Promesas De Amor

Al llegar a nuestra nueva casa, un lugar grande y elegante, tan distinto a todo lo que Margareth había conocido, su mirada se detuvo en cada rincón como si estuviera aterrada de lo que aquello representaba. La mansión era un símbolo de todo lo que había cambiado en su vida, pero también de lo que aún le quedaba por descubrir.

Yo la observaba desde la puerta mientras ella se adentraba con paso tímido. Entonces, no pude evitar ir hacia ella y rodearla con mis brazos. La estreché cerca de mí, como si así pudiera hacerle sentir que este sería un hogar lleno de paz, de amor, de momentos felices.

—Vamos a ser muy felices aquí —le susurré al oído, esperanzado.

Ella asintió, pero con una sonrisa apenas visible, como si sus pensamientos estuvieran aún atrapados en el pasado. Era comprensible. Había dejado atrás muchas cosas, muchas heridas, y no era fácil soltarlas.

—¿Tienes más familia? —le pregunté, mirando con delicadeza su expresión, como si ese pequeño interrogante pudiera liberar algo en ella. No quería que se sintiera presionada, pero sentía que debía preguntar. Había perdido tanto, y tal vez quedaban algunas piezas rotas que necesitaban encajar.

Ella negó con la cabeza lentamente.

—No... No tengo más familia por parte de... —su voz se quebró por un instante, y pude escuchar en ella el dolor que guardaba, el dolor por ese hombre que nunca supo cómo amarla como a su hija. El alcalde, el hombre que le había dado vida a tantas dudas. —Mi papá... que en paz descanse.

Era una respuesta simple, pero en sus ojos pude ver toda la carga emocional que traía consigo. Y entonces, entendí algo. Ella no estaba lista para dejar todo ese pasado atrás. Sabía que con el tiempo podría sanar, pero aún quedaban heridas que necesitaban tiempo para cerrarse.

La observé mientras recorría la mansión con paso vacilante, su mirada atenta a cada detalle. Era como si estuviera buscando su lugar, pero al mismo tiempo temía encontrar algo que la hiciera sentir vulnerable. Comprendí lo que sentía, y fue como si una parte de mi corazón se encogiera al ver cómo luchaba con los recuerdos, con el dolor.

Entonces me acerqué más, con una suavidad que solo la preocupación puede ofrecer, y le dije:

—Si quieres, podemos mudarnos a otro lugar. No tienes por qué quedarte aquí, en este pueblo. No te ata nada. Yo no tengo ningún vínculo con este lugar... Podríamos ir a la ciudad, a donde viví antes. Un lugar diferente. Un lugar donde tú puedas empezar de nuevo, sin que el alcalde ni nadie te recuerde lo que pasó.

La miró por unos segundos, los ojos de ella parecieron brillar con una mezcla de gratitud y temor. Era como si le estuviera ofreciendo una salida, una oportunidad de cambiar las cosas, de dejar que el dolor fuera solo un eco distante.

—No tienes que hacerlo solo porque yo te lo pida —continué, con un tono suave. —Lo haríamos por ti, por tu bienestar. Si te hace falta un cambio de escenario, podemos hacerlo. Juntos.

Ella no respondió de inmediato, pero pude ver que mi propuesta la había tocado de alguna manera. Y, aunque no dijo nada, su mirada parecía decirme todo lo que no podía expresar con palabras.

Sabía que este sería un largo camino. Y también sabía que este hogar sería lo que hiciera de él lo que ella necesitara: un refugio seguro, un lugar donde pudiera sanar y encontrar nuevamente la paz. Porque, sin importar lo que decida, la apoyaré en todo. Y esa es la promesa que hoy le hago.

Esa noche, después de todo lo que habíamos vivido, Margareth se acurrucó en mis brazos. Estaba cansada, pero no de la manera habitual. Había tanto que dejaba atrás, pero también un sinfín de emociones nuevas que exploraba junto a mí. Mientras ella se acomodaba sobre mi pecho, cerrando los ojos con una suavidad que solo el amor puede ofrecer, sentí una paz que hacía mucho no experimentaba.

—Ahora todo va a estar bien —le susurré, abrazándola con ternura. —Te prometo que estaré aquí, que siempre estaré a tu lado. Estoy muy feliz de tenerte conmigo, como mi esposa.

Margareth, sin abrir los ojos, sonrió ligeramente, su rostro tranquilo pero aún cargado con los ecos de todo lo que había vivido.

—También estoy contenta de ser tu esposa —murmuró, su voz suave y cálida. —Gracias por estar aquí.

Sus palabras fueron todo lo que necesité escuchar en ese momento. No había más que decir. En ese instante, el tiempo se detuvo. Nos quedamos en silencio, el uno en los brazos del otro, hasta que el sueño nos alcanzó.

La mañana siguiente llegó tranquila, pero con un aire diferente. Cuando abrí los ojos, me encontré con una Margareth completamente diferente, radiante, como si hubiera renacido. Estaba vestida con una elegancia que nunca había visto antes, un vestido que acentuaba su figura con una suavidad que contrastaba con los sencillos trajes que solía usar. El cambio era tan evidente que me tomó unos segundos procesarlo. Había algo tan especial en ella, algo que ahora se reflejaba incluso en su forma de vestirse.

—¿Te gusta? —me preguntó con una sonrisa tímida, viendo que la miraba fijamente. —Las criadas me vistieron así.

La forma en que hablaba de ellas, como si no estuviera acostumbrada a recibir esa clase de atención, me hizo darme cuenta de cuán grande era el cambio en su vida. Había pasado de ser una joven que no conocía el lujo a una mujer que ahora formaba parte de algo mucho más grande.

—Te ves... hermosa —le dije sinceramente, mis palabras llenas de admiración. El vestido resaltaba su belleza de una manera que nunca imaginé posible. No solo era el atuendo, sino la mujer que estaba bajo él, la mujer con la que me había casado.

Margareth sonrió, un poco tímida, pero no pude evitar sentirme agradecido por tenerla a mi lado. Estaba dispuesta a comenzar una nueva etapa en su vida, y yo estaría ahí, en cada paso del camino.

—Tenemos que ir a una comida hoy —le comenté mientras me levantaba, sintiendo una ligera emoción al pensar en lo que se nos venía. —Será algo que seguramente te va a encantar.

Ella levantó una ceja, curiosa.

—¿A dónde vamos?

Sonreí, tomando su mano con suavidad.

—Es una sorpresa. Pero estoy seguro de que te gustará. Vamos a disfrutar de un buen día, juntos.

Ella asintió, y juntos comenzamos el día con la esperanza de que, poco a poco, la vida nos iría llevando hacia un futuro lleno de momentos felices. El comienzo de nuestro viaje juntos, con todo lo que implicaba.