En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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El libro rojo
Llegó la hora de la cena. Varias criadas entraron en la habitación para arreglarla, peinaron su largo cabello, pintaron sus labios de color rojizo, colocaron en su cuello un hermoso collar de oro y brazaletes en sus pequeñas muñecas, y un vestido hermoso y elegante de color gris. Al terminar de vestirla, la guiaron al comedor principal. Al entrar, se encontraban varias personas reunidas en la mesa, todas muy elegantes. Ancipiti, confundida, dio sus saludos y se acercó a Robert.
—¿Quiénes son todos ellos? —susurró.
—Conocidos, querían conocer oficialmente a la sobrina y única heredera de tu tío —dijo mientras le extendía la silla.
—¿Tío? —respondió como si no supiera quién era.
—Tranquila, te contaré más tarde —dijo mientras le daba una palmadita en la cabeza.
—Bien —le dio una sonrisa.
La cena se extendió por un tiempo. Ancipiti se estaba comenzando a incomodar. Por un par de minutos siguió la conversación hasta que todos se levantaron y se retiraron.
Ancipiti aprovechó el momento para acercarse a Robert nuevamente.
—¿Podemos hablar? —Sujetó su camisa y lo miró con unos ojos que mostraban una gran curiosidad, como poder negarse a eso.
—Por supuesto, en un momento. Mientras tanto, espérame en mi habitación.
Robert acompañó a sus invitados hasta la puerta y regresó con Ancipiti. Mientras esperaba, ella se había puesto algo más cómoda. Él la vio, tragó saliva y se sentó junto a ella.
—Veo que te fuiste a poner el pijama —la miró de arriba abajo.
Llevaba puesto un pijama blanco.
—Sí, quería estar cómoda.
—Así veo. -dijo murmurando —Bueno, ¿de qué querías hablar? —dijo mientras se desataba la corbata.
—Quería saber de mi tío.
—Ah, bueno, él era alguien muy trabajador, manejaba algunas empresas, te quería mucho, hasta que sufrió de una enfermedad y falleció tiempo después de que te comenzara a cuidar.
Mentira tras mentira, cada una de sus palabras era una mentira. Ancipiti, al escuchar esto, apretó el puño e intentó no mostrar ninguna señal de odio hacia él.
—¿En serio? Quisiera recordarlo. ¿Cómo lo conociste?
—Lo conocí por ti, nos vimos y nos enamoramos. Yo manejo una empresa y nos entendimos muy bien en el momento que me lo presentaste.
—¿Yo los presenté? Interesante —dijo mientras sus ojos se comenzaban a cerrar por el cansancio.
Ancipiti apoyó su cabeza en su hombro y se quedó dormida. Robert se puso nervioso, la levantó con cuidado y la llevó a la cama para que durmiera tranquilamente, mientras él se fue a otra habitación a dormir.
—Te pareces mucho a ella -Dijo mientras le quitaba el cabello de su cara y le daba un beso en la frente.
Al salir el sol, Ancipiti despertó, dándose cuenta de que se había quedado en la habitación de Robert, pero él no se encontraba ahí. Se levantó rápidamente, se dirigió a su habitación, se cambió y fue a comer algo para después disculparse con Robert. Al entrar al comedor, lo encontró desayunando.
—Veo que ya has despertado, ven, siéntate para que desayunes —dio una señal a los trabajadores para que trajeran más comida.
—Está bien —se acercó y tomó asiento.
—¿Cómo dormiste?
—Bien, pero tú no estabas ahí. ¿Por qué? —al hacer esa pregunta, casi se le revuelve el estómago.
—¿Por qué? Supuse que te ibas a incomodar dormiamía contigo.
—Eso no hubiera pasado, total estamos por casarnos, ¿no es así? —Sí, así es.
Robert siguió comiendo mientras le daba pequeños vistazos. Ella se veía feliz con los dulces que se encontraban en la mesa, lo que le recordaba una buena etapa de su vida y le hacía olvidar las horribles cosas que había vivido. Mientras daba bocados, tenía una sonrisa que daba escalofríos; la combinación de sus ojos azules oscuros y su expresión transmitía una sensación de peligro.
Al terminar de desayunar, tomaron caminos separados. Ella se fue al jardín a dar un paseo, mientras él fue a su oficina a trabajar. La ventana de su oficina daba al jardín, y de vez en cuando él regresaba a ver y ella lo saludaba con una sonrisa serena mientras seguía caminando.
Ella comenzó a ser más atenta con él, se acercaba sin titubear, e incluso comenzaron a dormir en la misma habitación. Robert no sentía que ella fuera a recordar algo; se comportaba como una verdadera esposa, llevándole té y café para que se relajara después de un día duro de trabajo.
Un día mientras él trabajaba y ella leía un libro en uno de los sillones de su oficina, tocaron la puerta y entró un trabajador que comunicaba lo que pasaba en el lugar.
—Jefe… —Al ver a Ancipiti, se quedó callado y miró a Robert para saber qué hacer.
Ella alzó la mirada, pero no prestó más atención y siguió con su libro.
—Sigue, no te preocupes.
—Bien… Bueno, algunas de las señoritas de la casa han estado desapareciendo, no se ha encontrado ningún rastro de ellas.
—Tal vez huyeron de aquí. Deja de buscarlas y no traigas información que no sea relevante —dijo Robert, dando una señal para que se retirara.
—¿De qué señoritas estaba hablando? —preguntó Ancipiti sin apartar la mirada del libro.
—De ninguna —respondió Robert, sintiendo un sudor frío recorrer su cuerpo.
—Bueno, no es de mi incumbencia de todas formas. - Cerro su libro y salió de la oficina.
Robert dio un suspiro, mirando el libro que ella había dejado. Tenía un estampado rojo con letras doradas que llamaban la atención, pero decidió no prestarle más atención y siguió trabajando. La tarde transcurrió lentamente, con el sonido del reloj de pared marcando cada segundo en un silencio casi sepulcral. La sensación de ser observado no lo abandonaba, y de vez en cuando, levantaba la vista para asegurarse de que estaba solo.
Al caer la noche, se acostaron a dormir. La casa estaba sumida en una oscuridad inquietante, y el viento afuera hacía que las ramas de los árboles golpearan las ventanas, creando sombras danzantes en las paredes. Ancipiti, a la mitad de la noche, comenzó a escuchar unos pasos y sintió una brisa fría recorrer su cuerpo. Al abrir los ojos, se encontró en una habitación desconocida, iluminada por una pequeña luz que titilaba intermitentemente. En el fondo, algo se movía y se escuchaban quejidos, como si alguien estuviera sufriendo.