Un giro inesperado en el destino de Elean, creía tener su vida resuelta, con amistades sólidas y un camino claro.
Sin embargo, el destino, caprichoso y enigmático estaba a punto de desvelar que redefiniria su existencia. Lo que parecían lazos inquebrantables de amistad pronto revelarian una fina línea difuminada con el amor, un cruce que Elean nunca anticipo.
La decisión de Elean de emprender un nuevo rumbo y transformar su vida desencadenó una serie de eventos que desenmascararon la fachada de su realidad.
Los celos, los engaños, las mentiras cuidadosamente guardadas y los secretos más profundos comenzaron a emerger de las sombras.
Cada paso hacia su nueva vida lo alejaba del espejismo en el que había vivido, acercándolo a una verdad demoledora que amenazaba con desmoronar todo lo que consideraba real.
El amor y la amistad, conceptos que una vez le parecieron tan claros, se entrelazan en una completa red de emociones y revelaciones.
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La Inesperada Visita.
Dejar a Nelly fue un acto de desesperación, una necesidad imperiosa de escapar de un lugar que se había vuelto asfixiante. Conducía sin rumbo fijo, el cuerpo agotado y la mente aún más. Necesitaba dormir, al menos unas horas para reponerme, para borrar de mi memoria las imágenes perturbadoras que me perseguían.
Al llegar a casa, la oscuridad de la noche lo envolvía todo, creando una falsa sensación de calma. Recargué la cabeza sobre el volante, el motor aún caliente, su vibración era el único sonido que me anclaba a la realidad. Don Genaro, el vigilante, se acercó para abrir la reja, su figura bonachona apareció en el marco de la ventana, como un espectro de la normalidad.
"Buenas tardes, joven", saludó con su voz habitual.
"Disculpe, acabo de recordar algo, no entraré", respondí, la mentira deslizándose fácil de mis labios, una tabla de salvación improvisada.
"De acuerdo, joven", asintió, sin sospechar el torbellino que se desataba en mi interior. Su ingenuidad era un bálsamo y, a la vez, una puñalada.
Volví a encender el auto. ¿Qué estoy haciendo? La pregunta rebotaba en mi cráneo, una letanía sin respuesta. Di vueltas sin rumbo por las calles, la ciudad se difuminaba en un laberinto de luces borrosas, un reflejo de mi propia confusión. Estaba perdido, y esta deriva sin sentido me carcomía.
La necesidad de un escape, de algo que adormeciera la tormenta, me llevó a un centro comercial. Solo para comprar un buen vino, me dije, una excusa patética para disfrazar la verdadera sed que me consumía. Mientras caminaba por los pasillos, mi mente buscaba en los contactos de mi teléfono, esperando hallar alguna distracción, algo que me arrancara de mi propia cabeza.
¡Esto es... perfecto!
"¿Estás en tu casa?", envié el mensaje, la impaciencia arañándome las entrañas. Esperé unos minutos que se sintieron como horas. Después de cinco, mi ansiedad se desbordó.
"¿Iré para allá?", insistí. No hubo respuesta. Al llamar, el buzón de voz me informó que el celular estaba apagado. Un nudo de frustración se apretó en mi pecho.
Volví a conducir, el viento frío golpeando mi cara, los minutos se estiraban hasta el infinito. Tenía en mente el sitio perfecto al que debía ir. Una corazonada, o quizás solo la desesperación, me guiaba.
El sol se había puesto por completo, tiñendo el horizonte de tonos rojizos antes de ceder ante la oscuridad total. El aire se volvió frío y el viento comenzó a soplar con una fuerza inusitada, haciendo que las hojas de los árboles danzaran en pequeños remolinos mientras las ramas se agitaban violentamente, como brazos esqueléticos en la noche. Llevaba conmigo el vino y una caja de cigarrillos, mis únicos compañeros en esta odisea personal. Me estacioné en silencio frente a su casa, las luces apagadas, y toqué el timbre, el sonido resonando en el silencio como un latido desbocado.
Una voz de mujer, cautelosa, se escuchó desde el interior: "Un momento... ¿Quién es?"
"¡Entrega especial!", respondí, el corazón latiéndome con una fuerza brutal, casi audible.
"No ordené nada", replicó, su voz denotando confusión.
"Es una caja de vino, ya está pagada", insistí, aferrándome a mi ridícula coartada.
"¿Vino? ¿Quién lo manda?"
"Espere un momento, está a nombre de Elean L."
