Un chico se queda solo en un pueblo desconocido después de perder a su madre. Y de repente, se despierta siendo un osezno. ¡Literalmente! Días de andar perdido en el bosque, sin saber cómo cazar ni sobrevivir. Justo cuando piensa que no puede estar más perdido, un lince emerge de las sombras... y se transforma en un hombre justo delante de él. ¡¿Qué?! ¿Cómo es posible? El osezno se queda con la boca abierta y emite un sonido desesperado: 'Enseñame', piensa pero solo sale un ronco gruñido de su garganta.
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Cuando todo parecía perdido
El estrés y la tristeza comenzaron a pesarme más cada día. Poco a poco, me sentía más vacío, como si algo se estuviera apagando dentro de mí. Aunque me dejaran comida en el plato, apenas la tocaba. Ya no tenía fuerzas ni voluntad para luchar contra ellos ni para sobrevivir aquí.
Un día, apareció un joven científico, de unos treinta años, con expresión seria. No le presté demasiada atención al principio. Cada vez que alguien nuevo llegaba, traían consigo alguna tortura nueva. Pero este joven apenas nos dedicó más de tres minutos, a mí y al otro oso. Nos observó con mirada clínica, revisó algo en su tableta y luego salió de la sala negando con la cabeza. Sus palabras en un idioma extranjero me sonaron irritadas, como si estuviera discutiendo con alguien al otro lado de un comunicador.
No fue hasta más tarde cuando entendí lo que estaba pasando. Me levantaron y, para mi sorpresa, el joven estaba ahí, mirando con evidente fastidio a un grupo de hombres vestidos con uniforme militar. No dijeron nada al principio, pero los uniformados nos llevaron, a mí y al otro oso, a otro ambiente.
El nuevo espacio era diferente: más grande, con paredes pintadas con árboles y un suelo cubierto de algo que simulaba césped y hojas. Claramente, un intento barato de recrear un entorno natural. El otro oso parecía contento con el cambio, como si fuera suficiente para calmarlo.
Yo, en cambio, apenas podía pensar. Algo nos habían puesto en los medicamentos o tranquilizantes, porque todavía me sentía atontado, como si mis pensamientos se movieran a cámara lenta. Alcancé a escuchar parte de una conversación entre uno de los hombres uniformados y el joven científico.
—El efecto de los tranquilizantes durará una o dos horas —dijo uno de los hombres, con tono despreocupado.
El joven, que seguía observándonos con gesto molesto, respondió seco:
—Lo sé. Los reviso y salgo.
El hombre uniformado soltó una risa burlona, acercándose al joven con un aire confiado.
—Vamos, doctor. Estas son bestias, no son gatitos ni conejitos como con los que trabajabas en tu veterinaria.
El joven no respondió, pero vi cómo apretaba la mandíbula antes de apartar la mirada. Algo en su expresión me hizo dudar. No estaba seguro si era desprecio hacia los animales que tenía frente a él… o hacia los hombres con los que trabajaba.
Mientras observaba, el joven veterinario se acercó primero al otro oso, con una calma inquietante. Con suavidad, comenzó a revisarlo, palpando sus patas, examinando sus orejas, y murmurando algo en su idioma extranjero. Se tomó su tiempo con él, hablando de vez en cuando, casi como si no fuera un animal.
La tensión en el aire me era insoportable, pero algo comenzaba a despertar en mí. Mi mente, antes empañada por los tranquilizantes, comenzaba a aclararse. No se me sería difícil acabar con ese hombre, tenía la fuerza para hacerlo, pero sabía que no lograría nada con eso. No podría salir de aquí de esa manera, no sin un plan.
Finalmente, el veterinario se acercó a mí. Al principio, me pareció que no iba a prestarme atención, pero luego dejó su libreta de apuntes en el piso y se inclinó hacia mí. Dr. Wang, podía leerlo en su libreta. Su olor y presencia ahora, de cerca, no me eran desagradables. Había algo familiar en él, algo lejano, como un eco de algo que ya conocía.
