Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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La vida de Diana
Mensaje de Anne – 7:14 a.m.
dormida, despeinada, con una sonrisa tímida en los labios
Anne:
Dormí plácidamente…
Estaba tan cansada anoche que no pude responder.
Pero leí tu mensaje esta mañana y fue como un abrazo.
Gracias por eso.
Espero que hayas tenido una linda noche,
Mi Luna.
Amanecí con ese lindo mensaje de parte de Anne. Sentí que Mi corazón iba a estallar de emoción, Anne me hablaba. Me respondía a mis cartas e hice latir su corazón e lo más importante la hice sentir especial.
Apreté el celular contra mi pecho, como si pudiera absorber su calor, como si las palabras de Anne pudieran quedarse grabadas en mi piel. Leí su Mensaje tantas veces que ya lo sabía de memoria, pero igual volvía a leerlo, por si en algún momento encontraba algo nuevo entre sus líneas, algo que no hubiera notado antes.
Ese día el sol me pareció más brillante, y el viento acariciaba mi rostro con una dulzura inusual. Caminé por los pasillos del internado con una sonrisa que no podía ocultar, y cada persona que cruzaba me miraba con sorpresa, tal vez preguntándose qué milagro me había hecho florecer de repente.
Pero no era un milagro. Era Anne.
Me respondía. Me leía. Me pensaba.
Por primera vez en mucho tiempo, Sentí que existía de verdad. Que alguien me veía sin el filtro de la apariencia o de los rumores. Que alguien me nombraba no por obligación, sino por deseo. Y eso... eso era tan inmenso que dolía.
Quería escribirle de nuevo. Decirle cuánto significaba su mensaje. Contarle cómo sus palabras se habían convertido en mi refugio. Pero también tenía miedo. Miedo de decir demasiado. Miedo de que esta conexión tan frágil y hermosa se rompiera por mi torpeza.
Me senté junto al árbol de siempre, el del patio trasero, con el celular entre las manos. El teclado parecía más brillante de lo normal, como si supiera lo importante que era lo que estaba a punto de decir. Y escribí:
"Anne, si supieras lo que hiciste en mí con solo un puñado de palabras... si supieras cómo encendiste esta pequeña luna que soy... tal vez entenderías por qué no puedo dejar de pensar en ti."
Suspiré. Cerré los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí valiente.
Las habitaciones del colegio siempre me parecieron demasiado ruidosas, incluso en silencio. Hay un zumbido constante en las paredes, como si el lugar respirara por sí mismo. Las otras chicas dicen que no escuchan nada, pero yo sí. A veces son voces apagadas, otras veces son los pasos lejanos, o el crujir del edificio, como si Todo estuviera vivo y yo fuera la única que puede sentirlo.
Mi rincón es el lado derecho de la litera de abajo. Siempre el mismo. Colgué unas pequeñas luces que simulan estrellas y pegué en la pared un mapa del cielo nocturno. Cuando me encierro ahí con mis auriculares y las luces apagadas, me siento segura. Es el único lugar donde puedo ser completamente yo sin sentir que estoy haciendo algo mal.
Ser autista no es fácil en un lugar como este. A veces me quedo en blanco cuando alguien me habla. Quiero responder, pero las palabras no me salen. Mi mente se llena de ideas, de frases completas, pero mi boca no coopera. Y cuando lo intento, a veces me miran raro, como si fuera un enigma que no vale la pena descifrar.
Otras veces me dicen que soy fría, que no entiendo los chistes o que parezco distante. No saben que estoy luchando todo el tiempo por entender cómo funciona su mundo. Que cada interacción es como caminar por un campo minado: una palabra mal dicha, un gesto mal interpretado, y todo explota.
Me cuesta mirar a los ojos, así que miro las manos. Me fijo en cómo se mueven, en si tiemblan, en si se esconden. Aprendí a leer emociones en los dedos, en los hombros, en los silencios. No es que no sienta. Siento todo… demasiado. Solo que no sé cómo mostrarlo sin asustar a los demás.
