Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 21
Narra Emma.
No sé cómo terminé en el cuarto de mamá, con los ojos llorosos y el corazón apretado.
Me senté a su lado en el sofá, con las manos juntas sobre mis piernas y sin saber cómo empezar.
Pero ella, como siempre, me miró con una sonrisa paciente y me dijo:
—¿Qué te pasa, mi niña?
Ahí ya no pude más y solté todo.
—Es que… —dije, bajito— estoy enojada con Alexander. Mucho.
—¿Por qué? —preguntó, peinándome con los dedos como cuando era chiquita.
—Porque… porque… me rechazó —confesé por fin, sintiendo que me ardían las mejillas—. Y no solo me rechazó… ¡ni siquiera quiso intentarlo!
Mamá soltó un suspiro largo, como si ya se lo esperara, y me miró con esos ojos llenos de ternura.
—Ay, Emma… —murmuró, acariciando mis rizos—. Hubiera sido peor que te aceptara sin sentir nada por ti.
Fruncí el ceño, confundida.
—¿Peor? —repetí.
—Claro —dijo, acomodándose para verme mejor—. Imagina que te hubiera dicho que sí, solo para complacerte, mientras en su corazón no sentía nada. ¿Te gustaría que alguien esté contigo por lástima?
—No… —respondí, con un hilo de voz. Pero igual me dolía.
Me encogí de hombros, sintiéndome pequeña, y murmuré:
—Pero… él ni siquiera quiso intentarlo. Ni siquiera pensó en darme una oportunidad.
Mamá sonrió con tristeza, como si ya hubiera vivido algo parecido, y me besó la frente.
—Emma, nadie está obligado a querernos de la misma forma en que nosotros los queremos. Eso no lo hace malo, ni cruel. Solo… humano.
—Pero… —intenté decir algo, y ella me interrumpió con dulzura.
—Alexander fue sincero contigo —continuó, con su voz suave pero firme—. Eso, mi amor, es más valioso que cualquier mentira bonita. No puedes estar enojada con él por ser honesto. Eso te dolerá, sí, pero te hará más fuerte también.
Me quedé callada, jugando con mis dedos y dejando que sus palabras se quedaran dando vueltas en mi cabeza.
Me abrazó un rato, en silencio, hasta que yo misma solté un suspiro largo.
—Quizá… quizá tienes razón —admití.
Ella sonrió, orgullosa, y me limpió una lágrima con el pulgar.
—Claro que la tengo. Ahora, prométeme algo: no dejes que esto apague tu luz, ¿sí? Tú eres especial, Emma, y alguien… alguien lo verá un día y te querrá tanto que ni tendrás que pedírselo.
Sonreí un poquito, aunque todavía me dolía.
—Prometo intentarlo… —dije, bajito.
Mamá me abrazó más fuerte, y por un momento sentí que todo iba a estar bien.
Que con ella a mi lado, quizá no necesitaba a nadie más.
[...]
No quiero a nadie más que no sea Alexander.
Por más que mamá me haya hablado con tanta dulzura aquella tarde, yo… yo no puedo evitarlo. Lo quiero tanto que hasta duele.
Y lo peor es que me esfuerzo. De verdad, lo intento.
Camino más bonito cuando sé que él me está viendo, le sonrío incluso cuando me ignora, me pongo mis mejores vestidos para las cenas, hasta le pregunto cosas para que al menos me mire, aunque sea un segundo…
Pero nada.
Nada.
A veces me descubro suspirando como boba, recostada en mi cama por la noche, mirando las luces del jardín por la ventana, preguntándome qué tiene que pasar para que él, por fin, me mire de verdad.
Pero no.
Pasan los días.
Las semanas.
Incluso los meses.
Y la relación entre nosotros… no avanza. Pero tampoco empeora.
Es como si estuviéramos congelados en un punto donde ni siquiera sé bien qué somos. Ni amigos, ni enemigos, ni hermanos, ni… nada.
Salimos juntos, sí.
A veces con la familia.
Visitamos casas de amigos, vamos a galas, a eventos de beneficencia, a cenas importantes.
Me arreglan, me maquillan, me peinan, y él siempre está allí.
Pero nunca está conmigo.
En las fotos familiares él me pasa un brazo por los hombros, como quien cuida algo valioso pero distante.
En las cenas me ofrece la silla y me sirve agua, como quien cumple su deber.
En los bailes me toma de la cintura, pero solo lo justo para que la gente no hable.
Y yo… sonrío para todos.
Pero por dentro, me estoy rompiendo un poquito más cada vez.
Casi ha pasado un año desde que llegué a esta mansión.
Ya estamos en diciembre, y las luces navideñas empiezan a llenar los pasillos.
Los adornos, las flores de pascua, los arbolitos llenos de brillo.
Y yo aquí, sintiéndome igual que cuando llegué: invisible para él.
Me miro en el espejo con mi vestido de terciopelo rojo, ajusto mi cabello con cuidado, y practico una sonrisa para cuando lo vea esta noche.
Quizá… solo quizá, esta vez, él la note.
Pero en el fondo…
Sé que probablemente no.
Y aun así, sigo deseando que lo haga.