Pia es vendida por sus padres al clan enemigo para salvar sus vidas. Podrá ser felíz en su nuevo hogar?
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capítulo 22
El sol comenzaba a esconderse detrás de las copas de los árboles cuando la camioneta negra se detuvo frente al portón de la mansión De Santi. Francesco bajó primero. Caminó hasta la parte trasera del vehículo y abrió la puerta con cuidado. Un enfermero descendió junto a él, seguido de dos hombres más que traían una camilla especial, acolchada y firme.
Leonardo bajó lentamente. Tenía el rostro pálido, las ojeras marcadas y el cabello revuelto. Llevaba una chaqueta de hospital encima de una camiseta gris, y se notaba en su mirada que el dolor seguía ahí, latente, persistente. El impacto de bala en el pecho no solo le había dejado secuelas físicas. Había algo más. Algo que le costaba poner en palabras. La debilidad lo avergonzaba, aunque jamás lo diría en voz alta.
Apoyó una mano en el hombro de Francesco y la otra en el bastón que le habían dado los médicos para estabilizar su andar. Cada paso era una victoria amarga, pero una victoria al fin. No quería mostrarse vulnerable, pero sabía que no había opción. Por ahora.
—Avisa que ya llegamos —le dijo a Francesco con la voz áspera.
El hombre asintió y se adelantó para abrir la puerta principal.
Del otro lado, Elena ya estaba esperando.
—¿Dónde está Pia? —preguntó Leonardo al cruzar el umbral.
Elena dudó unos segundos.
—En la biblioteca. No ha salido en todo el día.
Leonardo asintió, como si eso fuera suficiente para él en ese momento. Sus ojos celestes, más apagados que nunca, se desviaron hacia la escalera. El solo hecho de pensar en subirla le producía una mezcla de rabia y resignación.
—Preparen la habitación de abajo —ordenó Francesco, adivinando los pensamientos de su primo—. Por unos días se va a quedar en el ala sur.
—Ya está lista —confirmó Elena.
Mientras los hombres lo llevaban por el pasillo hacia el cuarto habilitado, Pia cerraba un libro sin terminar. Estaba sentada en uno de los sillones de terciopelo azul, con las piernas cruzadas y una manta sobre el regazo. Desde que había sabido del disparo, no había pisado el hospital. No porque no le importara… sino porque le importaba demasiado.
El día en que Elena entró corriendo a su habitación para contarle lo que había pasado, algo se quebró dentro suyo. No fue amor, tampoco compasión. Fue algo más crudo. Una especie de miedo mezclado con angustia. Y aunque su orgullo le impedía aceptar lo que sentía, había estado preguntando por él todos los días desde entonces.
—¿Cómo está hoy?
—¿Despertó?
—¿Dijo algo?
—¿Se alimentó?
Las preguntas eran siempre las mismas, y siempre salían en voz baja, como si quisiera esconderlas incluso de sí misma. Elena respondía con paciencia, sabiendo que esas preguntas eran el único hilo que unía a Pia con ese hombre al que decía odiar.
Y ahora, Leonardo estaba de vuelta.
Pia escuchó el sonido de los pasos en el piso de abajo. Supo de inmediato que era él. Que estaba caminando con dificultad, que su respiración era pesada. Cerró los ojos por un momento y apoyó la frente en la palma de la mano. Su corazón latía con fuerza, pero no se movió.
Elena golpeó la puerta de la biblioteca minutos después.
—Ya está en casa —dijo con suavidad, sin necesidad de decir nombres.
Pia no respondió.
—¿Querés verlo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Cómo lo viste? —preguntó luego, con voz baja.
—Más flaco. Cansado. Pero vivo.
Pia tragó saliva.
—¿Dijo algo?
—Preguntó por vos.
Pia apretó los labios y giró la cara hacia la ventana. Elena entendió que no era momento de insistir.
—Voy a llevarle algo de té —dijo antes de marcharse.
