Morir a los 23 años no estaba en sus planes.
Renacer… mucho menos.
Traicionada por el hombre que decía amarla y por la amiga que juró protegerla, Lin Yuwei perdió todo lo que era suyo.
Pero cuando abrió los ojos otra vez, descubrió que el destino le había dado una segunda oportunidad.
Esta vez no será ingenua.
Esta vez no caerá en sus trampas.
Y esta vez, usará todo el poder del único hombre que siempre estuvo a su lado: su tío adoptivo.
Frío. Peligroso. Celoso hasta la locura.
El único que la amó en silencio… y que ahora está dispuesto a convertirse en el arma de su venganza.
Entre secretos, engaños y un deseo prohibido que late más fuerte que el odio, Yuwei aprenderá que la venganza puede ser dulce…
Y que el amor oscuro de un hombre obsesivo puede ser lo único que la salve.
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Capitulo 20: Un monstruo
[Zhao Lian]
Llevo más de dos horas intentando llamarla.
El maldito teléfono no hace más que mandarme al buzón una y otra vez. Primero pensé que estaría ocupada en el hospital, con los niños o con alguna práctica. Pero pasaron los minutos, luego la hora… y nada. La inquietud me araña desde el estómago hasta la garganta. No sé por qué, pero esta sensación no es simple ansiedad. Es la misma que sentí aquella vez, cuando algo dentro de mí me gritó que iba a perderla.
Estoy en mi oficina, pero ya no puedo concentrarme. Los informes sobre la mesa me resultan inútiles, las palabras borrosas. Me suelto la corbata, abro los dos primeros botones de la camisa y salgo al exterior. El aire huele a metal, a pólvora y a tierra.
Mi empresa no es un edificio de cristal como la de mi familia. No hay trajes ni reuniones con sonrisas falsas. Aquí, cada hombre que entra sabe que podría salir herido o muerto. Mi compañía se dedica a la tecnología de defensa, entrenamiento táctico y desarrollo de armamento de alta precisión.
Contratos con gobiernos extranjeros, unidades de seguridad privada, equipos de élite.
Nada que un civil promedio pudiera imaginar.
Nada que un Zhao “respetable” aprobaría.
Camino hasta el campo de prácticas, donde varios hombres descargan sus armas contra los blancos móviles. El sonido de los disparos resuena como una tormenta metálica. Mi amigo Jian, uno de los instructores principales y uno de los pocos que me soporta, me ve llegar y sonríe con esa calma suya que siempre roza la locura.
—Llegas tarde, jefe —dice, ajustando la mira de su rifle—. ¿Te animas a un par de tiros o sigues creyendo que eres demasiado elegante para mancharte las manos?
—Depende —respondo, tomando la pistola que me tiende—. ¿Qué estás apostando esta vez?
—El almuerzo —ríe.
Cargo el arma, alineo la mira y disparo tres veces seguidas. Los proyectiles atraviesan los tres blancos en el centro exacto.
Jian suelta una carcajada y alza las manos.
—Siempre jodes las apuestas.
No llego a responderle.
Unos pasos apresurados resuenan detrás de mí.
Es mi secretario personal, el que siempre mantiene la compostura, pero esta vez tiene la cara pálida y el pulso visible en la garganta.
—Señor Zhao… —empieza, respirando agitado—. Hay un problema.
Bajo el arma con lentitud, dándole tiempo para ordenar sus ideas.
—Habla.
—Recibimos una llamada del hospital infantil —dice, nervioso—. La señorita Yuwei no se presentó a la reunión final de prácticas. La buscaron en las salas y en los baños… pero no está.
El sonido del campo se apaga.
No porque haya silencio, sino porque mi cabeza deja de registrar todo.
—¿Qué dijiste? —mi voz suena más baja de lo que esperaba.
—Una enfermera dijo que la vio entrar al baño, pero… nadie la vio salir. Revisaron las cámaras del pasillo, y hay un lapso de cinco minutos sin registro.
Jian me mira, pero no dice nada. Sabe que no debe hacerlo.
El secretario continúa, titubeando:
—Intentamos llamarla, pero su teléfono está apagado.
En un segundo, todo dentro de mí cambia.
El aire parece más denso.
El pulso me golpea las sienes, fuerte, rítmico, insoportable.
Dejo el arma sobre la mesa metálica y me acerco al asistente.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?
—Aproximadamente tres horas, señor.
Tres horas.
Demasiado.
No digo una palabra más.
Camino hacia el edificio principal con pasos largos, las manos apretadas en puños. Siento las miradas de los empleados seguirme, pero nadie se atreve a hablar. Cada vez que inhalo, siento que la rabia me sube por la garganta, como un animal queriendo salir.
