La historia de esta mujer es un viaje de autodescubrimiento y valentía en un mundo donde el estatus de género dicta el valor de una persona. Nacida en el seno de una familia noble en Roma, ella desafía las expectativas de su género desde una edad temprana. Despreciando la idea de ser tratada como una simple "vaca para preñar", busca igualdad y reconocimiento por su mente y habilidades, en lugar de simplemente por su género.
Sin embargo, la vida no es fácil para ella ni para su familia. Cuando una guerra obliga a su familia a huir de Roma, se encuentran enfrentando la discriminación y el escrutinio de aquellos que los rodean. La gente no puede entender por qué esta mujer es educada como un hombre y posee habilidades de curación que parecen provenir de los dioses de la salud y la curación de la antigua mitología griega. Sus dones se convierten en una bendición y una maldición, ya que la gente la ve con sospecha y temor, cuestionando si es una bruja o está involucrada en prácticas oscuras.
A pesar de todos los obstáculos, ella no se rinde. Se casa con un senador para protegerse y encontrar un lugar seguro en un mundo peligroso e incierto. Juntos, viajan por varias ciudades, escapando de la furia de un emperador vengativo que busca venganza por la muerte de su padre a manos de traidores. En su viaje, enfrentan desafíos constantes y peligros inesperados, pero su determinación y amor mutuo los mantienen fuertes.
Esta es una historia de resistencia, amor y perseverancia en tiempos de adversidad. Es un recordatorio de que, incluso en un mundo donde el género y el estatus social dictan las reglas, el coraje y la pasión pueden trascender todas las barreras. La protagonista demuestra que el verdadero poder reside en el corazón y la mente, no en el género o el estatus social, y que el amor y la esperanza pueden guiar incluso en los momentos más oscuros de la historia.
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Capitulo 5
Encuentros y Revelaciones**
En un rincón poco frecuentado del vasto jardín del palacio, Aurelia caminaba lentamente, perdida en sus pensamientos sobre los extraños giros que había tomado su vida. Desde la oscuridad de la esclavitud hasta los opulentos pasillos del poder, su destino parecía juguetear caprichosamente con ella. Pero su reflexión fue interrumpida por la inesperada presencia del emperador, quien apareció de entre las sombras de los altos cipreses.
"Disculpe mi intromisión," comenzó el emperador, con una leve inclinación de cabeza. "Pero parece que ambos buscamos refugio en la serenidad de estos jardines."
Aurelia, sorprendida pero compuesta, respondió con un tono ligeramente burlón, "¿Acaso los emperadores no tienen jardines más grandiosos donde reflexionar? O ¿es este un humilde intento de mezclarse con el común de los mortales?"
El emperador sonrió ante la réplica. "Creo que incluso un emperador puede apreciar una conversación honesta, lejos de las intrigas de la corte. Además, me han dicho que usted es bastante experta en el arte de la palabra sincera."
"Mis palabras son mi única posesión, Majestad. No tengo coronas que ofrecer, solo verdades," dijo Aurelia, no sin cierto desafío en su tono.
El aire se cargó de una tensión palpable, mezclada con una curiosidad mutua que ninguno de los dos podía negar. Decididos a aprovechar la oportunidad, ambos se sentaron en un banco de piedra, bajo la sombra de un viejo roble.
"Dicen que has superado cada tarea que la emperatriz te ha asignado con una gracia y eficacia que ha sorprendido a muchos en la corte," comentó el emperador, observando su reacción.
Aurelia asintió, su expresión suavizándose un poco. "Una no llega de la esclavitud a la corte sin aprender a adaptarse y superar. Pero, ¿es eso sorpresa o preocupación lo que escucho en su voz, Majestad?"
"Admiración, sin duda," aseguró él, sus ojos no disimulando su sincero respeto. "Y quizás una pizca de preocupación. No todos en el palacio ven el ascenso de una estrella con buenos ojos."
La conversación se desvió entonces hacia los peligros de la vida en la corte, los enemigos ocultos entre sonrisas encantadoras y falsas alabanzas. Aurelia escuchaba atentamente, cada tanto intercalando su propio entendimiento de la naturaleza humana, moldeado por sus únicas experiencias.
