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“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: Terminada
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio / Completas
Popularitas:13k
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

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Capitulo 22

Aquel día parecía arrastrar el peso de siglos. Yo estaba sentada en el salón, con la mirada fija en las columnas de mármol y el silencio pesado de la corte castellana. Frente a mí, la reina Isabel de Castilla, vestida con su riguroso hábito real, me observaba con expresión severa. Su mirada era fría, inquisitiva… casi como si pudiera leer mi alma. Mi corazón latía con fuerza. Mis hijos estaban conmigo, uno a cada lado, con sus manitas agarradas a mi saya. Me sentía entre el deber y la nostalgia, entre la madre que debía proteger y la mujer que aún sangraba por dentro.

—Tus hijos —me dijo la reina con voz firme— deben ser bautizados. Llevarán nombres cristianos. Solo así podrán ser aceptados plenamente en esta corte.

Pausó, y luego añadió con firmeza—: Serán llamados Juan de Granada y Fernando de Granada. Y tú, tú volverás a ser Isabel Solís. Volverás a la fe de tus padres. Serás bautizada de nuevo.

Mi corazón dio un vuelco. Apretando los labios, asentí lentamente. Las lágrimas me ardían detrás de los ojos, pero no podía llorar. No frente a ellos. No frente a ella. La reina siguió hablando, como si recitara un decreto:

—Debido a que algunos nobles granadinos instaban a sus hijos a la rebeldía, hemos decidido trasladarlos a Sevilla. Desde marzo de 1490 se mantendrán aquí, lejos de la agitación de Granada, cerca de la Corte. Y en Santa Fe, el 30 de abril de 1492, tus hijos serán bautizados por el obispo de Guadix. Juan de Castilla y el Rey Fernando serán sus padrinos. Así ha sido decidido.

Sentí como si el mundo se encogiera a mi alrededor. Mis hijos, los hijos del sultán, los que nacieron bajo las estrellas de Granada… ahora serían hijos de Castilla. Todo lo que había sido, lo que había vivido, debía ser dejado atrás. Muley… mis hijas… mi fe. Todo.

Cuando me retiré a los aposentos asignados, lloré en silencio. Lloré sin emitir un solo sonido, como lo había hecho muchas veces desde que me vi forzada a huir, cuando el alma duele tanto que la voz se ahoga. Acaricié las cabezas de mis hijos mientras dormían, y me prometí que nunca sabrían el dolor que me consumía.

Esa misma tarde, decidí hacerlo. Me levantaría con la dignidad que aún me quedaba. Me despojaría de todo lo que me unía a Muley, aunque mi corazón gritara. Mis damas me ayudaron a vestirme. Ya no llevaría más mis trajes moriscos. Me prepararon con ropa adecuada para una dama noble castellana.

Vestí un color blanco pastel.

Por dentro, llevaba camisa, calzas y zaragüelles.

Sobre ellos, el faldellín y el cos.

El cuerpo lo cubría con el gonete, sayuelo, y la saya francesa que se reservaba a mujeres nobles.

Encima, la sobresaya de lino bordado y un manto discreto.

En la cabeza, una cofia que apenas dejaba ver mi cabello castaño claro.

En mis pies, chapines de cuero adornado.

Ya no era la favorita del harén. Ya no era Zoraida, la esposa del sultán. Era, otra vez, Isabel.

Mis hijos también fueron preparados. Se despojaron de sus ropas reales, de sedas moras, y fueron vestidos con trajes castellanos. Se miraban entre ellos sin comprender del todo, pero obedecían. Se veían como pequeños cortesanos, nobles hijos de una tierra que no entendían del todo.

Caminamos hacia la capilla. Los muros blancos y altos, las vidrieras, los aromas a incienso… todo me resultaba a la vez ajeno y dolorosamente familiar. Allí, mis hijos fueron llevados al altar. El obispo pronunció las palabras. Yo los observaba como si el tiempo se hubiera detenido. Juan de Granada y Fernando de Granada. Ya no eran Nasr ni Sa'ad. Eran príncipes de una fe que antes no era la suya, pero sí la mía de nacimiento.

