"Embarazada De Un Magnate"

Sofía

Cuando Matías llegó a la vieja casa de mis padres, noté cómo la luz del atardecer atravesaba los cristales gastados y teñía todo con un tono dorado, casi mágico. Quise que esa atmósfera calmara mis nervios, pero no pude evitar que se me enredara la garganta. Ajusté una y otra vez su corbata con mis manos temblorosas.

—No te preocupes, le susurré, con la voz un poco más firme de lo que me sentía. Todo va a salir bien.

Él me sonrió, dulce y tranquilo como siempre, y por un momento creí que realmente lo creía.

Entramos y mamá nos recibió con una sonrisa que intentaba ser cálida, pero sus ojos reflejaban preocupación. Papá, estaba sentado en su lugar habitual al final de la mesa, con esa mirada que siempre me helaba la sangre, la mirada que parecía juzgar todo y a todos.

El aire se volvió pesado tan pronto como nos sentamos. La conversación al principio fue forzada, llena de frases hechas y silencios incómodos. María intentaba hacer que todo fluyera, pero podía ver que el ambiente no le ayudaba.

Y entonces él habló. Papá.

—¿Y qué haces exactamente, Matías? ¿Eres secretario, recepcionista…? —preguntó, con esa sonrisa torcida que se te clava en el pecho.

Sentí cómo mi piel se erizaba y mi corazón se aceleraba.

—Papá dije, tratando de que no sonara a reproche. Él es ingeniero industrial.

Pero su desdén no se ocultó ni un segundo.

—Ah… pensé que eras otra cosa. Pareces más un oficinista barato.

Vi cómo mamá fruncía el ceño, y sentí las manos de Carlo apretarse bajo la mesa, como si quisiera golpear algo.

Matías, siempre con esa calma que me vuelve loca, respondió con una serenidad que me hizo admirarlo aún más.

—Con todo respeto, señor, no creo que la humildad sea sinónimo de mediocridad. A veces, el valor de una persona no se mide en títulos ni en trajes caros.

Papá se levantó de golpe, la silla crujió como si fuera a romperse.

—No necesito discursos sobre humildad. No eres suficiente para mi hija. Lárgate de mi casa.

Sentí un fuego interno que me consumía.

—¡Papá, basta! grité, poniéndome de pie tambiém. Matías no tiene que demostrar nada a nadie, y menos a ti.

Pero papá ya había decidido. Matías se levantó con dignidad y me dirigió una mirada llena de dolor.

—Gracias por su tiempo dijo a mamá y a mí. Lamento haber venido.

Salí detrás de él, sin importarme las miradas ni los reproches silenciosos de mamá.

En el pasillo, tomé su mano con fuerza.

—No dejes que esto te afecte le dije, tratando de convencerme tanto a mí como a él. Sabía que sería difícil, pero esto no ha hecho más que empezar.

Fue entonces cuando los escuché. Pasos pesados y voces bajas que resonaban a lo lejos. Antes de que pudiera reaccionar, un grupo de hombres apareció de la sombra. No eran invitados.

Papá apareció detrás de ellos, con esa mirada oscura que siempre me helaba.

—Lárguense ordenó con voz fría, mirando a Matías Esto no termina aquí.

Los hombres sujetaron a Matías y lo arrastraron con una fuerza que me dejó paralizada.

—¡Suéltenlo! grité, intentando acercarme, pero no me dejaron pasar.

El mundo pareció detenerse mientras veía a Matías ser llevado hasta un coche oscuro, donde otros dos hombres esperaban.

—¿Qué le están haciendo? —grité, con la voz quebrada por el miedo.

Desde las sombras, papá respondió con una crueldad que no reconocí en él.

—Lo están castigando, un don nadie no debería atreverse a acercarse a mi hija.

Vi a Matías luchar, intentando liberarse, pero sus fuerzas no eran suficientes.

—No permitiré que le hagan daño grité, aunque sabía que mis palabras caían en un pozo sin fondo.

El coche arrancó con un rugido, llevándose a Matías, dejándome sola en la noche, temblando y sintiendo cómo el frío calaba hasta los huesos.

Quedé ahí, mirando la calle vacía, con lágrimas que querían salir, pero que no me permitía derramar.

Matías me había dicho que no se rendiría. Que esto no terminaría aquí.

Y yo estaba decidida a luchar, aunque eso significara enfrentarme a mi propio padre.

Porque a veces, el amor duele más que cualquier golpe.