Pero fue entonces cuando el emperador, con una mirada más intensa, dejó caer la verdadera razón de su encuentro. "Aurelia, he observado no solo tu inteligencia y habilidad, sino también tu efecto en las personas a tu alrededor, incluyéndome a mí. He comenzado a cuestionar... ¿qué lugar ocupas realmente en este gran diseño que es nuestro imperio?"
La directa pregunta dejó a Aurelia brevemente sin palabras, un raro momento de vulnerabilidad en su usualmente impenetrable armadura.
"Supongo que el diseño aún se está dibujando, y ni siquiera yo conozco todas sus líneas," respondió finalmente, con una mezcla de cautela y sinceridad.
El emperador asintió, su mirada penetrante suavizándose. "Eso me temo... y espero a la vez. Tal vez juntos podríamos dibujar un camino más justo."
A medida que la conversación se desvanecía con la llegada del crepúsculo, ambos permanecían sentados, ahora menos como emperador y subdita, y más como dos almas buscando claridad en un mundo de sombras y luz. La sorpresa de esta conexión inesperada entre ellos añadió un matiz de suspenso sobre cómo se desarrollarían sus próximos encuentros en los intrincados y a menudo peligrosos pasillos del poder.
** Juegos de Sombras en el Palacio Imperial**
Aurelia se deslizaba con elegancia entre los intrincados pasillos del palacio, una figura de gracia y diligencia que contrastaba fuertemente con las relucientes sombras de conspiración y ocio que a menudo llenaban esos espacios. El castillo del emperador, una maravilla de la arquitectura romana, rebosaba de actividad y murmullos, especialmente cerca de los aposentos de la emperatriz.
Los aposentos de la emperatriz eran una obra de arte en sí mismos, decorados con lujosos tapices que narraban batallas y conquistas, techos altos pintados con escenas del Olimpo, y suelos de mármol incrustados con mosaicos coloridos que reflejaban la luz de las lámparas de aceite. Cada pieza de mobiliario era exquisita, desde la amplia cama adornada con sedas hasta los divanes repujados en oro donde la emperatriz recibía a sus más íntimos confabuladores.
En los salones, las damas de la corte, vestidas con togas de los tejidos más finos, se congregaban para intercambiar noticias, algunas verdaderas y muchas otras fabricadas por la imaginación fértil de mentes ociosas. Sin embargo, Aurelia se mantenía al margen de estos círculos de chismes. Su presencia era casi fantasmal, observando y escuchando, pero nunca participando en las tramas tejidas en susurros.
A pesar de su distanciamiento, su competencia y seriedad la hacían resaltar, tanto que al finalizar sus deberes, la propia emperatriz a menudo le dirigía un gesto de aprobación. "Excelente trabajo, Aurelia. Puedes retirarte," le decía, reconociendo su eficacia y discreción.
Con la venia de la emperatriz, Aurelia se dirigía a los jardines para tomar aire fresco y desde allí hacia el hospital del palacio, donde los enfermos y heridos eran tratados. Caminaba por los corredores resonantes del hospital, sus pasos llenos de propósito y compasión. Allí, su verdadera pasión se revelaba: cuidar a aquellos que sufrían. Bajo su supervisión, los enfermos recibían tratamientos y cuidados, muchos de los cuales eran administrados por las propias manos de Aurelia, que se movían con la precisión y suavidad de una curandera experta.
"Ella envía sus saludos y su preocupación por su bienestar," explicaba Aurelia a los pacientes, refiriéndose a la emperatriz. Aunque sabía que su mención de la emperatriz era más una formalidad, sus cuidados eran genuinos y apreciados. Los enfermos la miraban con una mezcla de agradecimiento y admiración, reconociendo en ella una figura de autoridad y compasión en ese microcosmo de sufrimiento.
Aurelia regresaba al palacio al caer la tarde, con el corazón un poco más pesado por las penas que había aliviado, pero también más firme en su propósito. En su camino de vuelta, pasaba por los mismos salones donde las damas seguían murmurando y riendo, ahora bajo la luz de las antorchas que parpadeaban contra la creciente oscuridad.