Después me tocó a mí. Me arrodillé ante la pila bautismal. Sentí el agua fría sobre mi frente. El obispo pronunció el nombre: Isabel. Isabel de nuevo. Isabel Solís. Y así, ante Dios, ante la reina, y ante los ojos atónitos de la corte, renuncié a mi pasado. Moría Zoraida. Nacía otra vez Isabel.

Esa noche, me llevaron de nuevo a mis aposentos. Miraba por el balcón que daba a Sevilla. El mismo cielo, pero ya no el mismo destino. En el salón, mis tíos y tías murmuraban, escandalizados por mi vestimenta. Uno de mis primos discutía sobre la herencia de mi padre. Nadie parecía dispuesto a aceptar mi regreso. Hasta que uno de los consejeros de la reina habló con voz firme:

—Isabel también recibirá el tesoro real. Se le asignará una manutención mensual. Los herederos de Granada no pasarán hambre.

El salón quedó en silencio. Todos se miraban sorprendidos. Me giré, miré a mis hijos, que jugaban entre las columnas sin entender nada. Y en ese instante, supe que había hecho lo correcto. Que había sacrificado lo más doloroso de mi alma para protegerlos.

Zoraida ya no vivía. Pero Isabel Solís sí. Y ahora era madre, mujer, y señora bajo el cielo de Castilla.

La vida siguió, como siempre lo hace.

Después del fuego, después de las lágrimas, después de los bautizos, de las nuevas vestiduras y los nuevos nombres, vino el silencio. Un silencio distinto al de las noches de palacio, más natural, más generoso.

La Corona de Castilla se hizo cargo de mí, como lo prometieron. Durante los primeros años, recibía 150 000 maravedíes anuales. Con eso bastaba para vivir bien, sin lujos innecesarios, pero con dignidad. Mis hijos, benditos sean, gozaban de una renta aún mayor —medio millón de maravedíes al año— pues eran, al fin y al cabo, sangre real, mezcla de dos mundos en guerra.

Pero yo no necesitaba mucho.

Lo que quería no podía comprarse.

Me dieron un castillo, más humilde que el que conocimos en la Vega de Granada, pero más cálido a su modo. El clima era más seco, pero el sol caía suave en las mañanas y la niebla se disipaba rápido. En aquel castillo, encontré la paz en lo pequeño. Me dediqué a sembrar. Sí, sembrar. Me llenaba de tierra las manos y el alma.

Tenía un huerto en el patio trasero. Desde mi terraza lo podía ver todo: los tomates creciendo al lado de las albahacas, las matas de romero silvestre que perfumaban el aire al mínimo roce del viento. Las plantas de lavanda competían con los lirios y las caléndulas que se alzaban como pequeñas reinas orgullosas.

—Este es mi reino ahora —solía decirme—. Aquí mando yo. Y la tierra me obedece.

Criaba animales también. Un par de vacas que daban leche templada cada mañana. Un grupo de gallinas escandalosas que se peleaban entre sí por las migas. Cerdos gordos que dormían bajo la sombra como si no tuvieran preocupación en la vida. Y conejos. Muchos. De orejas largas y ojos mansos, los más dulces compañeros para mis hijos, que correteaban entre ellos riendo como si no hubieran conocido nunca la guerra.

A veces me sentaba en la terraza por horas. Olía mi hierba con las manos, cerraba los ojos y por un instante volvía a ser aquella niña de cabello suelto que corría entre los jardines de Córdoba, antes de que los reinos me reclamaran, antes de que me convirtieran en moneda política.

—Huele igual —me decía a mí misma, aspirando el romero entre los dedos—. Huele como mi cuarto, como aquella terraza que tenía en el Albaicín, cuando mi madre aún vivía y me peinaba con manos dulces.

Nada cambia del todo si sabes dónde mirar.

