Después de mí es una historia de amor, pero también de pérdida. De silencios impuestos, de sueños postergados y de una mujer que, después de tocar fondo, aprende a levantarse no por nadie, sino por ella.
Porque hay un momento en que no queda nada más…
Solo tu misma.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
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CAPITULO 2
—¿Qué te hace pensar que yo quiero traer al mundo a un hijo, y menos aún darle un padre como tú? —escupió Valeria con la voz quebrada por la rabia.
Elías se quedó congelado, con los ojos inyectados de furia. El silencio cayó como una bomba en la sala. La lámpara del techo zumbaba con su débil parpadeo, único testigo de una verdad que llevaba años encerrada entre las paredes de esa casa:
Valeria ya no era la misma mujer sumisa que lo esperaba con la cena lista y la sonrisa fingida.
—¡No sabes lo que estás diciendo! —gruñó él, caminando hacia ella con los puños apretados—. ¡No tienes idea de lo ingrata que suenas!
—¿Ingrata? —repitió ella, con una risa amarga—. ¿Después de haberlo dejado todo por ti? Mis estudios, mis sueños, hasta mi independencia… todo para apoyarte. Ocho años esperando una promesa que nunca cumpliste, Elías. Ocho años de mentiras. Dijo Valeria
—¿Y sabes qué más? —dijo con calma peligrosa—. No pienso dormir ni un día más al lado de un hombre que me desprecia.
Elías giró la cabeza hacia ella, confundido.
—Desde este momento —continuó ella, caminando hacia las escaleras—, dormiré en la habitación de invitados. Y no te atrevas a tocarme. Porque ahora... voy a comenzar a vivir por mí.
Subió los escalones sin mirar atrás, como quien deja atrás las ruinas de un incendio. La habitación de invitados olía a encierro y a polvo, pero al cerrar la puerta tras ella, Valeria sintió algo que hacía años no sentía: libertad. Se dejó caer en la cama, respiró hondo… y por primera vez en mucho tiempo, durmió sola. Y en paz.
Amanecía cuando Valeria se despertó en la habitación de invitados. No había puesto alarma. Había llorado tanto en la madrugada que el cuerpo la obligó a rendirse. Al abrir los ojos, un vacío espeso le llenó el pecho. No había vuelta atrás. No después de todo lo que se había dicho la noche anterior.
El sonido de la cafetera eléctrica burbujeando en la cocina le hizo saber que Elías ya estaba despierto. Cuando salió al comedor, todavía con la mirada cansada, lo encontró parado frente a la barra, hojeando su celular, impecable con su camisa blanca y el reloj de diseñador. Sin levantar la mirada, soltó con un tono irritante:
—¿Qué te pasa? ¿No has preparado el desayuno? —Se giró lentamente hacia ella—. Dime, ¿qué quieres que haga para que se te pase el berrinche de anoche? ¿Ropa? ¿Alguna joya? ¿Prefieres perfume o carteras?
Valeria lo miró, incrédula. La rabia se mezcló con tristeza, como una ola amarga que venía creciendo desde hace años.
—No me interesa nada de eso, Elías. Ya te lo dije ayer. Quiero estudiar medicina. Eso es lo único que quiero.
Elías suspiró pesadamente y soltó el celular sobre la mesa como si ya estuviera harto del tema.
—¿Vas a empezar otra vez? —dijo con desdén—. ¿Qué parte no entiendes? ¿Tú? ¿Medicina? ¿Tú sabes lo que cuesta estudiar eso? ¿Crees que voy a mantenerte mientras tú juegas a ser doctora?
Valería apretó los labios. No quería llorar. No otra vez.
—Me haces sentir como si fuera una carga, cuando lo único que he hecho durante ocho años es darte todo de mí —respondió, con la voz quebrada.
—¿Sabes qué? Mejor le voy a decir a mi madre que venga a hablar contigo. A ver si ella te hace entrar en razón —añadió con tono frío, casi amenazante.
El corazón de Valeria dio un salto. Se le heló el cuerpo. La suegra. El último nombre que deseaba oír.
No dijo nada. Bajó la mirada, pero en su interior, un huracán se levantó.
Y entonces, sin poder evitarlo, su mente retrocedió a ese primer almuerzo familiar en casa de doña Leticia, la madre de Elías. La primera advertencia.