Entonces, me habló. No en su idioma extranjero, sino en un susurro tan bajo que apenas pude escucharlo. Tenía que leer sus labios para entenderlo.
—Mi abuelo me contó que su abuelo tenía el don de convertirse en un tigre. Creo que tú eres algo como él… O tal vez, estar aquí todo este tiempo me ha vuelto loco, susceptible a estos mitos…
Mis ojos se abrieron un poco más al escuchar sus palabras. ¿Un tigre? ¿Un cambiaformas? No podía creer lo que estaba oyendo, pero había algo en sus ojos, en la forma en que me miraba, que no me parecía mentira.
—En unos días sacarán los instrumentos y lo que te conecta, pero no cambies… —me dijo, como si estuviera advirtiéndome. —Te sacarán el collar y no cambies… Si sigues así, podré sacarte de aquí.
Con esas palabras, se levantó. La esperanza, aunque pequeña, brilló en mi pecho. El veterinario se retiró, saliendo del espacio sin añadir nada más.
Me quedé allí, inmóvil, digiriendo todo lo que acababa de escuchar. ¿Un tigre? ¿Acaso él sabía algo sobre mi herencia, sobre lo que yo realmente era? La idea de que alguien dentro de este lugar pudiera ayudarme era algo que ni siquiera me había permitido pensar. Pero ahora, con sus palabras resonando en mi mente, algo cambió. Tenía que resistir, aguantar hasta el final.
Supuse que ya había pasado la semana. Lo que el Dr. Wang dijo se cumplió: me quitaron todo, el collar y los cables, pero la etiqueta en mi oreja seguía allí, como un recordatorio de lo que había pasado. Dejaron de molestarnos, como si ya se hubieran cansado de no encontrar lo que querían, como si ya no tuviéramos nada que les interesara. Pero yo sabía que el tiempo no se estaba deteniendo, y aunque no me estaban tocando, no significaba que todo hubiera terminado.
Mis recuerdos se volvían cada vez más borrosos. Los de un yo más joven, de cuando estaba con Ámbar, caminando por el bosque, escuchando las historias de Tobías y Dean. Esos recuerdos humanos parecían desvanecerse, desdibujándose cada vez más con la última dosis que nos dieron. Cuanto más permanecía aquí, más sentía que estaba perdiendo algo esencial, algo irrecuperable.
Escuché a dos científicos mayores, uno de ellos el que más datos había pedido, hablar cerca de nuestra jaula. El Dr. Wang y el Sr. Morris caminaban mientras firmaban algunos papeles, hablando entre sí en voz baja. Aunque estaba atrapado, esa conversación me llamó la atención.
—Haganlo el fin de semana —dijo el Sr. Morris, mientras caminaba firmando algo.
—Entendido, Sr. Morris —respondió el Dr. Wang con tono neutral.
—Esto no ha servido esta vez —murmuró el Sr. Morris, visiblemente frustrado. —¿Estás seguro de que esa diferencia en ondas cerebrales no es nada?
El Dr. Wang hizo una pausa antes de responder.
—No. La única diferencia es que uno está más estresado que el otro.
Antes de que el Sr. Morris pudiera decir algo más, Wang continuó.
—Todos los seres vivos se estresan, incluso las plantas.
El Sr. Morris lo miró fijamente y luego frunció el ceño.
—El jefe se va a poner de mal humor —dijo con tono de advertencia.
Wang no pareció inmutarse.
—Puedo pedirle algo, ¿verdad? —preguntó, y el Sr. Morris levantó una ceja.
—¿Qué quieres?
—¿Puedo llevarlos al bosque para sacrificarlos? —dijo Wang, como si hablara de algo trivial.
El Sr. Morris se detuvo en seco y lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.
—¿Estás loco? —exclamó.