Los domingos llegaban unos frailes a llevarme pan y noticias. A veces se quedaban a conversar. Hablábamos de Dios, del alma, de las guerras. Yo escuchaba más que hablaba. Había aprendido que no todos merecen tus verdades.

En las tardes, cuando el calor bajaba y el aire se volvía dorado, salía a caminar descalza. Me gustaba sentir la tierra bajo mis pies, como si me anclara al presente, como si cada paso fuera una afirmación: estoy viva, sigo aquí, no me destruyeron.

Los años pasaban lentos, pero no tristes. Mis hijos crecían fuertes, instruidos, curiosos. Tenían rostros que mezclaban Oriente y Occidente, y eso me parecía hermoso. Uno de ellos tenía los ojos de su padre… y aún así, lo abrazaba sin rencor.

Algunos decían que yo era una sombra de lo que fui. Una princesa caída. Una renegada. Una conversión forzada.

Pero yo sabía la verdad.

Yo no era sombra.

Yo era raíz.

Yo no había caído.

Yo había echado brotes nuevos, en tierra nueva.

Y mis frutos, los veía cada mañana, corriendo entre gallinas, oliendo las flores, escribiendo en castellano y recitando versículos del Evangelio con la misma fuerza con la que yo, una vez, recité versos del Corán.

Soy Isabel Solís.

Fui Zoraida.

Fui muchas cosas.

Y sigo siéndolo todo, incluso ahora, con las manos llenas de tierra y olor a menta.

Yo estaba aquí, como siempre, recorriendo el patio mientras el sol apenas comenzaba a asomar entre las tejas del tejado. El aire olía a rocío y a tierra húmeda. Caminaba con la falda recogida hasta las pantorrillas, cuidando no ensuciarme demasiado los bordes, y con el cabello atado en un moño bajo, sencillo, sin joyas ni coronas.

Había dejado atrás la vida palaciega hacía mucho.

Guardaba las cerdas en el corral, las llamaba con voz firme y una vara de olivo en mano. Ellas ya me conocían. Caminaban obedientes, gruñendo entre ellas, como si también tuvieran cosas que decir. Entraban una por una a su casita de madera, donde yo misma había puesto paja nueva esa semana. Me gustaba sentir que cada rincón era cuidado por mis manos, no por manos ajenas ni criadas lejanas.

Las vacas, en cambio, eran distintas. Tenían sus rutinas. Siempre se reunían cerca de la casa, bajo un gran árbol que daba sombra y frescura. A veces dormían ahí mismo, otras simplemente rumiaban tranquilas, como si el mundo no les apurara. Desde la terraza, yo las contaba de lejos. Ya sabía sus manchas de memoria, sus nombres, sus sonidos. Si una faltaba, lo sentía en el pecho.

Luego venía el turno de las gallinas. Esas sí eran escandalosas, pero me hacían reír. Siempre andaban metidas en todo: picoteando en los rincones, subidas a los escalones, husmeando las ollas de la cocina si se dejaba la puerta abierta. Las contaba una por una y recogía los huevos aún tibios. Algunos los guardaba para la cocina, otros los repartía entre las vecinas más pobres.

Caminaba entre los canteros, observando los tomates, que ya estaban grandes y rojos, colgando pesados de las ramas. Las matas de perejil y albahaca estaban verdes y fragantes, y había pequeños brotes de higos en la higuera del fondo.

Llamaba a la cocinera con una sonrisa, y le entregaba mis dos canastas llenas de frutas y vegetales. Le decía:

—Aquí tienes, para hoy y mañana. Que no falte la sopa de zanahoria para los niños, y haz pan con tomillo, como le gustaba al señor.

Y ella asentía, conocía mis gestos, mis silencios. Era más que una sirvienta, era casi una hermana en esta nueva vida sencilla.

Después saludaba a mi pequeño. Mi bebé.

Era igual a su padre…

Los mismos ojos Claros, profundos piel bronceada , esa misma frente ancha, esa forma de mirarme como si me leyera el alma.

