mi amigo, y eso no va a cambiar.
Sentí un calor inesperado en el pecho, como si sus palabras rompieran una barrera que había construido para protegerme del dolor. Daniel no se iba a rendir. Y, en ese instante, sentí que esa conexión entre nosotros se volvía más profunda. No era algo que pudiéramos explicar, ni siquiera algo que necesitáramos poner en palabras. Simplemente estaba ahí, y ambos lo sentíamos.
Un día, un chico nuevo entró en mi habitación, con una expresión de nerviosismo mezclada con entusiasmo. Era alto, con el cabello desordenado y una sonrisa que intentaba disimular sus nervios. Llevaba el uniforme de los médicos en prácticas, pero su actitud lo hacía ver como alguien accesible.
—Hola, Aliert. Soy Chris, y soy un practicante de medicina —se presentó, tratando de sonar profesional—. Espero que no te moleste que esté aquí para aprender un poco.
Me reí un poco, sorprendido por su honestidad.
—No te preocupes, Chris. Si yo no tengo prisa, tú tampoco deberías —respondí, intentando hacerle sentir más cómodo.
Chris se relajó y comenzó a hacerme preguntas sobre cómo me sentía, sobre el tratamiento y cómo había sido mi experiencia en el hospital. Era refrescante hablar con alguien que no me miraba con lástima o preocupación excesiva. Mientras hablábamos, me di cuenta de que, a pesar de sus nervios, Chris tenía una actitud amable y curiosa que me hacía sentir a gusto.
Con el tiempo, Chris empezó a venir regularmente a mi habitación, aunque solo fuera para conversar unos minutos. Sus visitas me ofrecían un respiro, una especie de normalidad en medio de tanta incertidumbre. Su presencia era ligera, y por un momento me permitía olvidar que estaba enfermo. Comenzamos a hablar de cosas triviales, de música, de películas y de libros. Era como un amigo, alguien con quien podía charlar sin sentir el peso de la enfermedad.
A medida que los días pasaban, Chris se convirtió en algo más que un practicante de medicina. Su visita diaria se había transformado en una especie de ritual, una pequeña dosis de normalidad en un mundo donde todo se sentía fuera de lugar. Un día, mientras revisaba mi expediente, le pregunté sobre su vida fuera del hospital.
—¿Qué haces cuando no estás aquí, Chris? —pregunté, intentando apartar mis pensamientos del dolor constante que sentía.
Él sonrió, cerrando mi expediente y acercándose a la cama.
—Pues… estudio, intento sobrevivir en la universidad y, cuando tengo tiempo, me gusta salir a correr. Me ayuda a despejar la mente.
—¿Despejarte de qué? —pregunté, sintiendo curiosidad.
Chris pareció pensarlo por un momento y luego me miró con una mezcla de sinceridad y tristeza.
—De ver cosas como esta. —Su mirada se volvió seria, como si tratara de medir sus palabras—. No es fácil ver a alguien tan joven como tú aquí. Me recuerda que la vida es frágil… y que a veces no tenemos control sobre nada.
Su honestidad me sorprendió, y aunque la conversación era pesada, había algo en sus palabras que me daba consuelo. Me di cuenta de que, aunque Chris no estaba en mi situación, él también estaba lidiando con algo.
—Bueno, si eso te ayuda… sigue corriendo. Alguien tiene que ser libre por mí. —Intenté bromear, y él sonrió, aunque sus ojos reflejaban una mezcla de empatía y respeto.
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Estaba leyendo cuando escuché un golpecito en la puerta la cual se abrió después de eso, cuando mire hacia esa dirección vislumbre a una chica con cabello recogido y ojos brillantes entrar en mi habitación. Su sonrisa irradiaba calidez y parecía llenar el espacio de una manera que pocas personas podían lograr.
—Hola, es un gusto. Soy Mielle, estoy haciendo mis prácticas de enfermería. —Su voz era suave, pero segura, y su presencia tenía algo reconfortante, como si llevara un rayo de luz consigo.
—Hola, Mielle. Parece que soy el paciente de moda para los nuevos, ¿no? —intenté bromear, y ella soltó una risa suave que me hizo sentir más tranquilo.
—Bueno, espero que no te moleste. Me encantaría ayudarte en lo que necesites, o simplemente escuchar si quieres charlar un rato —dijo mientras me acomodaba una almohada con cuidado y revisaba los equipos.
