Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 22
Bajo la atenta mirada de los transeúntes, Avery y Fania siguieron a Madame Colette con sigilo, fundiéndose con las sombras que los faroles de gas proyectaban en las paredes empedradas del barrio.
Al cruzar el umbral de la mansión de la Madame, un torbellino de aromas las envolvió: perfumes dulzones, licor fuerte, incienso barato. Las paredes interiores estaban cubiertas por tapices carmesí y retratos sugerentes de mujeres en poses lánguidas; cortinas pesadas en tonos rojo y oro colgaban como lenguas de fuego de cada ventana, tiñendo el aire de lujuria y misterio.
—¡Chicas! —tronó la voz de Madame Colette como un relámpago en la madrugada.
En segundos, una veintena de mujeres apareció. Algunas bajaban por las escaleras de caracol, otras salían de habitaciones ocultas tras biombos, todas formándose en una línea frente a ella como soldados listos para la batalla.
—Tenemos una misión muy importante —dijo con voz firme y mirada afilada—. Una de ustedes, la que más se parezca a la señorita aquí presente —señaló a Avery con elegancia teatral—, se acostará con su padre.
El silencio fue inmediato. Las mujeres se miraron entre sí con incredulidad, como si acabaran de escuchar un disparate.
—¡No malentiendan! —añadió rápidamente—. Es para proteger a su madre de una bestia con poder y sin alma.
Colette explicó con detalle la historia que Avery le había confiado momentos antes. No omitió nada. Había en su voz una mezcla de indignación y compasión que aplacó la confusión inicial.
—No las voy a obligar. Solo aquellas que estén dispuestas pasarán a la evaluación.
—Le pagaré bien —añadió la pelinegra.
—¡No, no! —interrumpió Madame, levantando una mano enjoyada—. Este servicio corre por cuenta de la casa. Yo lo costeo. La próxima vez, si hay una, te tocará a ti. Por cierto, aún no sé tu nombre.
—Avery. Avery Richmond.
—¿Richmond? —repitió la mujer con una ceja alzada—. ¿La hija del Archiduque? ¿Ese malnacido sin alma?
—Así es —afirmó Avery, sin vacilar.
Madame Colette soltó un bufido—. Ya lo he dicho: los poderosos suelen ser los más podridos. No todos, pero casi. Animales que caminan erguidos.
—Usted lo ha dicho, Madame.
—Llámame así siempre, tienes mi permiso.
Avery asintió con un dejo de respeto.
—Entonces, ¿quién se ofrece?
Una vez más, las mujeres intercambiaron miradas nerviosas. Solo seis dieron un paso al frente. El temor no era infundado: involucrarse con una figura tan influyente como el Archiduque podría costarles más que su libertad.
—Las demás pueden marcharse —ordenó Madame—. Avery, obsérvalas bien. El cabello no importa, tenemos pelucas. Hay una rizada negra, si mal no recuerdo.
Una a una, Avery recorrió los rostros, las miradas, los gestos. Finalmente, se detuvo frente a una mujer de cabello castaño que le caía en ondas sobre los hombros. Tenía facciones suaves, nariz recta, labios curvados de forma similar a los de Eliana.
—Ella —dijo con firmeza.
—Adelaida —llamó Madame—. ¿Estás segura de querer hacer esto?
—Sí, Madame. Pero… ¿y si me reconoce?
—Lo drogaré —respondió Avery sin rodeos.
Los ojos de todas las presentes se volcaron a ella, cargados de asombro.
—Buscaré un brebaje, uno que lo haga alucinar. Que crea que está con mi madre. Lo verá, lo sentirá… pero no será ella.
Madame Colette soltó una carcajada tan sonora que hizo vibrar los candelabros colgantes.
—¡Por todos los dioses! ¡Qué hija tan astuta! Daría todo por tener una como tú. Dora, ve por la peluca negra y rizada.
La muchacha obedeció, y al regresar, Avery tomó la peluca y la evaluó.
—¿Puedo cortarla? El cabello de mi madre es más corto.
—Haz lo que debas, querida. Todo lo que sea por salvarla.
—Gracias, Madame. Cuando logre escapar de esa casa, se lo recompensaré con creces.
