Una heredera perfecta es obligada a casarse con un hombre rudo y desinteresado para satisfacer la ambición de sus padres, solo para descubrir que detrás de su fachada de patán se esconde el único hombre capaz de ver su verdadero yo, y de robarle el corazón contra todo pronóstico.
Damián Vargas hará todo lo posible por romper las cadenas del chantaje y liberarse de su compromiso forzado. El único problema es que ahora que la tiene cerca, no soporta la idea de soltarla.
Valeria Montenegro es la hija ejemplar: elegante, ambiciosa y perfectamente educada. Para ella, casarse con un Vargas significa acceder a un círculo de poder al que ni siquiera su familia puede aspirar alcanzar el estatus . Damián dista mucho de ser el hombre que soñó para su vida, pero el deber familiar pesa más que cualquier anhelo personal. Desear su contacto nunca formó parte del plan… y mucho menos enamorarse de su futuro esposo.
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Capitulo :5 Damian
—El placer es mío, Valeria —le dije, sosteniendo su mano un segundo más de lo necesario.
Su piel era tan suave como el terciopelo, pero en sus ojos había un fuego que ningún vestido de tweed podía ocultar. Mientras mis dedos se entrelazaban con los suyos, sentí un ligero temblor recorrer su brazo. No era miedo, sino una rabia contenida. La reconocí al instante, era la misma que había consumido mi alma durante quince años.
—Espero que la cena compense las molestias de esta reunión tan… improvisada —añadí, soltando su mano con una lentitud deliberada.
Cada movimiento era un cálculo. Cada palabra, un movimiento de ajedrez. Mientras los Montenegro me observaban como el trofeo que siempre habían querido, yo ya estaba trazando mentalmente el plano de su mansión. El estudio de Armando estaría en el ala este, seguramente con vista a los jardines. Allí estarían los archivos, las claves, las pruebas que necesitaba para demostrar que no fue un accidente.
—Por supuesto —respondió Armando, poniendo una mano en mi hombro con una falsa camaradería—. Elena se ha superado a usted misma con el menú.
Mientras caminábamos hacia el comedor, sentí la mirada de Valeria quemándome la nuca. Ella no lo sabía, pero esa noche sería la primera de muchas incursiones en su santuario familiar. Mientras su madre hablaba sin parar sobre los vinos y su padre desplegaba su colección de anécdotas pretenciosas, yo contaba las puertas, memorizaba los pasillos, buscaba puntos ciegos donde las cámaras no llegaran.
—¿Y cómo encuentra Nueva York después de tanto tiempo en Milán? —preguntó Elena, interrumpiendo mis cálculos mentales.
—Nueva York siempre fue un tablero de juego —respondí, mirando directamente a Valeria—. Solo que ahora las piezas son más… interesantes.
Ella sostuvo mi mirada, desafiante. Dios, esa mujer era magnífica en su resistencia. Mientras su familia me veía como un billete ganador, ella me analizaba como a un ser indeseado y peligroso.
La cena se desarrolló entre platos de porcelana y charlas superficiales. Pero, si mirabas más de cerca, cada momento era una coreografía de intenciones ocultas:
Cuando Armando sirvió el vino, vi el reloj de bolsillo que sacó para mirar la hora. Era demasiado antiguo, demasiado valioso para ser solo un adorno. Me recordó al que mi padre llevaba el día que falleció.
Mientras Elena hablaba de su última adquisición artística, mis ojos se pasearon por los marcos de los cuadros. Uno, un paisaje toscano del siglo XVIII, estaba un poco descentrado. Demasiado perfecto para ser un descuido.
**Y Valeria…** Valeria era un enigma que deseaba desentrañar con mis manos y mis labios. Cada vez que llevaba la copa a su boca\, me preguntaba cómo sería tocar su piel. Cuando sus piernas se rozaron con las mías bajo la mesa\, sentí una chispa que no tenía nada que ver con mi misión.
**—Perdónenme —dije cuando sirvieron el postre—. La diferencia horaria me está afectando. ¿Podría usar su estudio para una llamada urgente? **
Armando casi se atragantó con su champagne. **—Claro. Al final del pasillo a la derecha. **
El estudio olía a cuero viejo y poder. Al cerrar la puerta, respiré hondo. Aquí estaba. El corazón del imperio Montenegro. Mientras encendía mi teléfono para la farsa de la llamada, mis ojos escanearon cada detalle:
- **El escritorio de caoba:** Demasiado imponente para ser solo decorativo. Los cajones tenían sistemas de seguridad.
- **La biblioteca:** Los lomos de los libros estaban impecables\, excepto por tres volúmenes sobre arte bizantino que sobresalían un poco.
- **El cuadro:** El mismo paisaje toscano del comedor\, pero aquí estaba perfectamente alineado.
Me acerqué a la biblioteca, haciendo como si estuviera revisando los títulos. Mis dedos se deslizaron por el lomo del libro del medio. Sentí una ligera resistencia. Presioné.
Un clic casi inaudible.
El cuadro se movió unos centímetros, revelando una caja fuerte digital.
Al revisar, encontré una caja de habanos. Tomé uno; no solía fumar cigarrillos, pero de vez en cuando disfrutaba de un buen habano.