Cuando la mire sentía una calma especial. Empezamos a platicar y con el tiempo nos volvimos cercanos de alguna manera. Había algo en su forma de hablar, y de escuchar sin juzgar, que me hacía sentir comprendido. Se quedaba conmigo en las noches en que el insomnio y el dolor hacían que no pudiera dormir, contándome historias sobre su vida, sus estudios y sus sueños de ser enfermera. Su pasión por ayudar a los demás era evidente, y su presencia me daba esperanza.
Algunas noches, me leía un libro o me contaba sobre los pacientes que había conocido, siempre con un tono de respeto y cariño hacia ellos. Cuando la escuchaba hablar así me recordaba que, incluso en medio del sufrimiento, todavía existía bondad en el mundo. Y eso, en esos momentos oscuros, era todo lo que necesitaba.
Cuando no podía dormir y mis papás no estaban, Mielle venía a mi habitación. Se sentaba a mi lado, en silencio, solo para hacerme compañía. Su presencia era reconfortante, y había algo en su manera de ser que me hacía sentir tranquilo.
Una noche, después de una sesión particularmente dolorosa de quimioterapia, ella apareció en la habitación sin decir nada, solo me miró y me acarició el cabello, como si fuera un niño.
—¿Te sientes muy mal, verdad? —preguntó en un susurro.
Asentí. No tenía fuerzas para hablar. El dolor y la fatiga se mezclaban en mi cuerpo, dejándome completamente agotado.
—Sé que esto es difícil, Aliert, pero eres uno de los pacientes más fuertes que he conocido. Todos aquí pensamos lo mismo. —Sus palabras eran como un bálsamo, y aunque sabía que intentaba darme ánimo, sentía que realmente creía en lo que decía.
—Gracias, Mielle. No sé si soy fuerte, pero trato de no derrumbarme… por mi familia, por Daniel, por ti. —Suspiré, cerrando los ojos—. A veces, quisiera dejar de luchar… pero cuando los veo a todos, siento que no puedo rendirme.
Ella me tomó la mano y la apretó suavemente.
—Aliert, no estás solo en esto. Todos estamos aquí contigo, apoyándote en cada paso, ¿de acuerdo? No tienes que cargar con todo solo.
Su voz era suave y calmada, y en ese momento, sentí que tenía a alguien en quien confiar. Mielle no era solo una enfermera; era una amiga, una persona que entendía mi dolor de una manera única y compasiva.
Cuando el hospital se sumía en un silencio abrumador, me encontraba solo con mis pensamientos. No podía evitar pensar en cómo había cambiado todo en tan poco tiempo. Mis amigos, mi familia, mi vida cotidiana… todo parecía parte de un recuerdo lejano, algo que ya no me pertenecía. Sin embargo, me di cuenta de que había encontrado algo nuevo en este lugar: conexiones, personas que, de una manera u otra, me habían hecho sentir acompañado.
Chris, con su nerviosismo y su risa contagiosa, me mostraba que todavía podía encontrar alegría en los pequeños momentos. Mielle, con su bondad, me recordaba que no estaba solo, que había personas que se preocupaban por mí. Y Daniel… Daniel era la constante que me mantenía unido al mundo exterior, mi ancla en medio de la tormenta.
En algún momento, me di cuenta de que, aunque me sentía alejado de mi vida anterior, había algo dentro de mí que todavía se aferraba a estos vínculos nuevos. Tal vez no sería la vida que esperaba, pero era una vida que todavía podía sentir, una vida que, aunque dolorosa, aún valía la pena ser vivida.
Los días en el hospital se volvían cada vez más difíciles, y las visitas de Daniel eran el único momento en que me sentía como el Aliert de antes. No me trataba como “el chico enfermo” ni caminaba con cuidado a mi alrededor, como si fuera a romperme. Llegaba sin previo aviso, a veces con una broma, otras con una bolsa de comida que sabía que apenas podía comer, pero que traía solo para recordarme que aún compartíamos algo más allá de este hospital.
Una tarde, mientras él estaba sentado en la silla junto a mi cama, noté cómo su mirada vagaba por mi rostro, por las sombras bajo mis ojos, y por las marcas que el tratamiento estaba dejando en mí.
