Luna Vega es una cantante en la cima de su carrera... y al borde del colapso. Cuando la inspiración la abandona, descubre que necesita algo más que fama para sentirse completa.
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Capítulo 11: La Visita
Han pasado ya varios días desde que Jennifer anuló la gira. Días en los que Luna no ha cruzado el umbral de su habitación.
La cortina permanece cerrada, dejando apenas entrar una rendija de luz, suficiente para iluminar el suelo cubierto de ropa y botellas de agua vacías. El aire es denso, inmóvil, como si todo allí dentro se hubiera detenido junto a ella.
Luna yace en la cama, con la mirada fija en el techo. No lee, no escucha música, no escribe.
Piensa.
Y descubre que pensar puede doler más que cualquier escenario vacío.
Los conciertos han terminado. El ruido, los gritos, los flashes... todo se ha apagado. Y con el silencio han regresado las voces que tanto tiempo trató de acallar.
La puerta se abre sin previo aviso. Jennifer entra, con paso firme, aunque sus ojos dejan entrever un cansancio que ya no puede disimular.
—Luna —empieza, cerrando tras de sí—. Quedándote así no vas a solucionar nada.
No obtiene respuesta.
La cantante permanece inmóvil, apenas respirando, como si el sonido de su propia voz pudiera delatarla.
Jennifer da un par de pasos más hacia la cama.
—Sé que estás enfadada conmigo —continúa, apretando la mandíbula—. Y lo acepto. Pero alguien tenía que hacerlo. Esa suspensión indefinida de conciertos, de apariciones... ¿de verdad crees que podías seguir adelante fingiendo que todo estaba bien?
Silencio.
El mismo silencio que lleva días acumulándose entre ellas, pesado, cortante.
Jennifer suelta un suspiro, se frota la frente con la mano libre.
—Yo no quería esto. No me alegra que los titulares digan que te has derrumbado. Pero si no ponía un alto, te ibas a romper del todo. ¿Lo entiendes?
Ni un gesto. Ni un parpadeo. Luna sigue mirando al techo, aferrada a su mutismo como a un escudo.
—Muy bien —concede Jennifer, cansada, levantando las manos en señal de derrota—. Quédate en la cama todo el tiempo que quieras. Pero no te engañes: el mundo no va a detenerse contigo.
Se da media vuelta y camina hacia la puerta. Su figura se detiene solo un segundo antes de salir.
—Cuando decidas hablar, estaré en el despacho.
El golpe seco de la puerta al cerrarse resuena en la habitación vacía. Y Luna, sola otra vez, parpadea lentamente, dejando escapar un suspiro que no escucha nadie.
Ella ya lo sabe.
Todo lo que Jennifer le ha dicho.
Pero no sabe cómo salir.
Cómo escapar de este bucle en el que ha caído. Antes tenía el alcohol, tenía sus cigarrillos, tenía esas vías de escape que Jennifer ha jurado destruir a base de amenazas y condiciones. "Si vuelve a pasar lo de aquella vez, dimito", le dijo.
Y Luna sabe que eso podria dolerle más que perder el escenario.
Un timbre rompe el silencio de la mansión.
Ella parpadea, confusa. Sabe que Jennifer no va a abrir, mucho menos después de su silencio gélido. Así que suspira, se levanta despacio y baja las escaleras.
La casa, moderna y ostentosa, parece más un escaparate que un hogar: techos altos, paredes blancas impolutas, suelos de mármol que reflejan el poco sol que entra, muebles minimalistas que nunca llegan a usarse. Todo huele a dinero, a éxito... pero nada a ella.
En el descanso de la escalera, se detiene. Una bolita de pelo gris se cruza en su camino.
—Hola, Kiki... —susurra Luna, agachándose para acariciar a su gata, que responde con un ronroneo—. ¿Tú tampoco sabes quién ha llamado, verdad?
El maullido suave no le da respuestas, pero la reconforta un segundo.
En la pantalla de la cámara de seguridad aparece un coche que reconoce al instante. Y entonces una voz suena por el interfono:
—¿Permite abrir el paso?
Luna se congela.
Mierda. Era hoy.