Por eso me refugio en el cosmos. En las estrellas, los planetas, las galaxias. Hay algo en el orden del universo que me calma. Nadie espera que una estrella responda rápido. Nadie le exige a una nebulosa que sonría. El universo simplemente es. Gigante, misterioso, perfecto a su manera.
A veces me acuesto en mi cama y enciendo el proyector de constelaciones que escondo bajo la almohada. Lo compré con mis ahorros, en secreto. Las luces bailan en el techo, y por un rato puedo fingir que estoy flotando lejos, muy lejos.
Allá, entre los anillos de Saturno o en el polvo cósmico de Orión, no hay etiquetas. No soy “la rara”, ni “la callada”, ni “la que no encaja”. Allá soy Luna. Y ser Luna es suficiente.
Se preguntarán como conocí a Anne, como es que le escribo cartas, y ahora, mensajes. Todo empezó con un pequeño accidente.
Recuerdo perfectamente el día que la noté por primera vez. Era lunes, creo. O tal vez jueves. Nunca he sido buena con los días, pero sí con los momentos. Y ese... ese momento lo guardé como se guarda una estrella fugaz: rápido, brillante, inolvidable.
Iba tarde a mi clase de Historia. Muy tarde. Mis pasos eran torpes, apurados, y las voces en el pasillo me sonaban como un enjambre desordenado. Tenía los brazos llenos de cuadernos, el estuche a punto de caerse, y mi mente ocupada en repetir el número del aula como un mantra.
Hasta que choqué con alguien.
Fue un impacto suave, pero suficiente para que todo se desparramara en el suelo. Cuadernos, papeles, el estuche abierto con los lápices rodando como pequeños planetas sin órbita.
Me agaché de inmediato, con la cara ardiendo, murmurando un “perdón” apenas audible, deseando desaparecer. Entonces la vi.
Anne.
Se arrodilló frente a mí sin decir una palabra. Recogió mis cosas con delicadeza, como si tuviera miedo de romperlas. Cuando me tendió un cuaderno, sus dedos rozaron los míos y sentí un cosquilleo que me recorrió los brazos hasta el pecho.
Y luego, sin pensarlo, como si fuera lo más natural del mundo, apartó un mechón de cabello que me caía sobre los ojos. Sus dedos fueron suaves, casi etéreos, y sus ojos —marrones, creo— me miraron con una ternura que no supe cómo sostener.
En ese instante, mi corazón latió con tanta fuerza que creí que se me notaría en el cuello. Me quedé quieta, como si el tiempo se hubiera detenido, como si el universo hubiera querido regalarme unos segundos de magia pura.
—Estás bien —me dijo, con una voz tan suave que parecía música.
Asentí. No pude decir nada. Pero por dentro, todo se iluminó. Porque en ese momento, supe que no era invisible. Supe que alguien me había visto de verdad.
Anne me vio. Y ese fue el principio de todo.
Desde aquel día, algo en mí cambió. No fue una transformación ruidosa ni repentina, pero sí profunda. Como si una pequeña grieta en mi universo personal se hubiera abierto para dejar entrar la luz.
Anne me había mirado. Me había tocado. Me había hablado con amabilidad. Y eso, para alguien como yo, era suficiente para reconstruir el mapa entero de lo que pensaba que era el mundo.
Durante días no dejé de pensar en ese encuentro. Lo repasaba una y otra vez, como se repite una canción que no se quiere olvidar. El roce de sus dedos, la forma en que acomodó mi cabello, su voz pronunciando una pregunta sencilla: “¿Estás bien?”. Nunca nadie me había hecho esa pregunta con tanta sinceridad.
No me atreví a buscarla con la mirada. Tenía miedo de encontrarme con otra versión de ella, una que no me recordara, una que ya no viera en mí a la chica de los cuadernos caídos. Pero necesitaba decirle algo. Necesitaba agradecerle. Necesitaba... compartir lo que sentía, aunque no supiera cómo hacerlo en voz alta.
Así empecé a escribirle.