Yuwei no desaparece así. No sin avisarme. No sin dejar rastro. Esto no es un descuido. No puede serlo.
Jian me alcanza antes de que entre al ascensor.
—¿Qué pasa? —pregunta, sin rodeos.
—La tomaron.
Su rostro cambia de inmediato.
—¿Quién?
—Aún no lo sé —respondo, apretando los dientes—. Pero voy a averiguarlo.
Y en ese momento lo siento, como un instinto primario: el frío detrás de la nuca, la sangre bombeando en los oídos, la certeza de que alguien se atrevió a tocar lo que no debía.
Abro el ascensor, presiono el botón del piso más alto y miro a Jian una última vez.
—Prepara a los equipos de rastreo.
—¿Los tácticos o los de inteligencia?
—A todos.
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El aire del almacén era pesado, cargado de polvo y del eco de voces que se apagaban conforme los autos se alejaban. Yuwei tiraba con fuerza de la cuerda que le ataba una muñeca al tubo del suelo. La fricción le raspaba la piel, pero siguió intentándolo hasta que los dedos se le entumecieron.
Escuchó pasos afuera. Voces masculinas.
No podía distinguir las palabras, solo el tono, firme, negociando algo. El líder de los hombres estaba hablando con alguien, pero desde donde estaba, la luz que entraba por la puerta apenas dejaba ver una silueta. Al cabo de unos segundos, escuchó el sonido de puertas de auto cerrándose y motores encendiéndose.
Silencio.
Yuwei contuvo la respiración. Esperó.
Cuando por fin creyó que estaba sola, se incorporó un poco para intentar soltarse.
Pero no alcanzó a moverse más.
La puerta del almacén se abrió con un chirrido que le heló la sangre. El sonido de los zapatos contra el concreto fue lento, calculado, como si quien entraba disfrutara cada paso.
Yuwei levantó la vista… y su cuerpo se paralizó.
Zhao Xiang.
El hermano menor de Lian.
Aquel rostro arrogante, los mismos ojos oscuros, esa sonrisa torcida que no había olvidado desde su infancia. La última vez que lo había visto tan cerca, ella tenía catorce años y aún recordaba el asco, el miedo, las manos que él intentó poner donde no debía.
El hombre cerró la puerta tras de sí y sonrió con la misma malicia de entonces.
—Vaya… no esperaba que siguieras igual de bonita —dijo, con un tono venenoso—. Aunque ahora entiendo por qué mi hermano te cuida tanto.
Yuwei lo miró con los ojos llenos de rabia.
—¿Fuiste tú? —su voz tembló, pero no de miedo, sino de furia—. ¿Tú mandaste a esos hombres?
Xiang se encogió de hombros, fingiendo inocencia.
—No te pongas así, solo necesitaba que me ayudaras con algo.
—¿Ayudarte? —repitió, incrédula—. ¡¿Así llamas a esto?! ¡Eres un enfermo!
La sonrisa de Xiang se ensanchó.
—Ten cuidado con lo que dices, Yuwei. —Se agachó hasta quedar a su altura, el rostro a pocos centímetros del suyo—. No te conviene insultar a quien tiene la llave de esa cuerda.
Ella retrocedió cuanto pudo, sintiendo un nudo en el estómago. El recuerdo de aquel día, de las manos que intentó apartar con todas sus fuerzas cuando era niña, volvió como un golpe.
El mismo olor a perfume barato, la misma mirada sucia.
—Mi hermano cree que puede tenerlo todo —continuó Xiang, enderezándose—. Que nadie puede tocar lo que él considera suyo.
Sus pasos resonaron al caminar alrededor de ella.
—Pero dime, Yuwei, ¿no te parece aburrido ser solo “la sobrina adoptiva”? ¿Nunca te has preguntado cómo sería si alguien más… te mirara distinto?
—Cállate —escupió ella, la voz quebrada entre el miedo y el odio—.
Él soltó una risa baja.
—Eres igual de insolente que antes. Por eso me gustas.
—¡No te atrevas! —gritó ella, intentando soltarse de nuevo.
Xiang la observó unos segundos más, luego suspiró y metió las manos en los bolsillos.
—Tranquila, no pienso hacerte daño… todavía. Solo quería verte la cara.
Su sonrisa se volvió más fría, más calculadora.
—Cuando mi querido hermano se entere de que estás aquí, va a venir por ti. Y cuando lo haga, quiero que me mire suplicando. Quiero verlo perder el control, quiero que se arrastre.