Su madre la había avisado. "Un poco de desconexión te vendrá bien", le dijo cuando se enteró de la cancelación de la gira. Y ella, medio ausente, medio resignada, aceptó que traer a Nick para desconectar sería una buena idea.
Ahora se arrepiente.
La verja se abre y el coche entra.
Luna espera en la puerta principal, intentando recomponerse, aunque el reflejo del cristal le devuelve la imagen de una joven agotada, con las ojeras marcadas y el cabello despeinado.
Cuando la puerta del coche se abre, Luna fuerza una sonrisa.
—Dafne... un placer verte.
El golpe de su madre es inmediato, seco, en el brazo.
—¿Cuántas veces te he dicho que no me llames Dafne? Para ti soy mamá. Seas superestrella o no.
Luna baja la mirada, como una niña reprendida. Pero el gesto de su madre cambia de inmediato cuando la observa bien.
—Dios mío, hija... —su voz se quiebra un segundo, entre sorpresa y preocupación—. ¿Pero qué aspecto es este?
Luna no tiene tiempo de responder. Del coche sale disparado Nick, con la mochila a la espalda y esa energía que parece inagotable.
—¡Lulu! —corre hacia ella, riendo, y se lanza a sus brazos.
Luna apenas logra reaccionar, pero lo atrapa en el aire. El niño huele a colonia fresca y galletas, a infancia pura.
—Madre mía, campeón... —Luna fuerza una sonrisa, apretándolo contra ella—. ¡Cómo creces! ¿Cuántos tienes ya?
—Seis y medio —responde él con orgullo, inflando el pecho.
Se separa un poco y le enseña la boca.
—¡Mira, mira! Se me ha caído un diente.
Ella arquea las cejas, sorprendida.
—¿En serio? Vas a parecer un pirata.
Nick ríe, contagiando por un momento esa chispa de luz que la casa nunca tiene.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, Lulu? ¿Qué has preparado?
Luna parpadea confusa.
El aire se le queda atrapado en la garganta. Había olvidado por completo la promesa, la visita, todo.
Su sonrisa vacila y busca con la mirada cualquier excusa que no llega.
—Ehmm... ya verás —balbucea—. Algo divertido, seguro.
Su madre no necesita más para entender. Suspira y, sin rodeos, le deja la mano del niño a Luna.
—Yo tengo que marcharme. James me está esperando, vamos a comer juntos, ya sabes, cita romántica.
—¿James? —Luna la mira, arqueando una ceja.
La burla le sale automática, como un reflejo de defensa:
—Mamá, una mujer de cuarenta y seis, no debería tener citas románticas.
Dafne frunce el ceño, pero sonríe con ironía.
—Y una superestrella de veintitrés no debería encerrarse en una cama durante días. Todos rompemos las reglas, ¿no?
La respuesta golpea más fuerte de lo que debería.
Luna no dice nada. Solo baja la mirada hacia Nick, que la observa con expectación, ajeno al peso que arrastra ella.
Él sonríe, inocente. Y con apenas esa sonrisa, ilumina un rincón de la casa que llevaba demasiado tiempo en penumbras.
Nick entra eufórico en la mansión como si fuera un parque de atracciones. Kiki, la gata, huye de inmediato, encaramándose al primer rincón alto que encuentra, bufando apenas al verlo llegar.
—¡Kiki! —ríe el niño, intentando atraparla, aunque sin éxito.
De pronto se lanza sobre el enorme sofá del salón, hundiéndose entre los cojines.
—¿Y si ponemos una peli? —pregunta, con los ojos brillantes—. ¡Tu tele es más grande que la de casa!
No espera respuesta. Ya está pensando en otra cosa.
—O mejor... ¿y si vamos a la piscina?
Hace un gesto amplio con los brazos, como si ya estuviera chapoteando en el agua. Pero ni siquiera termina de imaginarlo cuando se le ocurre algo más.
—¡O todavía mejor! —se incorpora de golpe, serio por un instante—. ¿Y si me enseñas a tocar la guitarra?
Luna parpadea, abrumada por la energía inagotable. Le observa con una mezcla de ternura y agotamiento anticipado, incapaz de seguirle el ritmo.
El ruido atrae a Jennifer, que asoma desde su despacho. Al ver a Nick, su gesto se suaviza de inmediato.
