En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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La cabaña
Sofía la miró con una mezcla de desconfianza y anhelo. Había algo en las palabras de Elena que resonaba con una verdad incómoda, pero que al mismo tiempo le ofrecía una salida.
—No quiero que vuelvas a pasar por eso —insistió Elena—. Conozco un lugar... lejos de todo, donde nadie puede hacerte daño.
La niña frunció el ceño, su mente analizando cada palabra. Algo no estaba bien. Podía sentirlo. Pero la idea de escapar, de encontrar un lugar seguro, era demasiado tentadora para ignorarla. Y la necesidad de huir de su realidad finalmente pesó más que sus dudas.
—Tengo una cabaña en el bosque —dijo Elena una tarde, con una calma que escondía la locura que crecía dentro de ella—. Nadie nos encontrará allí. Estaremos a salvo, lejos de todo lo que te ha hecho daño.
Sofía miró a Elena durante un largo rato. Podía sentir el peligro, pero también el alivio que prometían sus palabras. Al final, la desesperación ganó. Asintió con un movimiento casi imperceptible.
Elena sonrió. Sabía que había ganado. La semilla había sido plantada. Todos ellos, Carla, Pablo y Sofía, ya estaban en su red. La cabaña en el bosque estaba lista, y pronto, muy pronto, el plan que había gestado durante semanas se haría realidad.
Los niños vendrían a ella, no como prisioneros, sino como almas perdidas buscando refugio. Y cuando lo hicieran, serían suyos para siempre.
El día en que Elena finalmente se llevó a los niños fue frío y nublado. El cielo gris se cernía sobre ellos como una advertencia, pero ni siquiera el frío viento que azotaba sus rostros fue suficiente para disuadir a los niños de seguirla. Carla, Pablo y Sofía caminaban en silencio detrás de ella, con los rostros apagados y las miradas llenas de una mezcla de temor e incertidumbre. Elena había planeado cada detalle meticulosamente, asegurándose de que nadie notara su ausencia ni la de los niños. Había organizado todo para que, cuando alguien se diera cuenta de que no estaban, fuera demasiado tarde.
Con cada paso que daban hacia el bosque, los niños sentían una sensación creciente de desconcierto. La promesa de una escapatoria, de un lugar donde finalmente estarían a salvo, había sido lo único que les dio la fuerza para seguirla. Elena les había hablado de un refugio, de un santuario donde el dolor y el sufrimiento quedarían atrás, donde podrían comenzar de nuevo. Y, en su desesperación, querían creerle.
El camino hacia la cabaña era más largo de lo que esperaban. A medida que se adentraban en el bosque, el ambiente se volvía más sombrío. Los árboles, altos y oscuros, se alzaban como gigantes amenazantes a su alrededor, formando una especie de túnel natural que parecía envolverlos y separarlos del mundo exterior. El crujido de las ramas bajo sus pies era el único sonido que rompía el silencio pesado.
Carla, la más pequeña y vulnerable, se estremecía con cada golpe de viento. Su mano temblorosa se aferraba al borde del abrigo de Sofía, buscando algún tipo de consuelo. Pero Sofía, aunque más fuerte en apariencia, no podía evitar sentir un nudo en el estómago. Algo no estaba bien. Había algo en la forma en que Elena caminaba, en el silencio que la rodeaba, que la hacía sentir que se estaban adentrando en un lugar del que sería difícil salir.
Finalmente, después de lo que parecieron horas, llegaron a su destino. La cabaña se encontraba oculta entre los árboles más densos del bosque, apartada del camino principal y de cualquier rastro de civilización. La estructura parecía vieja y abandonada, sus paredes de madera desgastadas y su techo cubierto de musgo. A los ojos de los niños, el lugar tenía un aspecto siniestro, como si el tiempo lo hubiera olvidado, como si algo oscuro viviera en sus sombras.
Elena se detuvo frente a la puerta de madera y se giró hacia los niños, su rostro tranquilo, pero sus ojos brillaban con una intensidad que los inquietaba.
—Aquí estaremos seguros —dijo con una calma inquietante mientras sus manos se deslizaban hacia el pomo de la puerta.
El chirrido de las bisagras oxidadas resonó en el aire cuando Elena empujó la puerta, que se abrió lentamente, revelando el interior de la cabaña. El olor a humedad y a madera vieja invadió sus narices de inmediato, pero no fue eso lo que hizo que los niños se miraran entre ellos con duda. Era algo en el aire, una sensación densa, pesada, que parecía colgar en cada rincón de la habitación.
Por dentro, la cabaña estaba decorada de manera simple, casi austera. Una vieja mesa de madera con sillas de diferentes tamaños ocupaba el centro de la sala. Camas desvencijadas, con colchones delgados y manchados, se alineaban contra una de las paredes. Pero lo que más llamó la atención de los niños fueron los clavos oxidados y cadenas que colgaban de las paredes, restos de algún uso anterior que no lograban entender. Sofía frunció el ceño al verlos, sintiendo una punzada de inquietud en su pecho.
—Este será nuestro hogar ahora —anunció Elena, con una sonrisa tranquilizadora que, sin embargo, no llegaba a sus ojos. Sus palabras parecían ensayadas, como si intentara convencer tanto a los niños como a sí misma de que ese lugar era el refugio que había prometido.
Pablo, con los puños apretados, se mantuvo en silencio. Aunque había seguido a Elena hasta aquí, una parte de él nunca había confiado del todo en ella. Y ahora, observando el interior de la cabaña, esa desconfianza se hacía más grande. Las cadenas colgantes y los clavos en las paredes no parecían tener una explicación lógica, pero la simple idea de su presencia lo hacía sentir incómodo. ¿Por qué estaban allí? ¿Para qué habían sido usados? Aunque no lo sabía, su instinto le decía que debía mantenerse alerta.
Elena continuó mostrándoles la cabaña, señalando las camas donde dormirían y los espacios donde pasarían su tiempo. Carla, siempre ansiosa, intentaba no mirar demasiado a su alrededor, pero no podía evitar sentir que las sombras en las esquinas de la habitación se movían, como si algo estuviera acechando en la oscuridad. Sofía, en cambio, estudiaba cada detalle con una creciente sensación de aprensión. La promesa de seguridad que Elena les había dado empezaba a desvanecerse.
ya muero por leerla 👀😌