"No puede ser...", susurró, la sorpresa palpable. "Un segundo", dijo, y en unos instantes, la puerta se abrió con un leve crujido. El viento revolvió su cabello, desordenando los mechones que enmarcaban su rostro. Llevaba puesta una pijama de short y blusa de tirantes, su figura frágil bajo la luz tenue que escapaba del interior.
Al verla, me abalancé instintivamente, no para besarla, sino para cubrirla del frío punzante de la noche, pero ella me empujó asustada, su gesto un balde de agua fría sobre mis intenciones.
"¿Con qué una entrega especial?", su voz aún temblaba ligeramente por el sobresalto.
"No se me ocurrió otra cosa", respondí, mi sonrisa cínica, una máscara para mi nerviosismo.
"¡No vuelvas a hacer algo así!", exclamó Carter, con el sobresalto aún en su voz, pero ahora con un matiz de reproche.
"Creí que no estabas", sonreí, dejando entrever mi verdadera razón.
"Acabo de llegar. ¿Qué haces aquí?", preguntó, sus ojos interrogantes fijos en los míos, buscando una respuesta que yo apenas tenía clara.
"Quería verte", confesé, la verdad emergiendo sin filtro, sin la necesidad de más mentiras.
Ella se giró, entrando en la casa, y la seguí hasta la sala, el ambiente impregnado de una tensión palpable.
"No es un buen momento", respondió con la voz apenas audible, evitando mi mirada.
"¿Por qué me mentiste?", la confronté, la frustración punzándome.
"No lo hice", susurró Carter, su mirada aún evadiéndome, fija en algún punto incierto del suelo.
"Dijiste que saldrías, pero estuviste aquí. ¿Te incomoda mi presencia?"
"No", la negación fue débil, casi inaudible.
"Entonces, ¿por qué me evitas?", la presioné, la necesidad de una respuesta honesta quemándome.
Carter agachó la cabeza, visiblemente nerviosa y sonrojada. Su cuerpo, aunque inmóvil, delataba la tormenta interna. Levanté su mentón con suavidad, mis ojos fijos en sus labios, sintiendo la necesidad de acercarme. Sus ojos, antes evasivos, me miraron confundidos, la incertidumbre nublándolos. Lo sabía, pensé. La necesidad de volver a ella me carcomía. No podía dejar las cosas de esa forma, y no me equivoqué: sus ojos estaban hinchados y rojos, señal inequívoca de las lágrimas derramadas.
Carter retiró mis manos de su rostro con un gesto firme, bajando nuevamente la mirada. "Disculpa mi atuendo, no sabía que tendría visitas. Iré a cambiarme." Su voz era un hilo, apenas audible.
La tomé de la mano, jalándola hacia mí. Mis brazos la sostuvieron con fuerza, una necesidad imperiosa de tenerla cerca, mientras le susurraba al oído: "No hace falta."
Ella me apartó, un gesto de fastidio que no logré comprender.
"¿Dije algo que te molestara?", pregunté, genuinamente confundido por su reacción, por el rechazo en sus ojos.
"No tenías que venir", respondió Carter, su voz un murmullo de reproche, cargado de una melancolía que no entendía.
"No, pero quería hacerlo." La impulsividad de mis palabras me sorprendió incluso a mí mismo.
"¿Por qué? ¿Por lo que pasó en la noche?" La pregunta la soltó con un hilo de voz, apenas audible, y en sus ojos vi el miedo.
"Carter, nada sucedió", afirmé, buscando calmarla, buscando disipar la sombra que se cernía sobre ella.
Pero ella se quebró. Las lágrimas comenzaron a brotar, silenciosas al principio, luego con sollozos ahogados. Apretó sus manos con fuerza, como si intentara contener el dolor. Escuchar su llanto me estrujaba el corazón, un dolor ajeno que sentía como propio.
"Calma, no puedes seguir pensando en eso", intenté consolarla, mis manos buscando las suyas.
"¡No puedo recordar nada!", gritó, la frustración evidente en cada palabra. "Lo he intentado y solo tengo algunos recuerdos vagos..." La impotencia la consumía.
"¿Qué es lo que te preocupa?", pregunté con suavidad, mi voz un bálsamo en medio de su tormenta. "Yo puedo hacerte un recuento de lo sucedido."
"Es que... tengo miedo de mi comportamiento...", confesó, su voz casi inaudible, cargada de una vergüenza inexplicable.
