Sarah siempre había tenido a Liam en su vida, pero jamás imaginó que sus sentimientos por él podrían cambiar. Es el mejor amigo de su hermano, un chico que siempre estuvo en su órbita, pero nunca en su corazón. Sin embargo, una noche mágica, bajo el brillo de las estrellas, todo cambia. La atracción es inmediata, poderosa, y aunque duda, no puede evitar sucumbir al deseo. El amor se convierte en una lucha interna entre lo que siente y lo que debe hacer. ¿Podrá vivir con el riesgo de perderlo todo por un amor que parece destinado a romper las reglas?
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Entre la piel y el alma 1
Liam:
Sentí su respiración acelerarse contra mi pecho, y mis dedos se enredaron en su cabello casi sin pensar. Sarah alzó la mirada, y nuestros ojos se encontraron de nuevo. Ya no había dudas. Ya no había miedo. Solo ese deseo contenido, al borde de estallar. Me incliné despacio, dándole tiempo de alejarse si quería, pero no lo hizo. Al contrario, fue ella quien acortó la distancia. Y cuando nuestros labios se encontraron, esta vez no fue un beso suave y contenido. Fue fuego.
Sarah me besó con hambre, como si quisiera recuperar todo el tiempo perdido, y yo respondí igual. Mis manos se aferraron a su cintura, atrayéndola más cerca, sintiendo el calor de su cuerpo contra el mío. Ella se subió un poco más a la cama, sin romper el beso, y sus piernas quedaron cruzadas sobre las mías. La intensidad creció, y con ella, los latidos desbocados, la respiración entrecortada, los dedos temblorosos explorando con timidez pero sin pausa. Mi pulgar trazó un camino lento por su mejilla, luego por su cuello, hasta enredarse en el borde del suéter. Podía sentir su piel erizarse bajo la tela.
Sarah gimió, apenas un sonido ahogado que me volvió loco. Sus labios bajaron hasta mi mandíbula, luego mi cuello, y fue mi turno de cerrar los ojos, de dejar que el momento me arrastrara.
—Liam… —susurró con la voz entrecortada—. Esto… esto se está saliendo de control.
Respiré hondo, pegando mi frente a la suya, tratando de recuperar algo de cordura.
—Lo sé —murmuré—. Pero no voy a hacer nada que tú no quieras. Dime y paro ahora mismo.
Ella me miró, con los labios entreabiertos, los ojos cargados de deseo… pero también de ternura.
—No quiero que pares —dijo—. Solo… quiero que esta noche sea nuestra. Sin miedo. Sin reloj. Sin límites.
Y yo no necesitaba nada más. Volvimos a besarnos, más lento esta vez, como si quisiéramos saborear cada segundo. Y así nos dejamos caer, entre besos y caricias, en esa noche que ya no era de nadie más. Solo nuestra.
Sus labios volvían a encontrar los míos, una y otra vez, como si nos estuviéramos buscando desde siempre. Mis manos recorrían su espalda por encima del suéter, lentas, cuidadosas, intentando memorizar cada curva, cada temblor.
Sarah se acomodó encima de mí, con las piernas a cada lado de mis caderas. Se apoyó con suavidad, sus ojos clavados en los míos. Respirábamos el mismo aire, compartiendo el mismo vértigo. Supe, en ese instante, que no había marcha atrás. Lentamente, mis dedos se deslizaron por debajo de su suéter, sintiendo su piel cálida, suave. Ella no se apartó. Al contrario. Sus manos buscaron la basta de mi camiseta y me la fue quitando, despacio, con una calma que quemaba más que cualquier prisa. Nos quedamos así, con el pecho expuesto, el deseo latiendo entre los silencios. Nos besamos de nuevo, con más hambre, más necesidad. Nuestros cuerpos empezaron a moverse en una coreografía instintiva, como si supieran exactamente qué hacer.
La habitación se llenó de suspiros y caricias. El mundo, de pronto, quedó fuera. No existía Doruk, ni los secretos, ni el miedo. Solo nosotros dos, en esa cama, redibujando los límites de lo que éramos. Y cuando el silencio se volvió absoluto, cuando todo se detuvo excepto los latidos de nuestros corazones, supe que esa noche no se nos iba a olvidar nunca. Ni a ella. Ni a mí.
La miré nuevamente, y esta vez no apartó la mirada. Mis manos subieron despacio, buscando el borde de su suéter. Ella levantó los brazos sin decir una palabra pero si note el miedo en sus ojos , se lo quité con calma, dejándolo caer al suelo. Luego vino su blusa, tan fina que parecía desaparecer entre mis dedos. Cuando finalmente quedó solo en brasier frente a mí, sentí que el aire se volvía más denso, más necesario. Sarah no se cubrió. No se escondió. Me sostuvo la mirada, con esa mezcla de nervios pero note su inseguridad y valentía que solo ella podía tener. Y yo… yo no podía dejar de mirarla. No por morbo. No por prisa. Era otra cosa. Algo más profundo.
—Eres hermosa —le dije, apenas un susurro.
Ella sonrió con esa timidez que tanto me rompía y bajó la mirada por un segundo. Pero cuando volvió a alzarla, había fuego en sus ojos. Ella me miró, pero en sus ojos volví a notar ese miedo.
¿Quieres que pare? —le pregunté nuevamente.
—Yo... —suspiró—. No quiero que pares, pero... —me miró y se quedó en silencio.
—¿Pero...? —la miré, un poco preocupado.
—No tengo confianza en mí misma, Liam. Yo... ni siquiera sé lo que debo hacer. Créeme, no es mi primera vez, pero es como si lo fuera —suspiró.
Me quedé en silencio, observándola. Su voz temblaba, pero no de miedo, sino de sinceridad. De esa lucha interna que a veces nos paraliza cuando más queremos algo. La acaricié con suavidad la mejilla, queriendo que supiera que no tenía que demostrarme nada.
—No tienes que saber qué hacer —le dije en voz baja—. No hay un guion. No hay una forma correcta. Solo estamos tú y yo… y lo que sentimos.
Sarah bajó la mirada, mordiéndose el labio. Me dolía verla así, tan vulnerable, como si estuviera peleando contra una versión de sí misma que no merecía cargar.
—Es que... —dijo con un susurro casi roto— a veces siento que no soy suficiente. Que no sé ser lo que esperan de mí. Que tal vez no sepa darte lo que necesitas.
Negué despacio y acerqué mi frente a la suya.
—Lo único que necesito es a ti, tal como eres. No quiero que seas perfecta. No quiero nada que no seas tú.
Ella cerró los ojos, una lágrima resbalando por su mejilla. La limpié con el pulgar, besándola con suavidad en la sien. La abracé, fuerte, como si pudiera protegerla no solo del mundo, sino de esas dudas que la habitaban.
—Podemos parar —le dije, con la voz firme pero serena—. Podemos quedarnos aquí, abrazados. No hay prisa. No hay presión. Lo que más quiero es que te sientas segura conmigo. Siempre. Sarah respiró hondo, y cuando volvió a abrir los ojos, vi algo distinto en ellos. Seguía habiendo miedo, sí, pero también había ternura. Y confianza. Pequeña, temblorosa, pero real.
—Gracias —murmuró—. Por no correr. Por quedarte.
Le sonreí.
—Siempre me voy a quedar.
Y entonces, en ese silencio sin fuego ni deseo, solo piel y corazón, la abracé más fuerte. Esa noche ya no se trataba de llegar a ningún lugar, sino de encontrarnos. De verdad. Y lo hicimos. Así, entre suspiros, caricias lentas y la certeza de que, a pesar del miedo, estábamos empezando algo que valía la pena.