—Si fueran esos monstruos que dicen los mitos, te daría la razón de quemarlos y hacer todas esas cosas macabras que dicen sobre ellos, pero son animales. Y hacer algo así sin siquiera darles un mínimo de compasión... No puedo permitirlo. No puedo seguir ejerciendo como veterinario si hago algo así.
El Sr. Morris suspiró y, tras pensarlo un momento, dijo:
—Hazlo. Coge una de las camionetas cerradas, lleva a dos o tres de los guardias y los sueltas. Luego, que les disparen. —Al ver la expresión del Dr. Wang, añadió:— Que sean dardos mezclados con somníferos, ¿está bien?
Wang no respondió, pero asintió con la cabeza. El Sr. Morris, al ver su reacción, soltó una risa ligera.
—Bueno, si quieres, te puedes hacer dos alfombras —bromeó, sin dejar de caminar.
El Dr. Wang se detuvo, horrorizado.
—No lo digas ni en broma —respondió, con una mirada llena de rechazo.
El Sr. Morris rió más fuerte.
—Ah, muchacho... No sé si alegrarme o entristecerme de que nos dejes. Esto no es para ti.
Ambos continuaron caminando, saliendo de la zona de las jaulas, pero no pude dejar de escuchar lo último que dijo el Sr. Morris.
—Solo asegúrate de que no tengan nada de equipo, ni las etiquetas.
Mis pensamientos empezaron a girar más rápido. Sabía lo que eso significaba. Estaba claro que la paciencia de los científicos se había agotado, y ya no era cuestión de estudiar a los osos. Estábamos al final de un proceso y me iba a tocar enfrentar lo que fuera que se les ocurriera para terminar con esto.
La camioneta cerrada se movía con una suavidad que no lograba calmar mi mente. Estaba ahí, atrapado, con el otro oso, y no sabía qué esperaba encontrar al final de este viaje. ¿Por qué estaba aquí? ¿A dónde me llevaban? A veces, los recuerdos de Ámbar venían a mí como fragmentos dispersos. Su rostro, su risa... ¿Así se llamaba, Ámbar? No lo sabía con certeza. En mi mente, ella era mi compañera, no una osa. Era una chica linda, dulce, que me había cuidado cuando yo no sabía cómo hacerlo.
Pero entonces, me invadía la duda: ¿Estaría bien? ¿Seguiría esperándome? No sabía si aún existía en este mundo. La angustia me apretó el pecho, la idea de perderla, de que ella ya no estuviera en algún lugar esperándome, me destruyó. Si ella ya no estaba, entonces, ¿qué sentido tenía todo esto? ¿Qué hacía yo aquí, entonces?
El sonido metálico de la puerta de la camioneta abriéndose cortó mis pensamientos. Por primera vez en lo que parecían varias vidas, vi la luz del sol. Era cegadora, casi dolorosa después de tanto tiempo en la oscuridad. El otro oso bajó de la camioneta sin prisa, y yo lo seguí lentamente, casi sin fuerzas. La rampa era empinada, pero logré mantenerme en pie mientras mis patas se deslizaban sobre el suelo irregular.
Caminábamos en silencio, sin alejarnos mucho el uno del otro. No quería pensar en lo que podría pasar. La camioneta se cerró detrás de nosotros, y escuché a los guardias hablar entre sí, a lo lejos. Al principio, no entendí bien lo que decían, pero luego las palabras llegaron nítidas: había apuestas, discusiones sobre qué haría el perdedor, y el tono de la conversación me heló. No entendía por qué se divertían con eso, como si nuestras vidas fueran solo un juego para ellos.
De repente, el joven de bata blanca, el Dr. Wang, apareció, llamando la atención de los guardias. Miró a los dos hombres que nos acompañaban y les dijo algo en un tono autoritario. Uno de los guardias sacó una escopeta, el otro hizo lo mismo. El aire se volvió más tenso, y yo supe, con una claridad aterradora, que algo no iba bien.
