«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
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Triángulos Amorosos
Don Pepe, decidido a investigar más de cerca, se levantó de su puesto con la misma gracia que un elefante en una tienda de porcelana. Sus pasos, que pretendían ser sigilosos, resonaban por el pasillo como un desfile militar en miniatura.
—Ejem... buenos días —tosió teatralmente al acercarse a Ernesto y Rosario, tropezando con sus propios pies y agarrándose al pasamanos para no caer.
Rosario rodó los ojos con ese gesto característico de adolescente que ha visto demasiadas payasadas de adultos:
—Don Pepe, ¿no debería estar en su puesto? —preguntó con ese tono mordaz que solo ella podía combinar con una sonrisa inocente.
—Ah, sí... solo estaba... comprobando las... ¡las bombillas! —improvisó, señalando el techo con la convicción de quien acaba de inventar la excusa perfecta.
En ese preciso momento, María José emergía del ascensor con su característico moño perfectamente peinado y una pila de exámenes bajo el brazo. Al ver la escena, su instinto de profesora se activó automáticamente:
—¿Están todos participando en algún tipo de actividad grupal no programada? —preguntó, ajustándose las gafas como si estuviera frente a su clase de primaria.
—Solo charlábamos sobre los estudios de Rosario —explicó Ernesto, sin saber que su comentario inocente sería la chispa que encendería el polvorín de chismes del edificio.
Don Pepe ya estaba sacando su teléfono para enviar un mensaje a María Alejandrina cuando una nota doblada cayó del buzón de Marta. La curiosidad pudo más que su discreción (que ya era escasa de por sí) y se abalanzó sobre el papel como un gato sobre un ovillo de lana.
"Cada mañana, tu sonrisa ilumina el portal más que el sol que se cuela por las ventanas..."
—¡Madre del amor hermoso! —exclamó Don Pepe, olvidando por completo su misión de espionaje anterior.
María José, aplicando sus técnicas de resolución de conflictos escolares, intervino:
—Quizás deberíamos abordar esto como hacemos en clase: sentarnos en círculo y compartir nuestros sentimientos de manera constructiva.
En ese momento, María Cristina apareció en escena, con su habitual elegancia y una sonrisa que ocultaba la soledad de sus tardes en casa:
—¡Tengo una idea mejor! ¿Qué tal una clase de yoga? Podríamos usar el salón comunitario…
María José, se quedó pensando en esa propuesta.
Mientras tanto, en su apartamento, Marta finalmente respondió al mensaje de Arturo:
"Me encantaría... digo, me encantaría reírme del nombre 😊"
Y así, como las piezas de un dominó perfectamente alineadas, los habitantes del edificio se preparaban para caer en una nueva serie de enredos donde las puertas cerradas no siempre lograrían contener los secretos que guardaban.
María Cristina cerró la puerta del 3A tras de sí, dejando que el silencio familiar la envolviera como una manta gastada. El apartamento, decorado con ese gusto exquisito que la caracterizaba, parecía más grande y vacío que nunca. Sus pasos resonaron sobre el parquet mientras se dirigía al baño, donde la esperaba su ritual diario de autoengaño y esperanza.
El espejo la recibió con la misma imagen de siempre: una mujer hermosa de treinta y tres años, con el cabello rubio perfectamente peinado y un vestido que marcaba una figura que muchas envidiaban. Pero sus ojos, esos delatores incansables, contaban una historia diferente. Se acercó más al espejo, estudiando las pequeñas arrugas que comenzaban a formarse en las comisuras de sus labios, testigos silenciosos de sonrisas forzadas y lágrimas contenidas.
Su mano, como atraída por un imán invisible, se posó sobre su vientre. El gesto, repetido tantas veces que ya era casi un tic nervioso, venía acompañado de una oración silenciosa, una súplica al destino que mes tras mes quedaba sin respuesta.
A través de la ventana entreabierta del baño se colaban las risas de Karina y Alejandra, jugando en el patio común. El sonido de sus vocecitas agudas rebotaba en las paredes del apartamento vacío, como burlándose de sus sueños postergados.
—Solo necesito un poco más de tiempo —susurró a su reflejo, mientras sus dedos trazaban círculos sobre la tela del vestido—. Carlos y yo... solo necesitamos intentarlo un poco más.
Del piso de arriba llegaba el eco de música infantil; probablemente María Alejandrina entreteniendo a alguno de los niños del edificio. María Cristina cerró los ojos, permitiéndose imaginar, por un momento, que esos sonidos provenían de su propio salón, que las risas infantiles llevaban su sangre, que las pequeñas pisadas que escuchaba eran las de su propio hijo corriendo por el pasillo.
Abrió el cajón del lavabo, donde guardaba, como un tesoro vergonzoso, las pruebas de ovulación y el calendario meticulosamente marcado con círculos y cruces. Cada mes era una nueva batalla, una nueva oportunidad, una nueva decepción que enfrentaba con una sonrisa educada mientras su corazón se agrietaba un poco más.
El timbre del teléfono la sobresaltó. Era el grupo de WhatsApp del edificio, donde María José proponía la clase de yoga.
"🧘♀️ Sesión de yoga este sábado. Encuentra tu paz interior (y conoce los secretos de tus vecinos) 😉”
María Cristina sonrió, una sonrisa genuina esta vez. Quizás era eso lo que necesitaba: un cambio, una forma de conectar con su cuerpo de manera diferente.
Tecleó rápidamente: "¡Me encanta la idea! ¿Podemos usar el salón comunitario?"
El mensaje de WhatsApp no tardó en circular por el grupo del edificio.
Se miró una última vez en el espejo, pero esta vez no se detuvo en las sombras bajo sus ojos ni en el vacío de su vientre. En su lugar, observó la determinación que brillaba en su mirada, esa chispa de esperanza que se negaba a apagarse.
—Algo está por cambiar —murmuró, y por primera vez en mucho tiempo, realmente lo creía.
El edificio pareció responder a su declaración con un coro de sonidos: la risa de Marta en el pasillo, el taconeo de Elvira bajando las escaleras, la voz de Don Pepe regañando a alguien. Sonidos de vida, de posibilidades, de futuros que aún podían escribirse.
En la caseta de vigilancia, Don Pepe ya fabricaba teorías conspirativas sobre triángulos amorosos y encuentros secretos, mientras María Alejandrina lo observaba desde la ventana de su cocina, negando con la cabeza y sonriendo con esa mezcla de exasperación y cariño que solo treinta años de matrimonio pueden crear.
El edificio, como un viejo confidente, guardaba todos estos secretos entre sus paredes. Los suspiros, las miradas furtivas, las sonrisas cómplices... todo quedaba registrado en su memoria de ladrillo y hormigón, esperando el momento adecuado para que cada verdad saliera a la luz.
Porque en este edificio, hasta las paredes sabían que los secretos, como el amor y el deseo, tienen vida propia.