El humo del habano se elevaba en espirales grises en el aire tranquilo del estudio de Armando Montenegro. Mientras la ceniza se acumulaba lentamente, mis ojos recorrían cada rincón de la habitación.
Había dejado a Thomas buscando las copias digitales de las pruebas que conectaban a mi hermano Matteo con el tráfico de antigüedades, pero sabía que Armando, con su astucia de zorro, tendría respaldos físicos.
Mis dedos se deslizaron por el borde del retrato familiar de los Montenegro en Santorini; reconocería ese archipiélago de islas volcánicas en el mar Egeo, al sureste de Grecia. Todo era demasiado perfecto, como todo en esta casa de mentiras.
—¿Qué estás haciendo?
La voz de Valeria rompió el silencio como un cuchillo afilado. Me giré lentamente, el habano aún entre mis dedos. Su figura, enmarcada en la puerta, parecía una estatua de ira contenida.
—Disfrutando de un momento de paz —respondí, dando otra calada lenta—. Tu padre tiene buen gusto en habanos, lo admito.
—¿En el estudio de mi padre? —preguntó, acercándose a mí con pasos firmes—. ¿Es este tu concepto de ser un invitado educado?
Una sonrisa se dibujó en mis labios cuando el humo se disipó lo suficiente para mostrar el ceño fruncido y los ojos ardientes de Valeria. Por fin, algo de fuego real bajo esa superficie de hielo perfecto.
—Evidentemente —asentí, recostándome en el sillón de cuero de su padre—. ¿O preferirías que fumara en el salón principal, entre las quejas de tu madre sobre los centros de mesa?
Ella cruzó la distancia de un tirón, me arrancó el habano de la mano y lo arrojó a un vaso de agua que descansaba sobre el escritorio. El siseo del tabaco al apagarse fue el único sonido en la habitación durante un largo instante.
—Entiendo que estés acostumbrado a hacer lo que te plazca —dijo, con una voz que vibraba de furia controlada
—, pero colarse en el estudio privado de tu anfitrión es de una grosería insuperable. Regresa al comedor. Tu plato se está enfriando.
—Ese es mi problema, no el tuyo —respondí, disfrutando visiblemente de su indignación—.
¿Por qué no te quedas? Te prometo que será más interesante que escuchar a tu madre debatir entre lirios y orquídeas.
—A juzgar por nuestra interacción hasta ahora, permíteme que lo dude —espetó, clavándome una mirada asesina.
La observé mientras respiraba hondo, conteniendo aparentemente una explosión. Finalmente, habló de nuevo, con un tono más calmado pero cargado de sospecha:
—No entiendo por qué aceptaste esto. Es obvio que este... arreglo te repugna. No necesitas nuestro dinero ni nuestras conexiones. Podrías estar con cualquier mujer que desearas.
—¿En serio? —pregunté, alargando las palabras deliberadamente mientras me levantaba—. ¿Y si te dijera que eres exactamente la mujer que quiero?
Valeria apretó los puños, pero no retrocedió cuando crucé la habitación hasta quedar a solo centímetros de ella.
—No es verdad —susurró, aunque una vena en su cuello palpitaba con fuerza delatadora.
—Deberías valorarte más —musité, observando cómo su pecho se elevaba con respiraciones entrecortadas.
Mi pulgar se alzó y rozó su labio inferior, un contacto eléctrico que rompió la quietud de la habitación. Su respiración se detuvo, pero no se movió. Esos labios, tan distintos a la rigidez controlada del resto de su ser, eran una tentación peligrosa.
—Eres una mujer deslumbrante —dije con una indolencia estudiada—. Quizás te vi en algún evento y quedé tan fascinado que corrí a pedirle tu mano a tu padre.
—Algo me dice que no fue así —respondió, y su aliento cálido acarició mi piel—. ¿Qué acuerdo hiciste con mi padre?
El hechizo se rompió. Dejé caer la mano, maldiciendo en silencio. El recuerdo de su piel suave aún me quemaba.
—Deberías preguntarle a tu padre —respondí, con una sonrisa fría y sin humor—. Los detalles no importan. Lo único que necesitas saber es que, si tuviera otra opción, te juro que no me casaría contigo. Pero los negocios son los negocios, y tú... —me encogí de hombros con desdén— no eres más que una transacción.
Valeria no sabía nada del chantaje. Nada de Matteo. Nada de que su padre tenía a mi hermano secuestrado como moneda de cambio. Armando me había advertido que no le contara, y aunque no tenía intención de hacerlo, una parte de mí se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que Valeria empezara a conectar las piezas.
—Eres un cabrón —escupió, con los ojos brillando de rabia.
—Sí, lo soy —asentí, alisándome la chaqueta con un gesto pulcro—. Y más te vale acostumbrarte, mi querida Valeria, porque también soy tu futuro marido. Ahora, si me disculpas —dije, pasando a su lado y disfrutando de su indignación—, debo regresar al comedor. Como dijiste, mi comida se enfría.
Al salir del estudio, una certeza se arraigó en mí: un día, todo esto terminaría. El compromiso se rompería, Armando pagaría por sus crímenes, y Matteo estaría a salvo.
Pero hasta entonces, tenía que seguirle el juego a Armando Montenegro. Su ultimátum había sido tan claro