ENTRE AULAS Y AMORES: Primer Año

La lluvia empezó sin aviso. Valeria corrió hasta el paradero, pero el último bus ya se había ido. Sus apuntes, que había intentado proteger con la mochila, terminaron empapados igual que su paciencia.

- “Perfecto”, murmuró Valeria, mirando el celular sin señal y el reloj sin esperanza.

El campus estaba casi vacío, y el sonido del agua rebotaba en los edificios como si el lugar respirara solo.

Valeria suspiró resignada, no tendría más opción que caminar y terminar completamente empapada, cuando una luz de faros se detuvo a pocos metros.

- “¿Vas a quedarte esperando una barca o aceptas ayuda?”, preguntó Gael, su voz sonó al distinta entre el ruido del agua.

Estaba en su moto, con el casco en una mano y una chaqueta de cuero que parecía inmune al clima.

Tenía el cabello algo mojado, la sonrisa ladeada y esa mirada que mezclaba ironía con algo que ella no terminaba de descifrar.

- “¿No deberías estar,  no sé, en algún lugar menos empapado?”, cuestionó Valeria.

- “De hecho, venía de la biblioteca. Pero parece que alguien más necesitaba rescate”, respondió Gael.

Ella lo miró, incrédula y aliviada a la vez.

- “¿Y si no confío en los motociclistas misteriosos?”, bromeó Valeria.

- “Entonces te dejo el número de mi matrícula y una lista de referencias personales”, respondió Gael con media sonrisa.

Valeria rió, pese a sí misma.

- “Está bien, héroe de media jornada. Pero si me matas, me debes un café eterno”, expresó Valeria.

- “Trato hecho”, dijo Gael y le tendió el casco. “Sube antes de que el diluvio se vuelva bíblico”.

Valeria subió detrás de él. El contacto fue torpe al principio; la distancia justa entre ambos se redujo a un espacio de aire y nervios.La sensación del casco apretado y la lluvia golpeando el visor la hizo sentir en otra realidad, donde el tiempo iba más lento.

El motor rugió y la ciudad se encendió en luces difusas, temblando bajo el agua.

Durante los primeros minutos no hablaron. Solo hubo el sonido del agua, el viento y la respiración contenida de Valeria. Sentía el movimiento de Gael frente a ella, firme, preciso, como si nada pudiera tocarlo. Pero a ratos, cuando doblaba una esquina o bajaba la velocidad, percibía el leve temblor en su hombro, un detalle mínimo, casi humano.

Cuando el tráfico se alivió, Gael rompió el silencio.

- “Siempre pensé que odiabas los riesgos”, comentó Gael.

- “No los odio. Solo intento no buscarlos”, respondió Valeria.

- “Yo hago lo contrario”, dijo Gael.

- “Ya me había dado cuenta”, comentó Valeria.

Él soltó una risa breve.

- “Supongo que es mi forma de no pensar demasiado”, dijo Gael.

- “¿Y eso es algo que pasa seguido?”, preguntó Valeria.

- “Más de lo que me gustaría”, dijo él, bajando el tono. “Cuando dejo de hacer cosas, empiezo a pensar y no siempre es bueno”.

Valeria no respondió enseguida. Sintió que esa confesión le abría una puerta que casi nadie conocía. Gael solía ser rápido, confiado, el tipo que siempre sabía qué decir. Pero ahora hablaba como alguien que no tenía respuestas.

- “¿Sabes?”, dijo ella, después de un momento. “A veces envidio eso. Tu seguridad. Yo me paso el día dudando de todo”.

- “Entonces estamos igual. Solo que yo aprendí a disimularlo mejor”, manifestó Gael.

La lluvia seguía cayendo, suave ahora, casi como fondo musical. El semáforo cambió a rojo, y Gael giró un poco para mirarla. Sus ojos estaban cansados, pero había en ellos una calma extraña, una especie de verdad sin filtro.

- “No todos los días me dejas ver ese lado”, murmuró Valeria.

- “No todos los días quiero que lo vean”, dijo Gael, hizo una pausa, apenas un suspiro. “Pero tú no lo estropeas”.

El semáforo cambió a verde y el momento se disolvió con el rugido del motor. Sin embargo, la frase quedó flotando entre ellos, como una chispa que no se apaga.

El resto del trayecto fue en silencio. Valeria apoyó la frente en el borde del casco y se permitió respirar al ritmo del movimiento.

Cuando llegaron frente a la residencia universitaria, Gael apagó la moto. Las rejas previas a las escaleras de la entrada estaban cerradas, pero las luces del vestíbulo seguían encendidas; algunas luces de las habitaciones encendidas, y el sonido de las gotas de lluvia golpeando el pavimento parecían brindar una melodía de calma.

Valeria se quitó el casco. El cabello se le pegaban en el rostro, y sus labios temblaban entre el cansancio y una sonrisa que no terminaba de decidirse en mostrar timidez o gratitud.

- “Gracias por traerme”, dijo ella, con nervios muy ligeros. “No pensé que el día fuera a terminar así”.

- “Yo tampoco”, respondió Gael, con una sonrisa más tranquila que de costumbre, “pero admito que tuvo un buen final”.

Le tendió la mano para tomar el casco. Sus dedos se rozaron apenas, y ese contacto, mínimo, pareció decir más que cualquier palabra. Ella lo sintió. Él también.

- “Entonces…”, Valeria buscó algo que decir, sin hallarlo del todo. “Buenas noches, Sotelo”.

- “Buenas noches, Torres”, dijo Gael.

Ella retrocedió unos pasos y cruzó el portón. Antes de entrar, se giró. Gael seguía allí, sentado sobre la moto, observándola con una expresión distinta a la que usaba en clase, sin máscaras, sin ironías.

- “¿Qué?”, preguntó ella, sonriendo.

- “Nada”, negó Gael suavemente. “Solo que, te sienta bien la lluvia”.

Valeria rodó los ojos, pero no pudo evitar sonreír antes de cerrar la reja. La moto arrancó, y el ruido del motor se perdió en la calle mojada. Durante unos segundos, el reflejo de los faros se dibujó sobre los charcos, como si el momento quisiera quedarse.

El corazón de Valeria latía con insistencia. No sabía si era el frío, la adrenalina o el principio de algo que ya no podía ignorar. Solo sabía que, de pronto, todo lo que antes parecía simple se había vuelto un poco más complicado y mucho más interesante; cuando Gael dejaba de ser un desafío constante, podía tener una calidez que la envolvía completamente.