En la vibrante y peligrosa Italia de 2014, dos familias mafiosas, los Sandoval y los Roche, viven en un tenso equilibrio gracias a un pacto inquebrantable: los Sandoval no deben cruzar el territorio de los Roche ni interferir en sus negocios. Durante años, esta tregua ha mantenido la paz entre los clanes enemigos.
Luca Roche, el hijo menor de los Roche, ha crecido bajo la sombra de este acuerdo, consciente de los límites que no debe cruzar. Sin embargo, su vida da un giro inesperado cuando comienza a sentir una atracción prohibida por Kain Sandoval, el carismático y enigmático heredero de la familia rival.
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23
Las cosas se habían salido de control. Kain había resultado herido… y ahora Luca estaba encerrado en su propia casa, con el pecho oprimido por la culpa y el miedo. Mientras daba vueltas en su habitación, pateaba y golpeaba la puerta con desesperación.
—¡Por favor, papá! ¡Déjame salir! —gritaba Luca, con la voz rota y sus ojos fijos en la puerta cerrada—. ¡Necesito saber cómo está Kain!
Desde el otro lado de la puerta, solo escuchaba pasos, movimientos inquietos, y la voz de su padre, Edmundo, que sonaba tan firme como siempre, a pesar del temblor en sus palabras.
—Luca, te dije que no vas a salir. Esta noche han pasado muchas cosas, y en cualquier momento la policía tocará a nuestra puerta —respondió Edmundo, con voz controlada, pero con un leve quejido en cada respiración.
Luca sintió una ola de rabia y desesperación que lo sobrepasaba.
—¡No puedo creer que no te importe! ¡Él está herido, papá! ¡Tirado en la calle, tal vez muerto! —Su voz se quebró al pronunciar las palabras. La impotencia lo llenaba de una furia tan intensa que comenzó a golpear la puerta una y otra vez.
Edmundo, apoyado en la pared, hizo una mueca de dolor mientras se llevaba una mano al abdomen, donde la herida del disparo aún palpitaba, recordándole cada segundo que sus propias fuerzas estaban al límite.
Angel, el hermano de Luca, se acercó a su padre con el ceño fruncido y la voz preocupada:
—Papá, tienes que quedarte quieto. Estás herido. Al menos deja que mamá llame al doctor de la familia para que te atienda —sugirió, mirándolo con seriedad.
—La bala salió, así que no voy a morir por esto, Angel —respondió Edmundo, intentando mostrarse seguro, aunque en su rostro la palidez y las gotas de sudor evidenciaban el dolor.
—No, no vas a morir por el disparo, sino desangrado —intervino Diana, su esposa, acercándose con paso firme para sostenerlo con fuerza—. ¿O te crees que esa herida se va a cerrar sola? Anda, no seas tan cabeza dura y deja que llame al doctor.
Edmundo entrecerró los ojos, negándose a ceder, pero al ver la expresión decidida de su esposa, asintió con resignación.
—Está bien, Diana, llama al doctor. Pero sigo diciendo que estoy bien. Y tú, Angel… —Edmundo le clavó la mirada con severidad—. Por nada del mundo dejes salir a Luca. Que se quede donde está.
Angel asintió, aunque una sombra de duda cruzó su rostro. Sabía que su hermano estaba sufriendo por lo que estaba ocurriendo, y entendía lo desesperado que debía estar sintiéndose. Pero desafiar a su padre no era una opción.
Del otro lado de la puerta, Luca escuchaba los fragmentos de la conversación, sintiéndose cada vez más atrapado. Sus puños golpearon la puerta una vez más, aunque su fuerza se desvanecía con cada intento.
—Papá… no puedes hacerme esto. ¡Es mi culpa que Kain esté herido! ¡Yo… no debí salir del búnker! —su voz se convirtió en un susurro, y al final, solo se escuchó un sollozo ahogado.
Diana dirigió una mirada dolorida hacia la puerta, escuchando los ruegos de su hijo. Su rostro mostró por un instante una expresión de pena, pero rápidamente volvió a mirar a Edmundo.
—Edmundo… —murmuró, con un tono suplicante—. Tal vez deberíamos dejarlo ir. Está sufriendo, y ya suficiente ha pasado esta noche.
Edmundo negó con la cabeza, caminando de un lado a otro, aunque sus movimientos eran lentos y cada paso parecía ser un esfuerzo monumental.
—No, Diana. Esta noche ya hemos cometido suficientes errores. Luca se queda donde está. Y que él también aprenda, de una vez por todas, que hay cosas que no se arreglan con impulsos y que salir a buscar la paz en una guerra no trae más que desgracias —dijo, con voz firme, aunque sus palabras resonaban como un eco de algo que también trataba de convencerse a sí mismo.
Angel miró a su madre, que bajó la cabeza en silencio, sin encontrar palabras que refutaran a su esposo. En la habitación, Luca se dejó caer al suelo, vencido, con la cabeza apoyada en la puerta y el corazón latiendo en un doloroso eco de la culpa que lo consumía.
“Perdóname, Kain”, pensó mientras el silencio se hacía cada vez más denso y la noche avanzaba, implacable, sumergiendo la mansión en una atmósfera de secretos y pesares.