—No sabes lo que estás haciendo —dijo ella entre dientes—. No tienes idea del hombre al que estás provocando.
Él soltó una carcajada.
—Por favor, Yuwei. Todos lo pintan como un monstruo, pero al final no es más que un tipo con un trauma. No me asusta.
—Debería —respondió ella con una mirada que lo descolocó—. Porque cuando él llegue, no va a hablar.
Por un instante, el silencio llenó el lugar.
Xiang desvió la mirada, incómodo, pero disimuló con una sonrisa arrogante.
—Entonces esperemos a ver quién llega primero… él o la policía.
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Detrás de Xiang, cuatro hombres se habían colocado en fila, vigilando en silencio.
Sus rostros eran duros, tatuados, y la forma en que se movían delataba lo que eran: gánsteres, hombres acostumbrados a la violencia.
El ambiente dentro del almacén se volvió denso, cargado de humo y de una tensión que podía cortarse con un cuchillo.
Yuwei intentaba soltarse, pero la cuerda apenas cedía un centímetro. Cada tirón le quemaba las muñecas. Sabía que escapar sola sería imposible, pero se negaba a dejar que la vieran temblar.
Xiang, satisfecho con su pequeña obra de teatro, se giró hacia ella.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de todo esto? —dijo, encendiendo un cigarro—. Que por primera vez, mi querido hermano va a entender lo que se siente perder el control.
Sacó el teléfono de su bolsillo y lo levantó con una sonrisa torcida.
—Veamos qué tan rápido corre cuando se trata de ti.
Marcó un número. Esperó apenas dos tonos.
Al otro lado de la ciudad, Lian conducía a toda velocidad por la autopista. El volante temblaba bajo sus manos. Había salido de la empresa hace veinte minutos, después de recibir el informe del equipo de rastreo. No tenían señales de Yuwei. Cada kilómetro que pasaba sin respuestas era una punzada más de rabia contenida.
El teléfono comenzó a sonar en el tablero.
Vio el nombre en la pantalla: Xiang.
Sus labios se curvaron en una mueca de desprecio.
Respondió sin dudar.
—¿Qué mierda quieres?
La voz de su hermano sonó al otro lado, empapada de sarcasmo.
—Qué modales, Lian. ¿Así saludas a la familia?
—Dime lo que tengas que decir antes de que te cuelgue.
Xiang soltó una risa baja, nerviosa, de esas que preceden a algo peor.
—Pensé que te gustaría saber dónde está tu pequeña sobrina.
El mundo se detuvo.
Lian aferró el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—Ten cuidado con lo que vas a decir —murmuró, la voz tan baja que sonaba inhumana.
—Oh, no te preocupes —continuó Xiang, disfrutando cada palabra—. Está viva. Por ahora. Aunque se ve bastante frágil… —hizo una pausa intencionada—. Deberías verla, hermano. Es tan linda cuando llora.
El sonido del motor rugió cuando Lian pisó el acelerador. El velocímetro marcó ciento ochenta.
Su respiración se volvió irregular, los ojos fijos en la carretera. Podía escuchar la risa de su hermano mezclándose con el ruido del viento.
—Si le tocas un solo cabello, Xiang, te juro que—
—¿Qué harás? —lo interrumpió con burla—. ¿Matarme? No te atreverías. No frente a la familia. No con el abuelo observando cada paso que das.
Lian sonrió. Pero no era una sonrisa humana; era un gesto helado, vacío, de pura furia contenida.
—Entonces reza para que el abuelo no se entere antes de que te encuentre.
—Oh, por favor, Lian —dijo Xiang, riendo con arrogancia—. No seas tan dramático. Si la quieres tanto, ven por ella. Te enviaré la ubicación.
El tono cambió, más oscuro—. Pero ven solo. Si veo a uno de tus perros, no garantizo que tú sobrina siga respirando.
La llamada se cortó.
Lian bajó el teléfono despacio.
El silencio en el auto era tan absoluto que podía escuchar el latido en sus sienes.
Su mandíbula se contrajo. El aire a su alrededor parecía vibrar de pura ira. Durante un instante, el mundo se redujo a una sola cosa: Yuwei.
Pisó el acelerador con fuerza, los neumáticos chirriando contra el asfalto.
Los edificios pasaban a toda velocidad, borrosos.
—Si le haces daño… —murmuró, con la voz rota por la rabia— …te juro que no quedará nada de ti, Xiang. Ni siquiera tus malditos huesos.
El reflejo de su mirada en el retrovisor era suficiente para helar la sangre de cualquiera.
No había miedo, ni vacilación.
Solo la furia de un hombre al que acababan de arrebatar lo único que amaba.