Luego de la muerte de su amada esposa, Aziel Rinaldi tiene el corazón echo pedazos. Sumido en la desesperación y la tristeza lo único que le queda es convertirse en el hombre respetado y admirable que su padre esperaba de él. Hasta que un día su mejor amigo, al borde de la muerte le confiesa un secreto que cambiaría todo el rumbo de su vida.
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Capítulo 23
Rubén, sentado en el suelo de la casa rodante, no solo sentía el dolor de los golpes en su cuerpo, sino también el peso de la humillación. Sin embargo, cuando vio el ojo amoratado de Rocío, su asombro y molestia se hicieron evidentes.
—¿Quién te hizo eso? —preguntó con voz firme, exigiendo una respuesta.
Rocío guardó silencio, desviando la mirada. Su falta de respuesta solo aumentó la frustración de Rubén.
—¿Por qué no contestas? —insistió, su tono cargado de irritación.
—No quiero problemas —murmuró Rocío, su voz apenas audible.
Esas palabras golpearon a Rubén como una bofetada. Se sintió aún más patético, como una insignificante cucaracha que Aziel podría aplastar en cualquier momento. La necesidad de desahogarse lo consumía, pero externar sus molestias a Josep sólo le había ganado una advertencia.
—No tientes tu suerte —le había dicho Josep con seriedad—. Si el antiguo líder viviera, ya estarías desollado.
Un escalofrío recorrió la espalda de Rubén al pensar en el destino que le hubiera esperado bajo el mando del padre de Aziel. Sabía que debía ser más cuidadoso, mantener sus pensamientos y emociones bajo control.
Después de un viaje que pareció extenderse una eternidad, finalmente llegaron al aeropuerto. Todos eran conscientes de que la duración del trayecto había sido una estrategia para evitar más conflictos, pero al fin estaban a punto de regresar a su entorno habitual.
Antes de abordar el avión, Rubén miró por unos segundos al hijo de Aziel. El niño, a pesar de ser el heredero del imperio Rinaldi, no parecía poseer la fortaleza necesaria para convertirse en el próximo líder.
«¡Es solo un niño!», se regañó a sí mismo.
Si el antiguo jefe estuviera vivo, pensó Rubén, seguramente no consentiría tanto al pequeño.
Mientras subía las escaleras del avión, Rubén no pudo evitar preguntarse qué le depararía el futuro.
Una vez en su asiento, Rubén cerró los ojos e intentó bloquear los pensamientos inquietantes que lo acosaban. El suave zumbido de los motores del avión se convirtió en un ruido de fondo, y poco a poco, se dejó llevar por el cansancio acumulado. Quizás, en sus sueños, podría encontrar un momento de paz.
Después de unos cuantos minutos se despertó de golpe y observó la interacción entre Aziel y Emily desde su asiento en el avión. Era evidente que la presencia de su esposa tenía un efecto profundo en el líder de los Rinaldi. La forma en que Aziel la miraba, con una mezcla de adoración y posesividad, revelaba la importancia que ella tenía en su vida.
Ahora entendía por qué Aziel había mantenido una distancia prudente con Emily cuando estaban con los Carrasco. No quería mostrar ninguna debilidad frente a sus aliados y rivales. Pero aquí, en la privacidad del avión, su amor por ella era innegable.
Rubén recordó que Aziel siempre había tenido una tendencia a obsesionarse con ciertas mujeres. Había sido testigo de cómo su jefe se encaprichaba con algunas de las amantes que pasaban por su cama, tratándolas como posesiones valiosas. Sin embargo, ninguna de ellas había logrado conquistar realmente su corazón.
Pero con Emily era diferente. Incluso durante el tiempo que pasó de luto, creyéndola muerta, Aziel nunca pudo llenar el vacío que ella había dejado. Rubén recordó el estado de ánimo sombrío y la ira apenas contenida que había consumido a su jefe durante esos años. Era como si una parte de él hubiera muerto junto con ella.
Y ahora, tenerla de vuelta parecía haber revivido algo en Aziel. Una chispa que Rubén no había visto en mucho tiempo. Pero también podía ver la vulnerabilidad que eso representaba. Si alguien quisiera herir a Aziel, Emily sería el blanco perfecto.
Rubén se preguntó si los enemigos de los Rinaldi serían conscientes de la importancia que Emily tenía para Aziel. Si supieran cuánto la amaba, no dudarían en utilizarla como una herramienta para destruirlo. Como en el pasado.
Mientras observaba cómo Aziel acariciaba suavemente la mejilla de Emily, susurrándole algo al oído que la hizo sonreír, Rubén sintió una punzada de envidia. Nunca había experimentado un amor así, tan intenso y devorador. Pero también sabía que, en el mundo en el que vivían, el amor podía ser tanto una bendición como una maldición.
Con un suspiro, Rubén apartó la mirada de la familia Rinaldi y se concentró en el paisaje que se extendía bajo las alas del avión.
El suave bamboleo del avión y el murmullo de las conversaciones a su alrededor poco a poco fueron adormeciendo sus sentidos. Rubén cerró los ojos, permitiéndose un momento de descanso antes de enfrentarse a los desafíos que les esperaban al aterrizar
De nuevo abrió los ojos. Enseguida notó que el avión comenzó a descender. Se aferró a los reposabrazos de su asiento, preparándose para el aterrizaje. Sabía que, una vez en tierra firme, tendrían que enfrentarse a su verdadero castigo.
Rubén vislumbró a Rocío mientras descendían del avión y se dirigían hacia la terminal. Una sensación de inquietud se apoderó de él al darse cuenta de que probablemente no se volverían a ver. Rocío había sido una presencia constante durante el viaje, y a pesar de los problemas que había causado, Rubén no pudo evitar sentir una punzada de preocupación por su bienestar.
¿Qué pasaría con ella ahora? ¿Aziel la castigaría por su comportamiento? Rubén sabía que su jefe no toleraba la desobediencia y que cualquier infracción podía acarrear consecuencias graves. Esperaba que, por el bien de Rocío, Aziel se mostrara indulgente esta vez.
Mientras caminaban por el concurrido aeropuerto, los llantos de Alán comenzaron a inundar el lugar. El niño, cansado y molesto por el largo viaje, no dejaba de sollozar en los brazos de su madre. Emily intentaba calmarlo, meciéndolo suavemente y susurrándole palabras tranquilizadoras, pero sus esfuerzos parecían inútiles.
Rubén sintió cómo su irritación crecía con cada berrido del pequeño. Estaba harto de esos molestos llantos que parecían taladrar su cerebro. ¿Acaso ese niño nunca se callaba? ¿Cómo podía Aziel soportar ese escándalo constante?
Todos los presentes se veían molestos, pero Rinaldi los ignoró.
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