La mujer sonrió y le guiñó un ojo con afecto. Avery le recordaba a sí misma, muchos años atrás. Vivaz, inteligente, decidida.
—Adelaida, vístete con decoro y cúbrete el rostro. No queremos riesgos innecesarios.
—Volverá con nosotras en carruaje. Nadie la verá. En esa maldita mansión, nadie notará su ausencia. Y si lo hacen, sabré protegerla —aseguró Avery con una determinación que congeló el aire.
—Que Dios vaya con ustedes.
Momentos después, las tres mujeres salieron discretamente rumbo a la botica.
En el trayecto, conversaron en voz baja. Fania intentó con gentileza conocer un poco sobre Adelaida, pero la mujer evitó las preguntas. Su pasado era un terreno aún sangrante, lleno de ausencias y pérdidas.
—Es allí —indicó Fania, señalando con el dedo.
La botica se alzaba en una esquina sombría del pueblo, donde la piedra de las paredes parecía más antigua que el mismo tiempo. El techo de madera crujía suavemente, como si protestara por cada año soportado.
—Las espero aquí —dijo Adelaida, retrocediendo un paso—. Hay rumores sobre esta mujer… prefiero no arriesgarme.
Avery y Fania asintieron y avanzaron sin temor. El miedo no se imponía cuando la causa era justa.
Los rumores son como el viento: invisibles, insistentes y rara vez vienen del lugar correcto.
Al abrir la puerta, el aire cambió.
La botica era un santuario de lo oculto. Frascos de vidrio esmerilado refulgían en la penumbra. Estantes repletos de raíces, hongos, flores secas y pergaminos se alineaban como guardianes de un saber perdido. El olor era penetrante, mezcla de alcanfor, lavanda, y algo más… algo ancestral.
La anciana descendió las escaleras como una aparición. Su cabello era negro como tinta de cuervo.
—Bienvenidas a mi morada —dijo con voz áspera—. No os quedéis en el umbral… Las puertas que se abren solas, rara vez se cierran sin cobrar algo a cambio.
Las jóvenes cruzaron el umbral.
—No temáis. Aquí sólo hay plantas, frascos… y verdades que nadie se atreve a pedir. Encontraréis lo que necesitáis, aunque no siempre lo que buscáis. Aunque te esperaba más temprano —murmuró la boticaria, con una sonrisa que no alcanzaba a tocar sus ojos.
—¿Me esperaba? —preguntó Avery, desconcertada.
—No exactamente a ti —respondió—. Pero sabía que alguien vendría con esa mirada. Una que arrastra más sombras que recuerdos.
Avery tragó saliva. ¿Y si esta mujer podía ver más allá del cuerpo? ¿Y si podía ver su alma… extranjera?
—He oído que usted guarda cosas que no se piden en voz alta —dijo con firmeza.
—¿Cosas? —repitió con una ceja alzada—. Aquí solo hay lo que la tierra ofrece. Secretos no son míos… son de quienes los traen.
—Necesito algo para crear una ilusión. Que alguien vea y sienta a otra persona. Que no distinga entre el sueño y la realidad.
La boticaria la observó un largo instante. Luego caminó hasta una estantería, y con manos expertas sacó un frasco de vidrio oscuro.
—Una pizca. No más. Solo durante la luna llena. Agua templada, no caliente. Y ni una gota de vino, o todo se perderá.
Cuando Avery estiró la mano, la mujer no se lo dio de inmediato. La sostuvo un segundo más, y dijo en voz baja:
—Si lo que buscas es una solución definitiva… también tengo algo para eso. Algo que lo deje impotente. Para siempre.
Avery palideció. ¿Cómo supo?
La boticaria no parpadeó.
—¿Lo quieres?
La joven dudó. El silencio pesó entre ambas, denso como la niebla.
—No —susurró finalmente—. No aún. Solo necesito que no pueda distinguir el rostro.
—Entonces llévatelo.
Avery tomó el frasco con manos firmes.
La boticaria la miró con una chispa de admiración.
—Eres más fuerte de lo que crees, niña con alma prestada.
Avery abrió los ojos sorprendida.
Pero la anciana ya se había girado, desapareciendo entre las sombras de su botica como un susurro entre hierbas.