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Leonardo estaba recostado en una cama amplia, vestido ya con ropa cómoda. Francesco se había encargado de coordinar todo: el colchón ortopédico, los medicamentos, el equipo médico y hasta una televisión en la pared, aunque sabía que Leonardo no la usaría. Lo conocía demasiado bien. El jefe del clan no era hombre de pantallas. Era de silencios, de pensamientos oscuros, de estrategias.
—¿Necesitás algo más? —preguntó Francesco desde la puerta.
Leonardo negó con un gesto.
—Gracias por todo.
Francesco asintió, algo sorprendido por el tono agradecido de su primo.
—¿Querés que le diga a Pia que estás acá?
Leonardo no respondió de inmediato. Se quedó mirando el techo, como si intentara leer alguna señal invisible.
—Si quiere saberlo, ya lo sabe —dijo al fin—. No la obligues a nada.
Francesco lo miró en silencio unos segundos, luego se fue.
Leonardo se quedó solo con su respiración, con el dolor que le pinchaba el pecho cada vez que se movía, y con esa maldita sensación de vacío que Pia le había dejado clavada desde el día en que lo enfrentó por Vittorio.
Él había hecho lo que consideraba necesario. El amor lo había hecho débil, y la debilidad costaba vidas. Así le habían enseñado. Pero algo en la forma en que Pia lo había mirado aquel día lo había perseguido incluso en sus sueños. No era odio. Era decepción. Y eso le dolía más que cualquier bala.
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Durante los días siguientes, Pia no fue a la habitación donde él estaba. Mantenía su rutina casi intacta: desayuno sola, lectura en la biblioteca, paseos cortos por el jardín, cenas en silencio. Pero cada vez que Elena volvía del ala sur con una bandeja vacía, Pia la miraba con ansiedad.
—¿Comió algo?
—Muy poco.
—¿Tomó la medicación?
—A regañadientes.
—¿Dijo algo de mí?
—No.
Elena empezaba a comprender que esas preguntas eran, en realidad, una súplica muda. Pia necesitaba saber. Necesitaba mantenerlo vivo, aunque no pudiera soportar estar cerca de él.
Una noche, ya entrada la madrugada, Pia bajó en silencio por las escaleras. Caminó descalza por el pasillo hasta llegar a la puerta del ala sur. No entró. Solo apoyó la palma contra la madera.
Adentro, Leonardo dormía.
Ella lo supo, lo sintió.
Cerró los ojos.
—No te mueras —susurró, apenas audible—. No todavía.
Luego se fue.
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El día número siete, Pia apareció en la cocina justo cuando Elena estaba preparando la bandeja de desayuno.
—Yo la llevo —dijo, sin mirar a nadie.
Elena no dijo una palabra. Solo asintió y le entregó la bandeja.
Pia caminó con ella en las manos, sintiendo que el corazón le temblaba en el pecho. Cuando llegó a la puerta de la habitación, dudó un segundo antes de golpear suavemente.
—¿Leonardo?
Desde adentro, una voz grave respondió:
—Pasá.
Ella entró despacio. Leonardo estaba sentado en la cama, con un libro entre las manos, pero al verla se congeló. No porque no la esperara… sino porque no creyó que sería capaz de entrar.
Pia dejó la bandeja sobre la mesa auxiliar.
—Te traje el desayuno.
Leonardo la observó. Su mirada estaba cargada de algo que no era odio, ni orgullo, ni soberbia. Era algo más vulnerable.
—Gracias.
Pia dio un paso atrás.
—Me alegra que estés vivo —dijo, sin emoción, pero sin frialdad.
Leonardo asintió.
—Yo también me alegro.
Ella hizo ademán de irse, pero él habló de nuevo:
—¿Todavía me odiás?
Pia se detuvo.
—No lo sé.
—¿Y eso es mejor o peor que un sí?
—No te mueras otra vez y tal vez lo descubramos.
Y sin decir más, salió de la habitación, cerrando la puerta con suavidad.
Leonardo se quedó mirando la bandeja.
Autora te felicito eres una persona elocuente en tus escritos cada frase bien formulada y sutil al narrar estos capitulos