—¿Qué pasa? —le pregunté, tratando de sonar despreocupado.
Daniel tardó un segundo en responder. Desvió la mirada y luego me miró directamente a los ojos, con una intensidad que nunca antes había visto.
—A veces, solo… solo pienso en todo lo que está pasando y… me cuesta aceptar que estés aquí, Aliert. No entiendo cómo la vida puede ser tan injusta.
Sentí un nudo en la garganta al escucharlo. Daniel había sido mi soporte en silencio, desde que lo conozco siempre fué fuerte, pero ahora lo veía vulnerable, y eso me partía en mil pedazos.
—Yo tampoco lo entiendo, Dani. —Mi voz era suave, apenas un susurro—. Pero no quiero que te enfoques en lo que podría pasar. Prefiero que estés aquí, conmigo, en lo que tenemos ahora. —Intenté sonreírle, aunque mis labios temblaban.
Daniel me miró fijamente, y por un instante, pareció que estaba a punto de decir algo más profundo, algo que ninguno de los dos había puesto en palabras. Pero en lugar de eso, me apretó la mano con firmeza, como si con ese gesto pudiera evitar que la enfermedad me alejara de él.
Durante las noches interminables y los días llenos de tratamientos y dolores, solía reflexionar sobre mi vida. Recordaba la sensación de correr sin rumbo, de reír sin motivo, de tener el mundo entero a mis pies. Pero ahora, todo eso parecía parte de un sueño lejano, como si hubiera sido alguien más el que vivió esos momentos. Yo era un extraño en mi propio cuerpo, y mi vida anterior parecía una ilusión que había dejado atrás.
Daniel, Chris, Mielle y mis....padres y hermana… cada uno de ellos era un ancla en este mar de incertidumbre. Sin ellos, probablemente ya habría dejado de luchar. Pero, a pesar de todo el dolor, a pesar de cada lágrima derramada en silencio, había algo dentro de mí que aún se aferraba a la vida. Quizás porque sentía que aún no era el momento de dejar ir, de soltar completamente la esperanza.
Un día, Daniel llegó al hospital con una expresión seria. No traía su habitual sonrisa ni la energía que me alegraba cada vez que entraba en la habitación. Se sentó en silencio junto a mí, como si estuviera buscando las palabras adecuadas.
—¿Sabes, Aliert? Estuve pensando… en todo esto, en nosotros, en lo que significa para mí que estés aquí. —Dudó un momento y me miró directamente—. No sabía lo importante que eras hasta que pensé en la posibilidad de perderte.
Su confesión me tomó por sorpresa, y sentí una mezcla de gratitud y tristeza.
—Daniel… no quiero que pienses en eso. Quiero que recuerdes que aún estoy aquí. No soy solo una sombra, ¿sabes? —Mi voz temblaba, pero traté de mantener la calma.
Daniel me tomó la mano, un gesto que me sorprendió por su intensidad. Durante unos segundos, nos miramos sin decir nada, como si el mundo alrededor se hubiera desvanecido.
—Aliert, no quiero que pienses que estoy aquí por lástima o por deber. Estoy aquí porque tú eres importante para mí. Más de lo que te imaginas. —Su voz era un susurro, casi una confesión.
Quise responder, decirle cuánto significaba él para mí, pero las palabras se quedaban atascadas en mi garganta. En su lugar, simplemente lo miré, dejándole ver todo lo que no podía decir. No había necesidad de más palabras; sabíamos que esta conexión era algo más profundo, algo que ninguno de los dos había buscado, pero que ambos necesitábamos. En silencio paso rápidamente la tarde, solo pudimos decir unas pocas palabras hasta que llegó el momento en el que Daniel se tuvo que ir a casa.
Miré alrededor de la habitación, el lugar que ahora era mi hogar temporal. Las visitas de mis padres, de Daniel, de Mielle y de Chris eran los únicos momentos en los que sentía que el tiempo avanzaba. Sabía que esta enfermedad me había quitado muchas cosas, pero también me había dado conexiones que jamás habría imaginado. Gente que, en su manera única, me recordaba que no estaba solo. Estaba perdiendo una parte de mi vida, sí, pero también estaba encontrando algo nuevo. Y, aunque doliera, aunque cada día fuera una batalla, esa nueva vida, con todas sus sombras y luces, era algo que aún estaba dispuesto a vivir.