Lo alzaba en brazos y lo apretaba contra mi pecho. Olía a leche y a sol, a piel suave y a esperanza. Le cantaba bajito, canciones viejas que mi madre me había enseñado, canciones que no necesitaban idioma para decir amor.

Mis otros hijos jugaban cerca, en la tierra, con sus juguetes de madera que les talló un anciano del pueblo. Iban con coronas hechas de ramas, fingiendo ser reyes y princesas. A veces los oía decir:

—¡Yo soy Muley! ¡Y tú eres mamá Zoraida!

Y yo reía en silencio, sin corregirlos. Que jueguen, que sueñen.

Ya llegará el tiempo de cargar el mundo.

Me sentaba entonces en la terraza, con una taza de agua caliente con menta, y miraba la vida fluir. El sol subía alto y doraba los campos. Los criados trabajaban, las aves volaban en círculo, las campanas lejanas anunciaban el mediodía.

Y yo pensaba:

"Esto es paz. Esto es libertad. Esto también es reinar. Con menos ruido, con más verdad."

Mis hijos…

Ya no son tan pequeños como antes. Hace rato que dejaron de tomar leche materna.

Ahora corren libres por los campos, montan a caballo sin miedo, gritan con fuerza, y se ríen como si no existiera el pasado, como si todo en el mundo fuera claro como sus ojos.

Sus ojos…

Los ojos claros que tienen, los heredaron de mí.

Pero hay algo en ellos que también me recuerda a su padre, como si el alma de ambos se hubiese mezclado en cada mirada.

Su piel es tersa, dorada por el sol, ni blanca como la mía ni morena como la de su padre. Una mezcla exacta. Una bendición.

Y su cabello… ¡Ay, su cabello!

Tan particular, tan único…

No era ni del todo negro ni del todo castaño claro, era como si cada hebra llevara un secreto.

Algunas veces, al sol, parecía cobrizo, y en la sombra, parecía azabache. Una textura suave, espesa, como si el viento también disfrutara al enredarse en él.

Yo pasaba los dedos por su cabello cuando dormían, y lo hacía como quien toca una promesa.

Ahora están ahí, corriendo detrás de los caballos, jugando a ser reyes y sultanes, pero también campesinos, pastores, soldados.

Les he enseñado que todos los oficios son dignos. Que lo importante no es mandar, sino amar y cuidar.

Cuando los veo tan llenos de vida, se me llena el pecho de gratitud.

A veces los observo desde la sombra de un naranjo en flor, bebiendo agua fresca, mientras los criados los miran con ternura y yo me quedo en silencio, para no interrumpir la belleza del momento.

Les preparo yo misma los dulces de miel que les gustan, y les cuento historias antes de dormir, historias que vienen de Andalucía y de tierras aún más lejanas. Historias con dragones y con mujeres valientes. Ellos no saben que muchas veces esas historias soy yo disfrazada entre palabras.

A veces, por la noche, cuando el fuego crepita en el patio, los abrazo fuerte.

Uno a uno, beso sus frentes.

Y le pido a Dios y a la luna que me los cuide.

Que el mundo no les quite la inocencia tan rápido.

Que nunca olviden sus raíces, ni el color de los limoneros, ni el olor de la albahaca fresca.

Ni a su madre, que sin corona, sigue siendo reina…

Solo que ahora reina en la tierra, en la risa de sus hijos, y en los ojos de sus caballos salvajes.

El viento soplaba suave en los campos de Córdoba. El olor a romero y a tierra mojada me llegaba con dulzura, mientras mis pies caminaban lentamente por el patio de mi morada. Allí estaban mis gallinas, mis vacas y mis cerdos reunidos junto al árbol donde siempre descansaban. Recogí con mis propias manos los tomates maduros, las hierbas que tanto amaba, y le entregué mi canasta a la cocinera como lo hacía cada día. Mis hijos, mis benditos hijos, jugaban a caballo en el campo, con la risa inocente que siempre me devolvió la fe.

