Soy Salma Hassan, una sayyida (Dama) que vive en sarabia saudita. Mi vida está marcada por las expectativas. Las tradiciones de mi familia y su cultura. Soy obligada a casarme con un hombre veinte años mayor que yo.
No tuve elección, pero elegí no ser suya.
Dejando a mi único amor ilícito por qué según mi familia el no tiene nada que ofrecerme ni siquiera un buen apellido.
Mi vida está trasada a mí matrimonio no deseado. Contra mi amor exiliado.
Años después, el destino y Ala, vuelve a juntarnos. Obligándonos a pasar miles de pruebas para mostrarnos que no podemos estar juntos...
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No me olvides
El trayecto a casa transcurrió en un silencio tenso. Ozan intentó iniciar una conversación un par de veces, pero mis respuestas fueron monosilábicas, mi mente estába inmersa en la caja que apretaba contra mi pecho. Al llegar a la casa, la familiaridad de sus paredes no ofreció consuelo; solo acentuó el abismo entre la vida que vivía y la que podría haber sido.
Ozan me siguió hasta la entrada, su preocupación era evidente. —Salma, ¿estás bien? Te noto... extraña. ¿Pasó algo en casa de tu padre?—
Me volví hacia él, la fatiga y la conmoción pesaban en cada una de mis facciones.
—No, Ozan. No pasó nada. Solo... necesito estar sola. Por favor—
Su ceño se frunció, pero no insistió. —De acuerdo. Si necesitas algo, estaré en el estudio—
Sin decir una palabra más, subí las escaleras, mis pasos resonaron en el silencio de la casa. No fui a nuestra habitación, ni a la de senre. Fui directamente a una de las habitaciones de huéspedes, un espacio impersonal y rara vez era usado, donde sabía que nadie me molestaría. Una vez dentro, giré la llave, el clic metálico selló mi aislamiento.
Me senté en el borde de la cama, la caja de madera aún en mis manos. Era un objeto tan simple, pero contenía un universo de lo que había perdido. Con manos que temblaban visiblemente, coloqué la caja sobre el edredón blanco. Abrí la tapa.
El montón de cartas, ligeramente amarillentas por el tiempo, y atadas con unas cintas descoloridas, hizo que mi corazón diera un vuelco doloroso. Eran más de las que jamás hubiera imaginado.
Un suspiro escapó de mis labios, cargado de años de preguntas sin respuesta.
Desaté la cinta con dedos torpes y tomé la primera carta. La caligrafía de Emir, tan familiar y extraña a la vez, me saludó. Mis ojos se posaron en las primeras líneas:
*Mi Salma,*
*El tiempo aquí se arrastra, cada día es una eternidad sin ti. Pienso en tu sonrisa, en la forma en que tus ojos brillan cuando ríes. Sé que esta espera es dura, pero te prometo que volveré. Lo haré por nosotros.*
*Te amo, y pronto volveré. No me olvides.*
Una risa amarga y un sollozo se mezclaron en mi garganta.
Tomé otra carta, y luego otra. Eran breves, casi telegramas de un corazón desesperado, cada una un grito ahogado de amor y esperanza.
*Salma, el campamento es duro, pero mi mente está contigo. Imagino el día en que pueda tomar tu mano de nuevo. Mantente fuerte, mi amor.*
*Te amo, y pronto volveré. No me olvides.*
Otra.
*Hoy vi un atardecer que me recordó a los que veíamos juntos en la colina. Cada color, cada matiz, me hablaba de ti. Prométeme que me esperarás.*
*Te amo, y pronto volveré. No me olvides.*
Y otra.
*Me han dicho que el permiso está cerca. ¡Cerca, Salma! No puedo esperar a verte. A abrazarte. A decirte todo lo que siento en persona.*
*Te amo, y pronto volveré. No me olvides.*
Las palabras se repetían, un mantra de devoción que nunca llegó a mis oídos. "Te amo, y pronto volveré. No me olvides." En cada una, la misma promesa, la misma súplica. Él nunca me había olvidado. Él siempre había intentado volver.
Las horas pasaron, transformándose en un torbellino de emociones. Las cartas se amontonaban a mi alrededor, testigos silenciosos de una vida robada. Cada "te amo" era una puñalada. Cada "pronto volveré" era un eco de lo que nunca fue. Cada "no me olvides" era una acusación.
La risa y el llanto se entrelazaron hasta que solo quedó el llanto. Un llanto gutural, desgarrador, que venía de lo más profundo de mi ser. Mi cuerpo temblaba incontrolablemente, no de frío, sino de la furia y el dolor que ahora me consumían.
Me levanté de la cama, las cartas estaban esparcidas como hojas caídas de un árbol que se había secado. Mis ojos se posaron en mi reflejo en el espejo, una mujer destrozada, con los ojos hinchados y el rímel corrido.
No podía entenderlo. No podía entender cómo mi propio padre, el hombre que se suponía que debía protegerme, había sido capaz de tanta crueldad.
Me había robado una vida entera. Una vida de felicidad, de amor, de una familia que podría haber sido.
La imagen de su rostro serio, inmutable, al preguntarme qué llevaba en mis manos, se grabó en mi mente. La frialdad de su engaño, la premeditación de sus acciones. No era solo una omisión; era una intervención activa, un sabotaje deliberado de mi destino.
Me dejé caer de rodillas, el suelo estaba frío bajo mis manos. El dolor era físico, como si un cuchillo me hubiera atravesado el pecho.
Mi padre. El hombre que me había dado la vida, me había arrebatado la vida que yo quería. Me había robado mi felicidad. Y no había un solo "lo siento" en ninguna de las cartas, solo la prueba irrefutable de lo que había perdido.
La habitación, antes un refugio, ahora se sentía como una prisión, llena de fantasmas de un pasado que nunca tuve. Y en medio de ese caos, una pregunta se alzaba, clara y punzante: ¿Qué haría ahora con esta verdad?
Mis manos temblaban mientras sostenía la última carta, la que había leído una y otra vez, la que contenía la súplica final de Emir: "No me olvides". Esa frase, que una vez fue un ancla de esperanza, ahora era un eco de dolor, un grito ahogado de lo que pudo haber sido.
Recordé la conversación con Emir hacía solo unas horas. Su voz ronca, sus ojos llenos de una tristeza ancestral, mientras me contaba cómo había regresado, cómo me había buscado, cómo había esperado encontrarme esperándolo.
Las palabras de Emir resonaban en mis oídos, mezclándose con el recuerdo de mis propias esperas, de mis noches en vela anhelando su regreso. Habíamos esperado el uno por el otro. Él, creyendo que yo lo esperaría, y yo, aferrándome a la esperanza de su retorno.
Pero la cruel realidad era que su regreso había sido en vano. La vida que él esperaba encontrar, la vida que debió ser nuestra, ya no existía.
Las cartas en mis manos eran la prueba irrefutable de su amor, de su constante recuerdo, de su desesperado intento por comunicarse.
Él había vuelto por mí.
Pero mi padre... mi padre había destruido todo, me había empujado a un matrimonio sin amor.
La ira burbujeaba dentro de mí, mezclada con un dolor tan profundo que me ahogaba.
La habitación se llenó de mis sollozos, no solo por lo que había perdido, sino por lo que a él le habían quitado. La esperanza de un futuro juntos, la creencia de que su amor había sido correspondido en la espera. Era una traición que nos había destrozado a ambos, a la vida que debió ser nuestra...