—Vaya, si está aquí el terremoto —sonríe, acercándose un par de pasos para saludarlo.
Nick corre a abrazarla, y Jennifer responde con cariño, aunque enseguida se aparta, recuperando la distancia. Sus ojos vuelven hacia Luna, más serios.
—Aprovecha el tiempo con él —dice en un tono que no suena a consejo, sino a advertencia—. Crecen antes de que te des cuenta.
Sin decir nada más, vuelve a encerrarse en su despacho.
Luna siente el peso de esas palabras, pero no responde. Se limita a asentir levemente.
Al final, accede.
—Vale... —murmura, mirando a Nick—. Una película, ¿qué te parece?
El niño levanta los brazos en señal de victoria, como si hubiera ganado la mejor de las batallas.
—¡Sí! ¡Una peli! —y vuelve a tirarse al sofá, dando por hecho que ese será su reino por las próximas horas.
Nick se acomoda entre cojines, con un bol de palomitas casi más grande que él. La pantalla del televisor ilumina el salón con tonos vivos: una de esas películas infantiles que todo el mundo ha visto alguna vez, basada en un libro que ya es un clásico para los más pequeños.
A mitad de la trama, Nick suelta de pronto, con la boca medio llena:
—Es mucho mejor el libro.
Luna arquea una ceja, sorprendida.
—¿Lo has leído? —pregunta, más por compromiso que por verdadera curiosidad.
Nick asiente con entusiasmo.
—Mamá me lo leyó hace una semana. Y en el libro lo sabes todo... lo que piensan, lo que sienten de verdad. La peli es divertida, pero... en el libro entiendes más cosas. Es como si... —se queda un momento en silencio, buscando la palabra adecuada— como si estuvieras dentro.
Luna se queda inmóvil, con los ojos fijos en la pantalla pero sin verla. Esa frase se clava en su pecho como un eco que no pidió, pero que la arrastra de golpe a otro recuerdo.
La voz de aquella chica en la cafetería resuena en su cabeza, clara, cortante, imposible de ignorar:
"Porque... sé cómo se escribe una historia. Cómo se construye un sentimiento con palabras. Lo he visto en novelas, en poemas, en obras que me han acompañado cuando no tenía nada más. Y ahí está la diferencia: una buena letra no es solo rima ni provocación. Es verdad, es algo que se clava en el pecho y te cambia, aunque sea un poco Y tus letras... ya no me hablan así. Ahora parecen más hechas para encender un titular que para tocar un corazón."
Luna siente el aire atraparse en su garganta.
Nick sigue riendo, señalando la pantalla, sin sospechar nada. Pero ella... ella no oye la película. Solo las palabras, las de su hermano pequeño y las de esa desconocida, superpuestas, insistentes.
Y por primera vez en mucho tiempo, la idea de escribir —no por un contrato, no por un hit, sino para decir algo verdadero— le duele y le atrae al mismo tiempo.
De pronto, el recuerdo de su padre irrumpe en su mente. Él, sentado con la guitarra en las rodillas, escribiendo versos en un cuaderno y leyéndoselos como si fueran poemas, cuando ella apenas tenía la edad de su hermano.
—Oye, Nick... —rompe el silencio, mirándole de reojo—. Sé que todavía estamos viendo la peli, pero... ¿quieres que te enseñe a tocar la guitarra?
Los ojos del niño se iluminan de inmediato.
—¡Sí! —asiente con entusiasmo—. Es que esta peli ya la he visto como cuatro veces.
Se levantan del sofá y atraviesan el pasillo hasta el estudio.
El lugar huele a madera y polvo, mezclado con un leve aroma a vinilo antiguo. Es amplio, con las paredes tapizadas de discos enmarcados, partituras olvidadas en estantes y un micrófono cubierto con una tela fina. Varias guitarras reposan en sus soportes, brillando bajo la tenue luz.
Desde la cocina, Jennifer, que ha salido momentáneamente de su despacho, observa cómo ambos cruzan la puerta. Se prepara una taza de café, y por un instante, permite que una sonrisa sincera suavice su rostro: ver a Luna entrar de nuevo en ese estudio, después de tanto tiempo, es algo que creía imposible.