El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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4. Elian
La sala de espera de la clínica olía a desinfectante barato y miedo rancio. Un olor que se pegaba a la garganta, mezcla de lejía aguada y sudor frío. Las luces fluorescentes parpadeaban como malos presagios sobre mi historial médico abierto en la mesa del doctor Fernández, iluminando cada diagnóstico anterior como cicatrices en papel. Fuera, el chirrido de las ruedas de una camilla y el llanto ahogado de algún omega en otra sala recordaban por qué todos evitábamos este lugar hasta que el dolor nos doblegaba.
El doctor Fernández apartó sus lentes hacia la frente, dejando al descubierto las arrugas profundas que años de ver casos como el mío habían tallado en su rostro. Sus dedos enguantados de látex —tan blancos como mi piel ahora— señalaron los números marcados en rojo.
—Los niveles de hemoglobina están por debajo de lo normal—, dijo, y el eco de su voz rebotó contra las paredes pintadas de un verde pálido, ese color que usan en los hospitales para calmar a los pacientes. La ironía me hizo sonreír. —Anemia severa. Y estos marcadores hepáticos...—
Su voz se convirtió en un zumbido lejano, como un mosquito en una habitación oscura. Mis ojos se fijaron en las manchas violáceas que florecían bajo mi piel, constelaciones de moratones que había aprendido a cubrir con mangas largas incluso en el calor asfixiante del verano.
—Señor Elian, necesitamos hacer más estudios. Hígado, riñones... esto no es normal en un omega de su edad —el médico dejó caer las palabras como piedras en un estanque quieto.
Practiqué la sonrisa que había perfeccionado durante las cenas con los socios de Damien, esa que estiraba los labios pero nunca llegaba a los ojos.
—Estaré bien, doctor. Solo necesito comer mejor —mentí, sabiendo que la mitad de mi comida terminaba en la basura.
El médico entrecerró los ojos.
—¿Su alfa sabe de estos resultados? —preguntó mientras limpiaba los lentes con el pañuelo de su bolsillo—. ¿Dónde se encuentra?
Mis uñas se clavaron en las palmas, siguiendo el mapa de semicicatrices que ya existían allí. Recordé con claridad cinematográfica la última vez que mencioné una cita médica. "No me cuentes tus dramas" había dicho Damien mientras se abrochaba el reloj de oro que le regalé con mis primeros ahorros.
—Está muy ocupado —respondí, observando cómo el médico escribía una receta con letra apresurada. Pastillas para el dolor que no surtirían efecto. Hierro que mi cuerpo ya no absorbería. Un suplemento nutricional cuyo costo equivalía a tres días del "depósito" que Damien me asignaba para las compras.
—Regrese mañana en ayunas —dijo al tiempo que me entregaba los papeles—. Y por favor, coma proteínas.
Asentí como un autómata y guardé los papeles en mi bolso gastado. Afuera, el sol de mediodía me golpeó como un reproche divino, haciéndome tambalear sobre las aceras agrietadas.
En el autobús de regreso, una joven omega de no más de veinte años amamantaba a su cría cerca de la ventana. Su alfa le acariciaba el pelo con una mano mientras con la otra sostenía una bolsa de comestibles, murmurando algo que la hizo reír con esa risa burbujeante que solo conocen los amados. Bajé la vista hacia mis propias manos, donde las venas azules serpenteaban bajo la piel como ríos en un mapa de mis miserias.
La parada frente al supermercado llegó demasiado pronto, como siempre. Caminé los pasillos con la precisión de un preso que conoce cada centímetro de su celda: latas de atún en agua (las más baratas), paquetes de fideos instantáneos (dos por uno), arroz blanco (el de cinco kilos duraba más). Comida que no necesitaba cocinar. Que no dejaría olores persistentes.
El cajero, un beta con cara de no haber dormido en días, me miró con curiosidad cuando solté una risa ahogada al ver el total en la pantalla. Exactamente lo que quedaba en mi cartera. Nada para el suplemento. Nada para los nuevos estudios.
Nada para salvarme.
El mensaje de Damien llegó con el sonido de la cuenta pagada.
"Iré con mis amigos a las 7. Carne asada, las enchiladas que hacías antes, y no olvides los postres. No me hagas quedar mal. Te deposité".*
El tono de notificación fue idéntico al de la transferencia bancaria que acababa de llegar. Abrí la app con dedos temblorosos: el monto exacto para comprar los ingredientes. Ni un peso más. El precio calculado con precisión quirúrgica de mi humillación semestral.
Tuve que regresar. En el mostrador de carnes, elegí los cortes más caros, esos que Damien solo compraba cuando había invitados. Los chiles más frescos, el chocolate belga que reservaba para impresionar a sus socios. En la fila, mis manos temblorosas dejaron caer una moneda. Un alfa desconocido, olor a madera cara y ego barato, la recogió y me la devolvió con una sonrisa condescendiente mientras sus ojos recorrían mi cuello marcado.
—Cuidado, pequeño, no vayas a lastimarte —dijo, como si no viera las verdaderas heridas que llevaba bajo las mangas.
***
La cocina se convirtió en un campo de batalla donde los cuchillos eran mis únicas armas. Corté cebollas hasta que mis ojos ardieron como el hoyo ulcerado que era mi estómago. Amasé la masa para los postres con movimientos precisos que aún recordaba de mi época en la cafetería, cuando los clientes decían "tienes manos mágicas" y yo creía que la vida podía ser dulce como el chocolate que derretía.
Ahora esas manos solo servían para limpiar la mierda de otros.
A las 6:30 PM, el aroma a comida gourmet envolvía la casa como un abrazo fingido. Yo, en cambio, olía a sudor y derrota, a sangre vieja y esperanzas marchitas. Me lavé las manos hasta que la piel enrojeció, pero las manchas moradas bajo mis ojos, esas que ningún correctivo podía cubrir, seguían allí, recordándome que algunos daños son irreparables.
El primer auto llegó a las 6:58. Las carcajadas entraron antes que los invitados, como siempre.
—¡Dios, cómo extrañaba esto! —Marcos, el favorito de Damien, abrazó a mi alfa como si acabara de regresar de la guerra—. Tu omega sí que sabe cocinar, a diferencia del mío que solo ordena por Rappi.
Damien me lanzó esa mirada, la que significaba "no me avergüences", la misma que precedía a los "correctivos" nocturnos.
Serví los platillos con sonrisas de porcelana, esquivando manos ebrias que buscaban pellizcar mi cintura ahora inexistente. Los elogios a la comida se mezclaban con comentarios sobre mi delgadez:
—Estás más flaco, Elian. ¿El marcado no te está alimentando? —Eric soltó entre bocados, mostrando sus dientes perfectos, esos que aún no conocían el sabor de los puños.
—Claro que sí —intervino Damien, pasando un brazo posesivo sobre mis hombros como si fuera un trofeo deslucido—. Es que se gasta todo en libros.
Risas generales. Tragué saliva mezclada con sangre mientras los postres desaparecían entre conversaciones sobre qué omega del distrito financiero tenía las nalgas más firmes. En la cocina, mientras lavaba platos que ya no me pertenecían, escupí otro chorro rojo en el fregadero manchado.
El partido comenzó. Los gritos de los alfas ahogaron mi tos.
Y yo...
Yo todavía tenía que limpiar la mesa antes de que terminara el tercer tiempo.
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