En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
NovelToon tiene autorización de AllisonLeon para publicar essa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Los elegidos
Cada clase que Elena impartía era una observación minuciosa. Sus ojos recorrían los rostros de los niños, capturando cada tic nervioso, cada parpadeo, cada mirada esquiva. Para la mayoría de sus alumnos, ella era la típica maestra de primaria: amable, paciente y dispuesta a escuchar. Pero para algunos, aquellos que sufrían en silencio, Elena era más que eso. Era la única que podía ver lo que los demás ignoraban. Ella conocía demasiado bien esas señales. Había aprendido, a lo largo de los años, que el dolor tiene formas sutiles de manifestarse, de camuflarse en sonrisas forzadas y comportamientos erráticos. Y no podía quedarse de brazos cruzados.
Primero fue Carla, una niña delgada y retraída, de apenas nueve años. Nadie en el colegio sospechaba nada cuando la veían caminar cabizbaja, siempre con las mangas largas, incluso en pleno verano. Los otros profesores simplemente la describían como una niña tímida, quizás un poco introvertida. Pero Elena había visto lo que los demás no. A veces, cuando Carla se movía demasiado rápido, sus mangas se levantaban, revelando breves destellos de piel magullada. Un moretón aquí, una cicatriz allá. Eran pequeñas ventanas a un dolor mayor que Carla intentaba ocultar, como había aprendido a hacer.
Elena comenzó a fijarse más. Cada movimiento de Carla, cada mirada que evitaba, eran pistas. Era como si la niña estuviera constantemente luchando por ser invisible, por no ser notada, pero al mismo tiempo, su dolor la hacía más evidente ante los ojos de alguien que conocía ese sufrimiento.
Un día, después de que la mayoría de los niños se habían ido, Elena se acercó a ella, asegurándose de que nadie más pudiera escuchar.
—¿Qué te pasó en el brazo? —preguntó Elena en voz baja, justo antes de que sonara el timbre.
Carla la miró, sorprendida, y con una rapidez que delató su miedo, bajó la manga. Era un gesto automático, casi mecánico, como si lo hubiera hecho cientos de veces.
—Nada, señorita. Me caí en el parque —respondió la niña con una sonrisa temblorosa, pero sus ojos reflejaban algo mucho más profundo: miedo, vergüenza, y una desesperación por ser creída.
Elena sintió una punzada en su pecho. Era una mentira torpe, y lo sabía. No porque Carla fuera una mala mentirosa, sino porque era una mentira que Elena también había pronunciado muchas veces cuando tenía la edad de Carla. Había aprendido a ocultar los moretones, a inventar excusas para los cortes y quemaduras, a decir que "se había caído" o que "se había golpeado con algo sin querer". Pero lo que más dolía no era la mentira en sí, sino lo que la mentira ocultaba.
Esa noche, al llegar a casa, Elena no pudo dejar de pensar en Carla. Su mente retrocedió a sus propios años de infancia, a las noches en las que se escondía bajo las sábanas, temiendo el ruido de la puerta que se abría de golpe. "No puedo permitir que esta niña pase por lo mismo", pensó. Tenía que hacer algo.
Luego estaba Pablo, un niño robusto y aparentemente agresivo, que siempre se metía en problemas. Los profesores decían que tenía problemas de conducta, que probablemente terminaría en un reformatorio si seguía por ese camino. Lo miraban con recelo, como si ya estuviera condenado. Pero Elena no se dejaba engañar por su fachada de dureza. Sabía que detrás de esa mirada desafiante, detrás de los puños apretados y los desplantes de ira, había un niño que sólo quería escapar.
A veces, cuando Pablo llegaba tarde a clase, lo hacía con una leve cojera o con los ojos rojos de haber llorado. Ningún otro profesor se preocupaba en preguntar por qué. Para ellos, ya estaba etiquetado como "el problemático". Lo miraban como si su futuro ya estuviera escrito, pero Elena sabía que había mucho más detrás de esa coraza.
Una tarde, después de clase, Elena lo encontró solo en el patio, pateando una lata vacía con rabia. Su rostro estaba tenso, y cada patada que daba a la lata era un reflejo de la frustración que llevaba dentro.
—¿Todo bien, Pablo? —preguntó Elena, acercándose lentamente.
El niño se detuvo por un momento, pero no la miró. Su cuerpo estaba rígido, como si estuviera conteniendo algo más grande que él mismo.
—¿A ti qué te importa? —dijo con una voz desafiante y brusca, sin alzar la mirada. Sus palabras eran duras, pero Elena podía sentir la tristeza y el miedo escondidos en ellas.
Elena no se inmutó. Sabía que no podía forzar su confianza, que la coraza de Pablo era tan gruesa como el miedo que sentía. Pero también sabía que, con el tiempo, las personas más fuertes son las que se derrumban más rápido cuando están solas. Pablo también se convertiría en uno de los elegidos, pero solo si le daba el tiempo suficiente.
Sofía era diferente. Era una niña brillante, siempre con las mejores calificaciones, una sonrisa lista para cualquier elogio. Para la mayoría de los profesores, Sofía era el modelo perfecto de alumna: aplicada, educada, sin problemas aparentes. Pero Elena, en su observación constante, había visto algo que los demás ignoraban. Había algo en Sofía que no cuadraba. A veces, Elena la veía quedarse en clase después de que sonaba el timbre, su mirada fija en la pizarra o en el vacío, como si estuviera atrapada en algún lugar muy lejos.
Un día, mientras recogía sus cosas al final de la jornada, Elena la vio desde la ventana. Sofía estaba sentada en el borde de la acera, mirando al suelo, sus piernas balanceándose suavemente mientras esperaba que alguien viniera por ella. Cuando un coche gris se detuvo frente a la escuela, Elena observó cómo la expresión de Sofía cambiaba. Su rostro se contrajo en una mueca de temor. El hombre que salió del vehículo tambaleándose ligeramente lo confirmó todo: era un alcohólico.
Elena sintió el impulso de actuar. Ese era el mismo miedo que había visto en los ojos de Carla, la misma tristeza que escondía Pablo. No podía permitir que esos niños siguieran viviendo en el sufrimiento. No podía quedarse de brazos cruzados viendo cómo sus vidas se quebraban en silencio. Tenía que hacer algo.
Esa noche, Elena permaneció despierta, su mente agitada por pensamientos oscuros y recuerdos enterrados. No podía salvar a todos, lo sabía. Pero esos niños, Carla, Pablo, Sofía, ellos necesitaban a alguien que los viera, que los entendiera. Y Elena estaba dispuesta a ser esa persona, cueste lo que cueste. No iba a repetir los errores del pasado.
Había llegado el momento de actuar. Pero sabía que hacerlo requeriría más que simples palabras.