No eran cartas normales. No llevaban su nombre, ni las firmaba. Solo palabras que salían como agua cuando por fin encuentras la grieta en la roca. Le contaba cómo había sentido que el tiempo se detenía, cómo desde entonces las estrellas parecían brillar distinto. Le hablaba de mis días, de mis pensamientos, de mis miedos. Y sobre todo, le hablaba de ella.
De cómo su gesto había cambiado mi forma de caminar por los pasillos.
De cómo me preguntaba si ella también pensaba en ese momento, aunque fuera un poco.
De cómo me ayudó a sentirme real.
Escribía en hojas de mi cuaderno de Astronomía, con tinta azul, cuidando cada palabra como si fuera un secreto sagrado. Las doblaba con delicadeza y las guardaba en una caja de metal que antes usaba para guardar mis colecciones de piedras volcánicas. Ahora esa caja tenía otro tipo de tesoro.
Nunca supe si algún día se las daría. Tal vez no. Tal vez eran solo para mí, una forma de conservar su presencia en mi órbita sin romper la distancia. Pero cada vez que escribía, era como si estuviera un poco más cerca de ella.
Y eso me bastaba.
Porque por primera vez, yo —Diana, Luna, la chica que mira más el cielo que los ojos ajenos— había sentido lo que era brillar para alguien, aunque fuera solo por un instante.
Entonces en ese momento me hacerque a su banco —En el que se sentaba todos los días— y deslice una carta bajo su pupitre. Me aleje con rapidez. después pensé en lo imperfecto del plan ¿Qué pasaba si decidía sentarse en otro lugar? ¿Qué pasaba si no encontraba la carta? comenze a estresarme demasiado, entonces caminé devuelta al salón de ella, en ese momento vi como ella leía la carta, y sentí un alivio enorme. En ese momento, comenzó nuestra historia...
~~~~☆~~~~
Esas cartas también eran mi refugio, más allá de Anne, más allá del colegio. Porque no tenía otro lugar al que llamar hogar.
Mi familia… bueno, decir que me rechazaron suena suave comparado con la verdad. No fue solo rechazo, fue incomodidad, vergüenza.
Desde pequeña, siempre fui diferente. No entendía las bromas, no soportaba las multitudes, me asustaban los sonidos fuertes y necesitaba rutinas para no perder el control. Mis padres decían que era “demasiado sensible” o “difícil de tratar”. Me miraban como si fuera un rompecabezas con piezas que no encajaban.
Nunca gritaron. Pero su silencio pesaba más.
Nunca me pegaron. Pero su distancia dolía igual.
Y con el tiempo, empecé a desaparecer dentro de la casa sin que nadie lo notara.
Mi madre solía cerrar la puerta de su cuarto cada vez que tenía un episodio de ansiedad. Mi padre hablaba de mí como si no estuviera en la sala: “No sé qué vamos a hacer con ella”. Mi hermano me evitaba, como si pudiera contagiarle mi forma de ser.
Así que cuando el colegio ofreció habitaciones internas para alumnas con “necesidades especiales”, no dudaron en inscribirme. Lo dijeron como si fuera una oportunidad, pero yo entendí el verdadero mensaje: “Mejor allá que aquí”.
Y aquí estoy.
Las habitaciones del colegio no son acogedoras, pero son mías. No hay juicios, no hay miradas de desaprobación cuando repito frases sin querer, o cuando me encierro en mi mundo. Puedo pegar constelaciones en la pared sin que nadie las arranque. Puedo leer sobre galaxias durante horas sin que nadie me diga “basta”.
Vivir aquí duele, pero es un dolor que entiendo. Un silencio distinto al de mi casa. Uno que me permite escribir, pensar, respirar. Y de a poco, gracias a Anne, también sentir.
Porque aunque mi familia no pudo verme, ella lo hizo. Aunque me empujaron lejos, sus dedos —al apartar ese mechón de cabello— me acercaron al mundo. Y ahora, entre las cartas que nunca entrego y las estrellas que me cuidan por la noche, empiezo a imaginar que tal vez no estoy tan sola como creí.