Yo, Isabel de Solís —antes Zoraida—, esposa de Muley Hacén, madre de los últimos infantes del trono nazarí, no era ya la princesa cautiva, ni la mora raptada, ni la favorita del sultán. Era madre, campesina, señora de una casa donde crecían los hijos de un reino ya vencido. Cada día los vi crecer: sus ojos claros, su cabello entre negro y castaño como la mezcla de dos sangres, y ese porte digno, heredado de su padre, mi amado.

Recuerdo cuando fueron llevados a Sevilla. El corazón me temblaba. Les cambiaron los nombres, les vistieron con ropas cristianas, pero su esencia siempre fue mía. Nazar pasó a llamarse Juan, y S’ad, mi pequeño, fue bautizado como Hernando de Granada. Yo también volví a ser Isabel, como en mi niñez, como cuando aún no conocía la Alhambra, el amor, ni el dolor de las despedidas.

Mis hijos fueron tratados como príncipes. La reina Isabel de Castilla —que fue dura como el hierro pero madre en su pesar— se encargó de nuestro destino. Me dieron casas, tierras, una renta para vivir con dignidad. Y aunque Granada había caído, yo mantenía viva la memoria de lo que fuimos. En mi terraza cultivaba hierbas, observaba mis animales, y recordaba con lágrimas lo que había perdido… y lo que aún tenía.

La reina Isabel, mi antigua enemiga, mi espejo distante, murió en 1504. Tenía 53 años. Dicen que su corazón se quebró por la muerte de sus hijos: el príncipe Juan, la princesa Isabel, el pequeño Miguel… y el tormento de Juana la Loca, que terminó encerrada durante décadas. Fue mucho para una madre, incluso para una reina. Cuando la oí partir, dije una oración por ella. Aunque no compartíamos fe ni tierra, sí compartíamos el dolor de haber sido madres de herederos despojados.

Una noche, ya anciana, pedí que hicieran una fogata en el patio. Las criadas trajeron mi bolsa negra. Me arrodillé ante las llamas y murmuré unas palabras a mi difunto esposo:

“Adiós, amor mío. En otra vida nos veremos. Espero que me esperes. Deseo que Granada caiga por completo, que Aixa sienta la pérdida, el quebranto, el peso del juicio, como yo lo sentí. Que toda esa gloria vacía se desvanezca y sólo queden mis hijos, mi herencia.”

Miré a Juan y Hernando. Qué hombres se habían vuelto. Honraron nuestro nombre. Fundaron casas, se casaron con mujeres nobles, sirvieron al rey Carlos I con honor. Juan fue virrey de Galicia; Hernando, capitán. Ambos dejaron descendencia noble, fiel, fuerte.

“Mis hijos —les dije—, ustedes son mi mayor tesoro. Los he criado con amor y con coraje. Sean siempre dignos del apellido Solís. Que nunca se doblegue el linaje que llevan. Y ustedes, mis nietos, si alguna vez sienten que el mundo los mira con desprecio, recuerden que llevan la sangre de reyes… y de una madre que sobrevivió.”

Los abracé por última vez. Ya no eran niños que tomaban leche de mi pecho. Eran hombres que habían superado el odio, la guerra, y el olvido. No lloré. Ya no quedaban lágrimas. Solo suspiros, como brisas del Albaicín.

Entonces llegó mi hora. La sentí. Era como un sueño dulce que se aproxima sin ruido. Llamé a mis criadas, pedí silencio. Me recosté sobre mi cama de lino. Acaricié mi medallón. Cerré los ojos y dije:

“Mis hijos… ya es hora de que esté con su padre. Lo he criado todo lo que he podido. Lo he amado todo lo que me fue permitido. Estoy lista.”

Y así partí. Sin trono. Sin gloria. Pero con amor. Con memoria.

Yo fui Zoraida. Fui Isabel. Fui madre. Fui historia.

Las mañanas en el campo me eran sagradas. Me despertaba con el canto de los gallos y el murmullo de las ramas que rozaban el tejado de mi casa. Era en esas horas suaves, cuando la luz aún no ardía y el mundo parecía en calma, que pensaba en lo que más me llenaba el alma: mis hijos.