La hija que dejé de ser

Pasé horas en mi habitación con la mente dando vueltas, sin poder cerrar los ojos ni un solo segundo. Me sentía como si algo dentro de mí se hubiera roto. Pero al mismo tiempo, algo nuevo y feroz había nacido.

Una mujer que ya no estaba dispuesta a ser silenciada. Una hija que, desde esta noche, dejaba de serlo.

Me levanté de la cama con la decisión marcada en cada paso. Tomé una maleta y empecé a guardar mis cosas. Cada prenda, cada libro, cada recuerdo era como arrancar una parte de la historia que había construido en esa casa... pero ya no me pertenecía. Ya no era mi hogar.

Al bajar las escaleras, encontré a papá en su despacho, con un vaso de whisky en la mano y la mirada clavada en nada. Entré sin tocar la puerta.

Él levantó la vista al oír mis pasos y frunció el ceño.

—¿A dónde crees que vas? preguntó con voz áspera.

—A recuperar mi vida, le respondí sin dudar, manteniendo la mirada fija en la suya. Y a buscar al hombre que tú mandaste a golpear como si fuera un criminal.

Se levantó lentamente, dejando el vaso sobre el escritorio con un golpe seco.

—No vas a ir a ningún lado. Todavía eres mi hija y mientras vivas bajo este techo, obedecerás mis reglas.

Me acerqué dos pasos, con el corazón latiendo con rabia y tristeza al mismo tiempo.

—Ya no vivo bajo tu techo. Ya no soy tu hija.

El silencio se volvió una explosión muda entre los dos. Vi cómo sus ojos se abrían con una mezcla de sorpresa, ira y… ¿dolor? Pero no me detuve.

—Desde esta noche, dejo de ser una Rivas. No quiero tu apellido, ni tu poder, ni tu dinero. No quiero nada que venga de un hombre capaz de mandar a golpear al amor de su hija solo porque no encaja en su mundo perfecto.

—Ese tipo no te merece gruñó, caminando hacia mí. No tiene nada, no puede darte nada.

—¡Me da amor, papá! grité, sintiendo las lágrimas apretarse en mis ojos por primera vez. Me respeta, me cuida, me escucha. Y eso vale más que todos tus millones podridos.

Me giré antes de que pudiera decir algo más. Sabía que si me quedaba un segundo más, me rompería.

Saqué mi celular y marqué, con las manos temblorosas. No sabía qué decir, pero necesitaba ayuda, necesitaba respuestas, necesitaba… a ellos.

—¿Alana? dije apenas me contestó. Soy Sofía. Necesito que tú y Dante me ayuden. Es Matías. Está desaparecido… mi padre mandó a que lo golpearan y no sé dónde está. No tengo a nadie más.

Del otro lado, Alana soltó un “Dios mío” apenas contenido, y enseguida escuché a Dante preguntarle qué pasaba.

—Vamos para allá dijo ella con firmeza. Vamos a encontrarlo, Sofía. Te lo prometo.

Las horas siguientes fueron una carrera contra el reloj. Dante, con sus contactos, rastreó en clínicas privadas, hospitales públicos, incluso en los registros de la policía. Finalmente, uno de sus hombres localizó a Matías: estaba en un hospital de las afueras, ingresado con heridas en la cara, una costilla rota y múltiples golpes.

Cuando entré a la habitación, lo vi acostado en la camilla, cubierto de vendas, con un suero colgando a su lado. Sentí que el mundo se me derrumbaba.

—Matías… —susurré, corriendo hasta él.

Abrió los ojos con dificultad, pero al verme, una chispa leve apareció en su mirada.

—Sofía…

—Shhh… ya, amor. Estoy aquí. No te voy a dejar.

Acaricié su rostro con cuidado, tratando de contener el llanto. Sentí los brazos de Alana envolviéndome desde atrás, mientras Dante hablaba con un médico fuera de la habitación.

Me arrodillé junto a Matías y le tomé la mano.

—No me importa nada, ¿me oyes? Dejé todo atrás. Ya no soy una Rivas. Solo soy tuya. Y juro que nadie más va a hacerte daño por mí.

Él apretó mi mano con la poca fuerza que tenía.

—No me importa lo que pasó susurró con voz débil, aunque tú papá me juzga sin darse el tiempo de conocerme. Valió la pena… por ti.

Sentí que me quebraba, pero también supe que ese era el inicio de una guerra. Y esta vez, no la iba a perder.