Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: El secreto revelado
—¡¿Qué estás diciendo?! —Gabriel sintió cómo el piso desaparecía bajo sus pies, como si el mundo entero se inclinara de golpe—. Dame la dirección del hospital ahora mismo.
La voz al otro lado tembló.
—Te la enviaré, Gabriel… por favor, tienes que venir. Hay un secreto que no conoces, uno que ella… no quiere que sepas.
Gabriel apretó el teléfono con una fuerza que casi lo rompía.
—Dímelo. ¡Dime qué le pasó a Julieta!
—Solo ven. Te lo ruego. Ven pronto.
La llamada se cortó, dejándolo con un silencio que pesaba como plomo en el pecho. El teléfono vibró con un mensaje. Era la dirección.
Gabriel leyó dos veces.
«Hospital de oncología».
Sintió que el corazón se congelaba por completo.
—Julieta… ¿Qué está pasando contigo? —susurró, como si decirlo en voz alta pudiera cambiar la realidad.
Mil teorías se agolparon en su cabeza, pero ninguna —ninguna— se acercaba a la verdad que estaba a punto de descubrir.
Entró de nuevo a la habitación, donde Rosella jugaba con las niñas. Ella alzó la mirada y supo que algo estaba mal. Muy mal.
—Debemos volver —dijo él con la voz rota—. Tengo que ir a México. Julieta… está hospitalizada. Es grave.
Rosella se quedó inmóvil, como si la noticia le hubiera robado el aliento. Luego asintió, temblando ligeramente. Tomó a las niñas, las abrazó con fuerza, y esperó.
En poco tiempo, un auto llegó para llevarlos de regreso a la hacienda.
***
Cuando llegaron, Rosella corrió a acostar a las niñas. Al bajar, encontró a Gabriel hablando con Mariela.
—Mariela —dijo él—, necesito que cuides a las niñas mientras vuelvo. No sé cuánto tiempo estaré fuera.
Mariela lo miró con ansiedad.
—Pero, señor… ¿No podría acompañarlo? Rosella puede cuidar a las niñas. Yo quiero ver a la señora Julieta… usted sabe que la quiero como a una hermana.
Rosella asintió suavemente.
—Puedo quedarme con las niñas —dijo con firmeza—. No hay problema.
Pero Gabriel negó.
—No. Perdóname, Mariela, pero necesito que tú estés con ellas. Rosella, vas a venir conmigo a México.
Rosella se quedó helada. No esperaba eso.
Mariela bajó la cabeza, decepcionada, tragándose cualquier reclamo. Sabía que no era momento para pelear.
Los vio partir desde la ventana, con un nudo en el estómago.
—Esa mujercita… algo pasó en ese viaje —murmuró con rencor—. El señor solo tiene ojos para ella. Pero no voy a permitir que ocupe el lugar de Julieta. Eso sí que no.
***
El chofer conducía por la carretera oscura. Gabriel tenía la mirada perdida en la ventana, como si observar la noche lo ayudara a controlar la angustia que lo consumía.
Rosella lo observó con tristeza. Él parecía roto. Roto de verdad.
—La señora Julieta es fuerte —murmuró ella, intentando consolarlo—. Verá que va a estar bien.
Gabriel cerró los ojos, tratando de creerlo, aunque cada latido le gritaba lo contrario.
—Me cuesta pensar en ella sin sentir rencor —dijo, finalmente, derrotado.
Rosella tomó su mano, suave, sin invadir.
—No la odie hasta escucharla. El odio… casi siempre hace más daño al que lo siente que al que lo recibe.
Él apretó su mano, como si necesitara aferrarse a algo que lo mantuviera en pie, y asintió.
El viaje se volvió eterno. Cada minuto era una tortura. Cada kilómetro, un recordatorio de todo lo que no sabía.
Al llegar al hospital, Gabriel bajó antes de que el coche se detuviera por completo. El edificio se alzaba imponente, frío, silencioso. Un lugar hecho para despedidas.
Subieron por el elevador, guiados por el número que Enrique había enviado.
Cuando las puertas se abrieron, lo vio.
Enrique estaba sentado en una silla, pero al verlo levantarse fue como mirar a un hombre al borde del colapso.
—¡Gabriel! —exclamó, con una mezcla de alivio y temor.
Gabriel caminó hacia él. Sus pasos resonaban con un peso brutal.
Sus ojos… sus ojos hablaban de un rencor que nunca desapareció por completo.
—¿Qué pasó? —exigió—. ¿Por qué Julieta está aquí?
Enrique tragó saliva. Tenía miedo. Se notaba.
—Ella… ni siquiera sabe que estás aquí —confesó—. Y cuando lo sepa… va a odiarme. Pero no puedo más. Esto es lo correcto. Debemos hablar de la verdad.
—¿Verdad? —Gabriel frunció el ceño—. ¿Qué verdad?
Enrique respiró hondo.
—Gabriel… ella nunca te engañó.
Esa frase cayó como un relámpago en un cielo oscuro.
—¿Qué estupidez estás diciendo? —Gabriel casi lo empujó—. ¡Yo los vi! No inventes más mentiras.
Rosella se tensó. No sabía si quedarse o irse, pero tampoco podía moverse.
—Fue un plan… un plan de Julieta —dijo Enrique con la voz quebrada—. Te ama tanto, que prefirió que la odiaras antes que revelarte la verdad. Fingimos que estuvimos juntos para que te alejaras de ella… para que no vieras lo que estaba viviendo.
Rosella sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Qué significa eso? —preguntó ella con un hilo de voz.
Enrique apretó los puños.
—Gabriel… Julieta está muriendo.
El mundo se detuvo. Literalmente.
—Tiene cáncer de estómago, etapa cuatro. Metastásico. Terminal. No hay tratamiento que funcione. Le queda muy poco tiempo. —Enrique comenzó a llorar—. Por eso estaba tan débil, tan cansada… por eso desaparecía tantas noches. No quería que lo supieras. No quería que esta noticia te destrozara.
Gabriel dio un paso atrás, como si hubiera recibido un golpe directo al pecho.
—No… no… —susurró.
—Quiere morir sola —continuó Enrique, temblando—. Quiere que la odies, para que no sufras cuando se vaya. Quiere que encuentres a otra mujer… que sus hijas tengan una nueva madre… que tú tengas una nueva vida. Está dispuesta a morir sin ti, solo para protegerte.
Gabriel quedó inmóvil. Pálido. Destruido.
—Lo siento —dijo Enrique, rompiéndose—. Lo siento tanto, pero… ya no hay nada que hacer.
Las palabras se clavaron en Gabriel como cuchillas.
Cada frase lo desgarraba. Cada verdad lo hacía tambalearse.
Julieta no lo traicionó. Julieta lo amaba. Julieta estaba muriendo.
Y él la había odiado.
Y ella había preferido cargar sola con su muerte… antes que lastimarlo.
Gabriel sintió que el alma se le rompía en mil pedazos.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!