Ella no era una de ellas, no compartía su gusto por los rumores ni su placer en las trivialidades. Aurelia era algo distinto, un espíritu libre atrapado en la intriga de un imperio, dedicada no solo a servir a los poderosos, sino también a cuidar a los olvidados. Su silenciosa resistencia a la política palaciega y su dedicación a causas mayores hablaban de un carácter que, aunque forjado en la adversidad, brillaba con una luz propia, deslumbrante y pura en el corazón del imperio romano.
** Los Susurros de la Curandera**
En el hospital del palacio, los pasillos se llenaban con el eco de los pasos de Aurelia, que avanzaba de cama en cama con una bandeja llena de medicinas y ungüentos. Su figura se había vuelto familiar para los pacientes, que la esperaban con una mezcla de respeto y esperanza. Aunque el olor a enfermedad y medicina impregnaba el aire, la presencia de Aurelia traía un suspiro de alivio a la estancia.
Aurelia se acercaba a cada lecho con una sonrisa suave, extendiendo no solo sus conocimientos médicos, sino también un espíritu de compasión que a menudo faltaba en los confines estériles del hospital. "Buen día, Marco," saludaba a un soldado joven con una pierna gravemente herida. "Veo que hoy tienes mejor color. ¿Cómo soportas el dolor esta mañana?"
Marco, cuyo rostro se había endurecido por semanas de sufrimiento, intentaba sonreír. "Sólo si prometes no agregarme más de esas pócimas que saben a los pies de un centurión muerto," replicaba, su tono burlón ocultando mal su gratitud.
"Preferirías entonces el sabor de la victoria, ¿supongo?" contestaba Aurelia con una chispa en los ojos, mientras aplicaba cuidadosamente una nueva venda empapada en una solución curativa. "No te preocupes, hoy he mezclado algo especial para ti, prometo que sabe solo a medio centurión."
La risa que esto provocaba en los alrededores suavizaba el ambiente del hospital, donde cada pequeño momento de alegría se atesoraba como un raro tesoro.
A medida que avanzaba el día, Aurelia se enfrentaba a casos más graves. Un anciano, Lucio, yacía en su cama con una respiración trabajosa y una fiebre que no cedía. La enfermedad había tomado gran parte de su vigor, dejándolo apenas un susurro de lo que una vez fue. Al acercarse, Aurelia tomaba su mano fría y le ofrecía palabras de consuelo que iban más allá del cuerpo.
"Lucio, hoy te he traído un elixir de la fortaleza de Hércules. Si esto no te pone de pie, quizás necesitemos invocar al propio dios," decía Aurelia con un tono suave, intentando arrancar una sonrisa del hombre enfermo.
"Querida, si Hércules es tan fuerte como tu espíritu, estoy salvado," susurraba Lucio, sus palabras apenas audibles entre la maraña de toses.
Algunos de los enfermos no tenían la misma suerte en su recuperación. En una cama apartada, un joven llamado Tito luchaba contra una infección que se había esparcido
En un rincón tranquilo del hospital, Aurelia se acercó a la cama de una joven llamada Flavia, quien se recuperaba lentamente de una fiebre severa. A su lado, un médico veterano observaba con interés cómo Aurelia manejaba las hierbas y los ungüentos.
"Veamos, Flavia, hoy te he traído una mezcla que haría que un apotecario bizantino se ponga verde de envidia," comenzó Aurelia, preparando una compresa para la frente de la joven.
Flavia, con una sonrisa débil pero genuina, contestó: "¿Es tan potente que podría levantar a los muertos o simplemente hará que desee estarlo después de probarlo?"
Aurelia rió, agradeciendo la ligereza de la joven en medio de la gravedad del hospital. "Bueno, vamos a apuntar por algo en medio. Si te levantas bailando, sabré que me he pasado."
El médico, un hombre de mediana edad con una barba cuidadosamente recortada, se acercó, su curiosidad picada por la mezcla de hierbas. "¿Y esa mezcla es tradicional o es una invención tuya, Aurelia? Nunca dejas de sorprender con tus remedios."