—No quiero nueras flojas —le había dicho aquella vez con una sonrisa hipócrita mientras le servía el arroz—. Mi hijo es especial. Necesita una mujer que lo atienda bien, no una que esté correteando hospitales y libros todo el día.
Valeria recordó cómo ese comentario la hizo tragar saliva en seco, mientras Elías simplemente sonreía, sin defenderla, sin decir nada.
Recordó también las veces que intentó hablarle a su suegra sobre su sueño de ser doctora, y cómo ella la interrumpía con frases como “ese sueño déjaselo a las que no tienen un buen marido” o “ya tendrás tiempo de estudiar cuando seas una vieja”.
Y ahí estaba otra vez, ocho años después, el mismo ciclo. Elías llamando a su madre como si ella tuviera la autoridad para decidir sobre su vida.
Valeria no respondió. Se giró lentamente y regresó a la habitación de invitados. Cerró la puerta. La espalda le pesaba, pero su alma comenzaba a pararse sobre sus propios pies. Quizá por primera vez.
Después de unas horas, Valeria decidió dejar de darle vueltas al mismo pensamiento. Se duchó, se cambió con ropa sencilla pero cuidada, y salió rumbo al hospital. Necesitaba saber cómo seguía la niña que había ayudado el día anterior. Al llegar, fue directo al área de pediatría, donde se detuvo frente a una enfermera y preguntó:
—Disculpe… ¿Podría decirme cómo está la niña que ingresó ayer por un accidente en la calle principal? Iba con su madre, es pequeña, de unos seis años, creo…
La enfermera la miró un instante, pero antes de responder, una voz masculina intervino desde unos pasos más allá.
—¿Eres familiar de la paciente?
Valeria giró y vio a un hombre alto, de ojos atentos, con una bata blanca y una carpeta en la mano. Tenía una expresión amable, aunque sus ojos parecían siempre estar analizando todo. Era el doctor Julián Rivas.
—No, no soy familia. —Valeria bajó un poco la mirada—. Solo la ayudé ayer, en la calle. Quería saber si está bien… eso es todo.
Julián sonrió, como si acabara de confirmar una corazonada.
—Así que tú eras la señorita de buen corazón de la que la madre no dejaba de hablar. Incluso la escuché rezar por ti anoche. —Se acercó tendiéndole la mano—. Mucho gusto. Soy Julián Rivas. Y déjame felicitarte… aplicaste muy bien los primeros auxilios. Gracias a ti, la niña llegó estable.
Valeria sonrió con timidez y estrechó su mano.
—Hice lo que pude… no fue nada especial.
—¿Nada especial? Volviste. Eso dice mucho. —Julián la observó un momento con más interés—. ¿Eres estudiante de medicina?
Valeria dudó. Bajó la mirada, como si le doliera decirlo.
—No. Fui estudiante… hace unos años. Pero me retiré. —Hizo una pausa, luego alzó la vista con decisión—. Aunque deseo con todo mi corazón volver. Quiero ser médico. Y esta vez… no pienso renunciar.
Julián asintió, impresionado.
—Pues si te lo propones, lo lograrás. Lo importante ya lo tienes. Lo demostraste al regresar. No todos entienden lo vital que es estar ahí, hasta el final, por un paciente, aunque no lo conozcas. Eso no se enseña en los libros.
Ella sonrió, y por primera vez en días, sintió que alguien la veía de verdad.
—¿Te gustaría tomar un café? —preguntó Julián con tono casual, aunque su mirada seguía siendo curiosa.
Valeria dudó apenas un segundo, y luego asintió.
—Claro… ¿Por qué no?
Caminaron hacia la cafetería del hospital, y mientras pedían, Julián la miró de nuevo con una sonrisa.
—A todo esto… no te he preguntado tu nombre. ¿Cómo te llamas?
—Valeria… Valeria Esquivel.
Julián se quedó un instante en silencio, como si ese apellido le hubiera removido algo. Su sonrisa se suavizó, pero su mirada se volvió más profunda.
—Esquivel… —repitió lentamente—. Qué curioso… hace muchos años conocí a alguien con ese apellido.
Valeria lo miró con sorpresa.
—Tal vez sea una coincidencia. Pero ese apellido no es tan común. —Sonrió, como si prefiriera no decir más—. Ya tendremos tiempo para hablar de eso.
por dar y no recibir uno se olvida de uno uno se tiene que recontra a si mismo