Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 16
La tenue luz de la lámpara iluminaba con calidez la habitación que Heinrich le había ofrecido. Elisabeth se había sentado en el borde de la cama durante largo rato, con los dedos entrelazados sobre el regazo, sin atreverse aún a desvestirse del todo. Falko dormía hecho un ovillo sobre la alfombra, y el silencio del lugar tenía una cualidad extraña, no era el silencio hostil del abandono, ni el pesado de las paredes ajenas. Era un silencio amable, que no exigía explicaciones.
Acarició la manta bajo sus manos. Olía a lavanda. Todo en aquella casa parecía limpio, cuidado, como si cada cosa tuviera su sitio y una razón de estar ahí.
—¿Por qué alguien como él me permitiría quedarme? ¿Qué clase de propuesta podría tener para alguien como yo...?
Su reflejo en el pequeño espejo junto al escritorio le devolvía una imagen pálida, cansada, pero con los ojos más vivos de lo que recordaba en semanas. Se quitó el vestido con lentitud y lo dobló con cuidado, colocándolo en una silla. Luego se tendió en la cama y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió cerrar los ojos con tranquilidad.
Esa noche, Elisabeth durmió profundamente.
El sol apenas comenzaba a despuntar cuando se despertó, aún con el eco de un sueño suave entre los párpados. Falko bostezó al verla moverse, y la siguió cuando ella salió descalza de la habitación. Había algo que necesitaba hacer. Una manera de agradecer.
La cocina estaba en el fondo de la casa, y aunque al principio dudó frente a la puerta, al final la empujó con suavidad. Dentro, todo estaba ordenado, pulcro, acogedor. Las alacenas estaban llenas de hierbas secas, frascos con mermeladas caseras, pan en un cesto cubierto por un paño limpio. Las cacerolas brillaban en su sitio.
—Será solo un gesto. Un desayuno sencillo... él ha sido muy amable.
Encendió el fuego, preparó té, cortó pan, calentó leche, frió unos huevos con un poco de tocino que halló en la despensa, y sacó miel para acompañar. La mesa quedó lista con los utensilios , y un pequeño ramo de flores silvestres en una botella de vidrio vacía.
Heinrich se despertó con una sensación inusual, el olor. Té negro, pan tostado, un leve aroma a miel y grasa caliente. Se quedó unos segundos mirando el techo, confundido.
—¿Qué demonios…?
Entonces lo recordó. La joven. Elisabeth.
Se vistió en silencio, sin prisa pero con cierta curiosidad contenida. Cuando se dirigió a la cocina, la escena lo detuvo en seco.
Elisabeth estaba de pie junto a la mesa, el delantal anudado con torpeza sobre su vestido sencillo, las manos unidas frente a ella, y una expresión que mezclaba nerviosismo y resolución. Al verlo entrar, se enderezó con rapidez.
—Buenos días, señor Bauer —dijo, inclinando un poco la cabeza con respeto—. Le pido disculpas por haberme tomado el atrevimiento de usar su cocina, sus utensilios y sus ingredientes. Solo… quería agradecerle de algún modo por su hospitalidad.
Heinrich no respondió de inmediato. Se quedó de pie junto al umbral, con una ceja ligeramente levantada. La observó con atención, el leve temblor en sus pupilas mientras esperaba su reacción, el modo en que apretaba las manos contra el delantal, sus labios apenas presionados, como si temiera haber ido demasiado lejos.
El silencio se alargó un poco más de lo que ella pudo soportar sin inquietarse.
—¿Lo he molestado…? —preguntó, la preocupación filtrándose en su tono.
Entonces Heinrich reaccionó, frunciendo apenas los labios, no en disgusto, sino en una expresión pensativa.
—¿Y esto es… solo para mí? —preguntó con voz grave, al ver la mesa preparada solo para uno.
—S-sí. —Elisabeth se apresuró a asentir, con una mezcla de orgullo y ansiedad en el rostro—. Quería que tuviera algo caliente antes de empezar su día…
—No me parece.
La expresión de Elisabeth se tensó al instante.
—¿Disculpe, señor?
Heinrich se acercó despacio, sus botas resonando suavemente sobre el suelo de madera.
—Lo que quiero decir es que no me parece que este desayuno sea solo para mí… —Se detuvo frente a la mesa, mirándola a ella más que a los platos—. Usted también necesita desayunar, señorita.
La mirada de Elisabeth se abrió, sorprendida.
—Entonces… —continuó él, tirando suavemente de una silla—. Compartamos juntos este desayuno.
Por un instante, Elisabeth no supo qué decir. Pero luego, con una leve sonrisa, se inclinó ligeramente en señal de aceptación y se sentó frente a él, aún con la sorpresa en el rostro.