"Un poco de ambos, doctor. He aprendido que a veces la tradición necesita un pequeño empujón de la innovación para adaptarse a los tiempos modernos," explicó Aurelia, mientras aplicaba cuidadosamente la compresa sobre la frente de Flavia.
Flavia, aprovechando el momento, añadió con una sonrisa: "Si esto funciona, Aurelia, prometo dedicar mi recuperación a tus habilidades mágicas, aunque espero que no me pidas que baile de verdad. Mis pies son tan torpes como los de un elefante romano."
El doctor soltó una carcajada, impresionado tanto por la habilidad de Aurelia como por su capacidad de mantener el ánimo alto en el hospital. "Bueno, si Aurelia empieza a hacer que los mejor posible
En el fresco y silencioso rincón de maternidad, Aurelia se dedicaba a observar con atención los delicados cuidados que recibían los recién nacidos y sus madres. Su concentración era tal que casi podía olvidar los murmullos y las miradas curiosas que a menudo la seguían. Pero aquel día, una presencia inconfundible alteraba el aire del hospital: el emperador había decidido hacer una visita inesperada.
Aurelia sentía cómo la piel se le erizaba, un presagio de la cercanía del emperador, cuya sola presencia parecía cambiar la atmósfera del lugar. Intentó concentrarse en los niños, en sus pequeños rostros y en las madres que los acunaban, pero su mente divagaba, consciente de cada paso que él daba en su dirección.
Justo cuando el emperador entró al salón de maternidad, Aurelia se obligó a adoptar la postura de una estatua, inmóvil, sus ojos fijos en los pacientes frente a ella, aunque su atención estaba dividida. Desde el rabillo del ojo, podía ver al emperador acercándose, su figura alta y autoritaria moviéndose con una gracia que contradecía la fuerza que emanaba.
"Me han dicho que tenemos nuevos ciudadanos en el imperio," comentó el emperador con una voz resonante que llenaba el espacio. "Y veo que están en las mejores manos."
Aurelia giró suavemente, enfrentándolo con una calma forzada. "Sí, Majestad. El futuro del imperio está creciendo fuerte y sano bajo nuestra cuidadosa vigilancia."
El emperador asintió, observando a los niños con un destello de algo suave en su mirada usualmente severa. "Y tú, ¿cómo te encuentras en este nuevo rol? ¿Es satisfactorio para ti?"
La pregunta, aunque esperada, la hizo pausar. Con un suspiro casi imperceptible, Aurelia encontró sus palabras. "Es un honor contribuir al bienestar del imperio de cualquier manera que se requiera, Majestad. Ver la vida comenzar con tanta promesa frente a mis ojos es una recompensa en sí misma."
El emperador la observó con intensidad, como si tratara de leer más allá de sus palabras cuidadosamente medidas. "Eso es admirable, Aurelia. Es refrescante encontrar dedicación genuina en tiempos tan... complejos."
El aire entre ellos chispeaba con un reconocimiento no dicho de la complejidad de sus vidas entrelazadas en el corazón del poder imperial. Aurelia se mantuvo firme, aunque dentro de ella, una mezcla de emociones amenazaba con desbordar la compostura que mostraba al mundo.
Sin embargo, la conversación fue interrumpida cuando una enfermera se acercó apresuradamente, un pequeño llanto emergiendo de sus brazos. "Perdón por interrumpir, Majestad, pero parece que este pequeño necesita atención."
El emperador se hizo a un lado, su mirada aún fija en Aurelia por un momento antes de desviarla hacia el niño en brazos de la enfermera. "Continúa con tu excelente trabajo, Aurelia. El imperio y yo estamos en deuda contigo."
Con una reverencia respetuosa, Aurelia observó cómo el emperador se alejaba, permitiéndose un suspiro de alivio solo cuando estaba segura de que él no podía verla. Volvió su atención a los pacientes, su corazón aún latiendo con la sorpresa de esa sonrisa inesperada que había cruzado su rostro momentos antes.