—Esperen un rato —ordenó Wang, mientras les entregaba dos cartuchos a los hombres.
El tiempo pareció detenerse mientras los hombres cargaban las armas. No sabía qué esperar, pero había algo en el aire, algo denso y opresivo que me decía que todo se estaba acabando. ¿Por qué no corría? ¿Por qué mis patas no respondían como deberían? Miré al otro oso, quien caminaba sin prisa, al igual que yo. Algo dentro de mí me decía que podía seguir, que podría correr si solo intentaba un poco más.
Un tronco grande apareció frente a mí, y me detuve a mirarlo. ¿Era un tronco? ¿O era una tortuga? No entendía bien. Sacudí la cabeza, intentando despejar mi mente. El sonido de un disparo me hizo saltar, pero ya era demasiado tarde. El golpe me alcanzó de lleno, y de inmediato sentí el ardor en mi piel, el dolor se extendió por mi cuerpo, pero al mismo tiempo, algo extraño sucedió. Mi cuerpo se volvió pesado, la visión comenzó a volverse borrosa.
Mi cuerpo se volvió pesado, la visión comenzó a volverse borrosa, y aunque intentaba moverme, no podía. Ni siquiera podía recordar cómo era mi forma de cambiaformas. Quería cambiar, que la herida se curara rápido, pero no podía. Estaba atrapado en este estado extraño, incapaz de hacer nada, y la sensación de impotencia me envolvía como una capa pesada.
Escuché las voces a lo lejos, como si llegaran desde otro mundo. Un guardia preguntó algo, pero mi mente estaba tan entumecida que no logré entenderlo. Luego, la voz de Wang se oyó cerca, clara pero suave, como si quisiera asegurarse de que yo pudiera oírlo.
—Ya debería estar —dijo Wang en un tono que no dejaba lugar a dudas.
No sabía a qué se refería hasta que escuche los pasos de alguien acercándose. La voz de Wang confirmando la muerte del otro oso.
Wang luego se acercó a mí. Sentí cómo me tocaba, sus manos frías y firmes sobre mi cuerpo. Me registró, pero no me moví. Estaba demasiado atontado, demasiado confundido. Me sentí como si ya no estuviera en mi cuerpo, atrapado en un limbo entre la vida y la muerte.
Entonces, en un susurro, Wang dijo algo que logró atravesar la niebla de mi mente.
—Estamos a la altura de la carretera, por el km 120. Esto es lo más cerca que pude traerte, donde te encontraron —su voz era baja, casi como si no quisiera que los demás escucharan—. El efecto se irá en media hora, por lo menos. No sé si te pueda dar alguna respuesta o ser de ayuda, pero el último domingo estaré en la cafetería Lamark, en la ciudad Roble, de 2 a 7 de la noche. De ahí me iré a mi casa, que está al otro extremo del país.
Las palabras de Wang se disolvieron en el aire, y mi mente luchó por procesarlas. Lamark, Roble... ¿Qué estaba tratando de decirme? ¿Por qué me hablaba de esa manera? Quería preguntar, gritar, pero no podía. Mi cuerpo no respondía.
Pude escuchar cómo se levantaba. La desesperación creció en mí cuando escuché la siguiente frase.
—Este oso también está muerto. Será mejor que nos vayamos de aquí. Otros animales salvajes los sentirán y se encargarán de ellos.
La realidad de lo que me estaba sucediendo caló en mi pecho. El otro oso estaba muerto, y yo estaba demasiado débil para defenderme. Me dejaron allí, inmóvil, mientras sus pasos se alejaban, el sonido de sus botas sobre el suelo resonando cada vez más débilmente.
Mis ojos se cerraron. La oscuridad comenzó a envolverme nuevamente, y aunque aún podía escuchar, mi cuerpo estaba demasiado agotado para luchar.