Mis hijos… Mis tesoros.

Juan, mi primogénito, el de la mirada noble y firme, creció con el temple de un hombre que lleva dos mundos en el corazón. Fue educado por los mejores tutores castellanos. A los veinte años, fue nombrado virrey de Galicia, y más tarde sirvió como capitán general en diversas campañas. Se casó con doña María de Guzmán, una mujer templada, bella y prudente, que me recordaba a mí misma cuando era joven. Tuvieron cuatro hijos: dos varones y dos niñas, todos bien criados, con educación, música y disciplina. Uno de mis nietos estudió leyes en Salamanca, otro fue paje en la corte del emperador Carlos.

Hernando, mi segundo hijo, siempre fue más callado, de espíritu profundo. Tenía la delicadeza de su padre, Muley Hacén, y la inteligencia observadora de los sabios. Se dedicó a la administración y fue capitán de la milicia urbana en Sevilla, además de diplomático en ciertos asuntos de frontera. Se casó con doña Leonor de Villavicencio, con quien tuvo tres hijos y una hija. Hernando fue un hombre sereno, piadoso, que caminaba despacio por el campo, y a quien siempre encontrabas rodeado de libros y de niños, porque los amaba tanto como yo.

Yo les regalaba dulces. No era un lujo grande, pero sí un gesto que hacía que sus rostros se iluminaran. Miel, turrón, frutas secas envueltas en papel… eran mis ofrendas de abuela. Cada uno de mis nietos tenía un cofre en mi casa donde guardaban los juguetes que les tejía o mandaba a hacer: caballitos de madera, espadas de palo, muñecas de trapo, trompos y hasta barquitos con su vela cosida a mano.

Cuando cumplían cinco años, les regalaba algo especial: su primer caballo. No un corcel de guerra, no; un animal tranquilo, para enseñarles el arte de montar, de dominar el cuerpo y la mente. Yo misma me aseguraba de que fueran bien cuidados. Les enseñaba cómo acariciarlos, cómo hablarles con suavidad. Era mi manera de darles dignidad. De recordarles que, aunque sus raíces fueran mezcla de moros y cristianos, ellos eran dignos. Ellos eran herederos de algo más grande que un trono perdido: de un linaje de resiliencia y valor.

Juan traía a sus hijos una vez al mes. Se sentaban conmigo en el patio. Me hablaban de sus lecciones, de sus juegos. Me pedían cuentos de Granada, y yo les hablaba de la Alhambra como si fuera un sueño pintado de rojo y oro. Me escuchaban con la boca abierta, mientras mordían sus dulces o jugaban con los conejitos que corrían bajo las plantas de romero.

Hernando venía con su esposa, y siempre traía vino y pan. Nos sentábamos todos al atardecer. Me decían:

—Madre, sin ti no estaríamos aquí. Sin ti no sabríamos quiénes somos.

Y yo solo sonreía. Porque la verdad es que yo no los salvé. Ellos me salvaron a mí.

Cada nieto, cada hija casada, cada bisnieto que gateaba en mi sala era un recordatorio de que la historia no muere si el amor permanece.

No tuvimos corona. No tuvimos palacio.

Pero teníamos algo mejor: raíces, ramas, flores… y frutos que seguirían dando sombra bajo el sol de Castilla.