"¿Tu comportamiento?", repetí, sin entender, la confusión anidando en mí.
"Sí."
"¿Qué tiene que ver tu comportamiento?"
"¡Olvídalo! No puedo siquiera hablar de esto." La desesperación en su voz me indicaba la profundidad de su angustia.
"¿Por qué? Necesito entender. No hay nada de qué avergonzarte", insistí, buscando una explicación, buscando una forma de ayudarla.
"No quiero, pero necesito saber la verdad."
"¿Qué verdad? No pasó nada." Repetí, tratando de tranquilizarla, pero ella no parecía escucharme.
"No estoy segura si hice algo incorrecto, un coqueteo, o lo que sea."
Una risa incrédula se escapó de mis labios. "Jajaja... ¿Es en serio que eso es lo que te preocupa?" La situación, en su absurdo, me pareció increíble.
"¡No te rías! ¡Esto es importante para mí!", me regañó, el dolor en su voz apuñalándome, haciéndome sentir un tonto por mi reacción.
"No, no hiciste nada de lo que debas sentirte culpable, ¿ok?", la tranquilicé, mis palabras cargadas de una sinceridad que brotaba de lo más profundo de mí.
"¿Estás seguro? Puedes decirme, porque de lo contrario terminaré volviéndome loca." Sus ojos me suplicaban una confirmación, una verdad que la liberara de su tormento.
"Con que eso es lo que has estado pensando todas estas horas", dije, comprendiendo por fin la magnitud de su angustia, la tortura silenciosa que había padecido.
"Es importante saber lo que pasó."
"Nada pasó con nadie. Quizás es un mal momento para decirte que he traído un vino. El sujeto de la tienda me aseguró que es una reserva especial. Por cierto, pensé que tal vez podríamos ver una película mañana en mi casa si no tienes inconveniente." La propuesta salió de mí, un intento torpe de cambiar el rumbo de la conversación, de alivianar el peso de su ansiedad.
"¿En tu casa? ¿Por qué yo?", preguntó, la sorpresa destellando en sus ojos, una chispa de curiosidad en medio de su tristeza.
"Como pago por el incómodo momento que te hice pasar, si no tienes problemas, por supuesto." Era una excusa, lo sabía, pero quería que fuera algo más.
"No los tengo, aunque aún me siento avergonzada..."
"Somos amigos. Mañana vendré por ti a las 2 p.m. así tendremos tiempo para conversar." La idea de un mañana, de una posible nueva oportunidad, iluminó mi ánimo.
"Suena genial. Uff, huele delicioso, este vino." El aroma dulce y embriagador del vino llenó el aire, un consuelo inesperado.
"Después de lo que pasó no sé si sea buena idea. Es decir, tómalo con calma", corregí rápidamente, tratando de sonar casual, el temor a un nuevo desastre acechándome.
"Pensaste en todo." Una sonrisa suave se dibujó en sus labios, el primer atisbo de alivio en su rostro.
"No en todo. Aún me preocupa lo que puedan pensar tus vecinos", dije, señalando el posible riesgo de mi visita nocturna, de lo que un desconocido podría interpretar.
"Hablaré con mis padres." Su respuesta fue un simple asentimiento, una aceptación de la realidad.
"Esa pijama es bonita, te queda mejor que la mía." La frase salió sin pensar, un intento de relajar el ambiente, de romper la tensión.
Carter se cubrió de inmediato con las manos, palideciendo. "Volveré enseguida." El rubor regresó a sus mejillas.
"¿Planeabas coquetearme? Jajaja", bromeé, queriendo aligerar el ambiente, de verla sonreír de nuevo.
"¡Ahhh! Ni lo digas, aún me siento avergonzada, no estoy para bromas... Eres un tonto, Elean Leroux", me dijo con un tono de voz juguetón, una pizca de la antigua Carter regresando.
"Y tú te sonrojas con facilidad." La observé, disfrutando de su reacción.
"No me he sonrojado...", afirmó, aunque sus mejillas la delataban, una hermosa mancha de carmín.
"Entonces, ¿por qué pareces un gran tomate? 🍅 Jajaja."
"No lo soy...", insistió, con una sonrisa que ya no podía ocultar.
Ambos reímos, compartiendo una cena maravillosa, el vino descorchado, las conversaciones fluyendo con naturalidad. La conexión entre nosotros era palpable, llenando el aire de una calidez reconfortante, un bálsamo para las heridas del día.