El sonido de los cubiertos fue suave y acompasado, apenas interrumpido por el crujir del pan tostado o el suave suspiro del té caliente al ser vertido en las tazas. La cocina, iluminada por la luz tenue del amanecer, parecía un refugio apartado del mundo.
Heinrich comía en silencio, como si analizara cada sabor, cada textura. Elisabeth se mantenía con las manos sobre el regazo, en parte para evitar que sus dedos tamborilearan con nerviosismo sobre la mesa. Su rostro reflejaba serenidad, pero sus ojos no dejaban de observar a Heinrich, intentando adivinar en su expresión alguna pista sobre lo que pensaba.
Cuando él dejó los cubiertos a un lado, se limpió los labios con la servilleta con calma y alzó la mirada hacia ella.
—Estaba delicioso —dijo con su voz grave y pausada—. Mucho mejor de lo que yo suelo preparar.
Elisabeth no pudo evitar sonreír. Fue una sonrisa pequeña, contenida, pero genuina. Bajó la mirada un momento, como si quisiera esconderla, pero la satisfacción en sus ojos era evidente.
—Me alegra que haya sido de su agrado, señor Bauer.
Heinrich la contempló por un instante más, leyendo lo que se escondía bajo aquella sonrisa: la expectación, la ansiedad sutil de quien no quiere parecer impaciente pero no puede evitar preguntarse cuándo llegará la respuesta que espera.
Apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó las manos.
—Imagino que debe estar esperando que le hable de aquella propuesta de la que le hablé anoche.
Elisabeth levantó la vista con cierto sobresalto, como si sus pensamientos hubieran sido descubiertos con demasiada facilidad.
—Solo si… si es conveniente para usted —dijo, intentando sonar neutra.
Heinrich asintió, sin dejar de observarla.
—He estado pensando —comenzó—. Y creo que podrías ser mi herborista exclusiva.
Elisabeth abrió un poco los ojos.
—¿Su…?
—Quiero decir —continuó Heinrich—, que podrías trabajar para mí. Preparar mezclas, tinturas, remedios, ungüentos. Tienes talento. Conozco a muchos curanderos y farmacéuticos, pero ninguno con tu sensibilidad y precisión al tratar las hierbas. Y no me refiero solo a la técnica… sino a la intención con la que lo haces.
Hizo una pausa, luego añadió:
—Podrías quedarte aquí. Tener un espacio propio para trabajar, para vivir, y claro, te pagaría por ello como corresponde. Te ofrezco un trabajo y un trato justo.
Por un momento, Elisabeth pareció no saber qué decir. El brillo de interés en su rostro fue casi inmediato… pero también lo fue el conflicto que se reflejó enseguida en su expresión. Bajó la mirada y sus labios se apretaron un poco.
—Se lo agradezco profundamente, señor Bauer —comenzó, con una voz suave pero clara—. Su propuesta es más de lo que podría haber imaginado. Y es un honor que considere que tengo algo valioso que ofrecer.
Heinrich asintió, paciente.
—Pero… —continuó ella, esta vez con más firmeza—. No puedo quedarme a vivir aquí. No porque no me agrade su compañía o este lugar. Al contrario… —bajó la mirada por un segundo—. Me sentiría en deuda constante si me quedara bajo su techo. Y más aún cuando… —se llevó una mano al vientre, con un gesto protector—… nazca mi bebé.
Heinrich la miró con atención, pero no la interrumpió.
—Y Falko… —miró hacia la puerta, donde el perro asomaba con la cabeza ladeada—. Ya somos dos… y pronto tres. No quiero ser una carga, ni un motivo de habladurías. Usted ha sido generoso, y no deseo que esa generosidad le cueste algo.
Heinrich se mantuvo en silencio, y por un momento Elisabeth temió haber dicho algo indebido. Pero luego él exhaló, y su mirada se suavizó.
—Para mí no sería ningún inconveniente —respondió con calma—. Ni usted, ni su hijo, ni su animal. Pero respeto su decisión.
Elisabeth asintió con gratitud.
—Buscaré pronto un lugar para vivir, algo modesto… pero que pueda llamar mío.
—Y mientras tanto —añadió él—, esta casa sigue abierta para usted.
Ella lo miró con los ojos brillantes por la emoción contenida, y aunque no dijo nada, su leve inclinación de cabeza bastó como respuesta.
Traía médicos con él Dietrich
Q pasara si ese doctor q hecho le hizo algo y a ella la intimido con el bb y lo dejo ir así como así
Autora denos más capítulos /Chuckle/ jejejeje q intrigada me quede /Shy/. Gracias por su Novela.