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Nancy
excelente historia, gracias escritora ☺️
May-san
Simplemente hermosa, super intensa, increíble como resistió todo Isabel. un amor aprueba de todo.
Y a pesar que a sus hijas no las dejaron vivir, sus nietas hicieron. perdurar su legado.
Totalmente recomendada
Maria Briceño De Barreto
interesante historia gracias autora me gustó mucho felicidades 👏
Maria Briceño De Barreto
zoraida has sufrido mucho tus dos hijas han muerto pero tienes él consuelo que te quedan dos hijos varones
Maria Briceño De Barreto
aixa el amor nace no se obliga
Maria Briceño De Barreto
todos son unos traidores solo quieren poder
Viviana Acosta
este enredo no lo entiende ni la escritora
Luisa Manotasflorez: pero en qué señorita
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Maria Briceño De Barreto
zoraida tienes mucha paciencia para soportar ese nido de víboras
Yusmery Liscett Orozco Tovar
Excelente
Viviana Acosta
es la tercera vez que está embarazada desde que nació el niño sin nombre, es muy reiterativa las descripciones, eso la torna estresante, perdón por mí humilde opinión
Luisa Manotasflorez: ellos se llamaban Juan de granada y Hernando de granada eso fue sus nombre cristianos por qué sus nombres en musulmanes eran muy difícil y recordar después jajaja y le coloque otro nombre
Luisa Manotasflorez: ellos se llamaban Juan de granada y Hernando de granada eso fue sus nombre cristianos por qué sus nombres en musulmanes eran muy difícil y recordar después jajaja y le coloque otro nombre
total 2 replies
Viviana Acosta
es la tercera vez que está embarazada desde que nació el niño sin nombre, es muy reiterativa las descripciones, eso la torna estresante, perdón por mí humilde opinión
Luisa Manotasflorez: No te preocupes es que si estaba 2 varón si pero no sabía cómo colocarle bien el nombre 👀por qué no buscaba bien como se llamaban en su en la vida real y le coloque un nombre que me gustó pero ese no es su propio nombre del bebé es otro el se llamaba su primer hijo se llama Juan de granada y su segundo Fernando de granada pero le decía Hernando
total 1 replies
Maria Briceño De Barreto
excelente novela
Maria De Jesus Martinex
hay porque no le dejaron una de sus niñas que tristeza 😔 lloré con este capítulo es muy doloroso!!! ya no le pongan tanto sufrimiento a Zoraida🥺
Mirta SUSANA Barbera
QUE FANTÁSTICA TODAVIA, QUEDAN DESCENDIENTES DE ESA GRAN MUJER. EJEMPLO DE VALOR Y SABIDURIA. QUE FUÉ PILAR DE UN SULTÁN Y SUFRIO EXILIO PERO FORJO DESENDENCIA SERIA Y FIEL
Luisa Manotasflorez: gracias por tu lectura, me agrada que te gustará el libro gracias por todo
total 1 replies
Mirta SUSANA Barbera
FELICITACIONES ESCRITORA. Y ME ENCANTÓ LA CRONOLOGÍA FAMILIAR PUES ES PARA TENERLO EN CUENTA. GRACIAS, GRACIAS, ❤️
Mirta SUSANA Barbera
QUE HERMOSA HISTORIA. ME APACIONE CON ELLA. LA VIVÍ. ME METÍ Y LUCHE CON ZORAIDA Y LUEGO LA ACOMPAÑE EN SU DESTIERRO.
MUY HERMOSA 💗 FELICITACIONES
Mirta SUSANA Barbera
QUE HISTORIA POBRE ISABEL/ZORAIDA.
AL FINAL ES AJENA EN SU PROPIA TIERRA.
TODO LO QUE PASÓ TODO LO QUE SUFRIÓ
VEREMOS QUE LE ESPERA
Mirta SUSANA Barbera
LAS VUELTAS DEL DESTINO. LA PRIMER HIJA, MUJER Y MURIÓ, Y LA ÚLTIMA MUJER Y NACIÓ MUERTA. ES EL ESPANTO MAS GRANDE PARA UNA MADRE
Mirta SUSANA Barbera
OJALÁ AIXA, PENSARA VERDADERAMENTE DE LA FORMA QUE HABLÓ. SI FUERA ASÍ. PODRIAN VIVIR EN PAZ. PERO CON ESA MUJER. ES COMO DORMIR CON SERPIENTE
Mirta SUSANA Barbera
QUE MUJER INTELIGENTE ES ZORAIDA.
UBO UN MOMENTO QUE DIJE COMO ??
PERO ESTABA TODO BIEN TRAMADO..
GRACIAS ESCRITORA FELICITACIONES
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