Una noche. Un desconocido. Y un giro que cambiará su vida para siempre.
Ana, una joven mexicana marcada por las expectativas de su estricta familia, comete un "error" imperdonable: pasar la noche con un hombre al que no conoce, huyendo del matrimonio arreglado que le han impuesto. Al despertar, no recuerda cómo llegó allí… solo que debe huir de las consecuencias.
Humillada y juzgada, es enviada sola a Nueva York a estudiar, lejos de todo lo que conoce. Pero su exilio toma un giro inesperado cuando descubre que está embarazada. De gemelos. Y no tiene idea de quién es el padre.
Mientras Ana intenta rehacer su vida con determinación y miedo, el destino no ha dicho su última palabra. Porque el hombre de aquella noche… también guarda recuerdos fragmentados, y sus caminos están a punto de cruzarse otra vez.
¿Puede el amor nacer en medio del caos? ¿Qué ocurre cuando el destino une lo que el pasado rompió?
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Capítulo 16: Lo que calla el corazón
punto de vista de Ana Camargo
Después de que todos se fueron, el aire en el apartamento se sentía distinto. Pesado. Doloroso. Como si cada rincón cargara el eco de los juicios, de los gritos contenidos, de las palabras no dichas que tanto dañan cuando no se dicen, y también cuando se dicen mal.
Me encerré en la habitación con Sofía, fingiendo que necesitaba alimentarla. La verdad era que necesitaba esconderme. Respirar. Procesar. Todo había pasado tan rápido… y tan lentamente a la vez.
Mi madre no vino a escucharme. Vino a condenarme. Y lo logró. Aún sentía el ardor en la garganta, como si cada reproche me hubiera raspado por dentro. Papá apenas habló. Pero su silencio fue tan doloroso como las palabras de mamá. Como si mi presencia les avergonzara. Como si mis hijos fueran el recordatorio vivo del escándalo que me exilió de casa.
Y luego estaba Isabella.
Ella no gritó. No lloró. Fue peor: sonrió con superioridad mientras dejaba caer su bomba, como si su objetivo no fuera solo informar que tenía un hijo de Lían, sino reclamar un lugar en nuestras vidas. Un lugar que no le pertenecía.
La imagen de su hijo se me quedó grabada. No tenía la culpa de nada. Pero verlo ahí, con esos mismos ojos que veo cada vez que Matías me sonríe, fue un golpe bajo. Fue como si el universo me recordara que nunca puedo tener algo bueno sin que venga con una sombra.
No sé cuánto tiempo pasé sentada en la cama, con Sofía dormida en mi pecho. Su respiración tranquila me ayudaba a no derrumbarme. La miraba y pensaba: ¿Vale la pena seguir peleando por esto? ¿Por nosotros?
Y la respuesta era sí. Mil veces sí. Por ella. Por Matías. Por lo que sentía por Lían, aunque ahora todo doliera.
Cuando entró a la habitación, supe que quería hablar. Lo vi en sus ojos. Estaba arrepentido. Agobiado. Pero sobre todo, dispuesto. Y eso fue lo único que me dio fuerza para escucharlo.
Sus disculpas no arreglaban el pasado, pero al menos mostraban que quería hacerse responsable. No solo de su hijo con Isabella, sino de esta familia que estábamos construyendo.
Después de su abrazo, de esas palabras prometidas en voz baja, me sentí un poco más fuerte. Aún herida, pero con ganas de seguir. De no rendirme.
Y entonces, cuando por fin creí que podía cerrar ese día y descansar, recibí una llamada.
Era Camila, mi mejor amiga desde México. No me atrevía a contestar. No sabía si llamaba para reclamar, para criticar, o simplemente para chismear. Pero algo en mí necesitaba escuchar una voz que me conociera de verdad.
—¿Ana? —respondió rápido, como si llevara tiempo esperando que atendiera—. ¿Estás bien?
Su tono me desarmó. No había juicio. Solo preocupación.
—Más o menos —respondí, y mi voz sonó más débil de lo que pretendía.
—Tu mamá vino a casa de mis papás hecha una furia. Dijo que había ido a visitarte y que encontrarte con… “ese hombre” y los niños fue una deshonra.
Me tragué las lágrimas.
—No esperaba menos —susurré.
—Ana, ¿estás sola allá?
—No. Estoy con los bebés… y con él.
Hubo un momento de silencio. Luego Camila habló con una dulzura que no esperaba:
—Te admiro. Yo en tu lugar no sé si habría tenido el valor. ¿Y él? ¿Te ama?
Suspiré.
—No me lo ha dicho con palabras. Pero lo demuestra. Estuvo conmigo en todo el embarazo, incluso sin saber que los bebés eran suyos. Y ahora… no se ha ido. Ni siquiera hoy, con todo esto.
—Entonces no lo sueltes —dijo, firme—. Pero tampoco te olvides de ti. A veces el amor no es suficiente si no te eliges tú primero.
Colgué sintiéndome menos sola.
Salí de la habitación y vi a Lían dormido en el sofá, con Matías sobre su pecho. Se veían tan tranquilos. Tan en paz, como si el caos del día no hubiera tocado ese instante.
Me acerqué en silencio, los cubrí con una manta y los observé por unos minutos. A pesar del dolor, de los obstáculos, de las amenazas del pasado, algo en esa escena me devolvía la esperanza.
Entonces lo sentí. Un leve movimiento en mi pecho. Miré a Sofía, que ya dormía en mis brazos, y bajé la mirada a mi vientre vacío, ahora plano pero aún sensible.
¿Qué pasa si Isabella quiere más que reconocimiento? ¿Y si quiere arruinar todo esto?
No podía evitar tener miedo.
Pero ahora tenía algo que no tenía antes: una razón para pelear. Dos, en realidad. Matías. Sofía. Y quizás, si Lían era sincero… tres.
Volví a la habitación con la niña y me acosté despacio, sin dejar de pensar en lo que vendría. Sabía que los días siguientes serían duros. Pero ya no era la misma chica que huyó de México con una maleta y una prueba de embarazo.
Ahora era madre. Y eso me hacía más fuerte.