En las calles vibrantes, pero peligrosas de Medellín, Zaira, una joven brillante y luchadora de 25 años, está a tres semestres de alcanzar su sueño de graduarse. Sin embargo, la pobreza amenaza con arrebatarle su futuro. En un intento desesperado, accede a acompañar a su mejor amiga a un club exclusivo, sin imaginar que sería una trampa.
Allí, en medio de luces tenues y promesas vacías, se cruza con Leonardo Santos, un hombre de 49 años, magnate de negocios oscuros, atormentado por el asesinato de su esposa e hijo. Una noche de pasión los une irremediablemente, arrastrándola a un mundo donde el amor es un riesgo y cada caricia puede costar la vida.
Mientras Zaira lucha entre su moral, su deseo y el peligro que representa Leonardo, enemigos del pasado resurgen, dispuestos a acabar con ella para herir al implacable mafioso.
Traiciones, secretos, alianzas prohibidas y un amor que desafía la muerte.
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Capitulo 2
El amargor del licor bajaba por su garganta como fuego líquido, abrasando sus entrañas, pero Zaira no se detenía. Una copa. Dos. Tres.
Cada trago era un escudo improvisado contra las voces que resonaban implacables en su cabeza: Las facturas apiladas sobre la mesa de la cocina, marcadas con sellos rojos de "Vencido".
Los libros de la universidad que ya no podía comprar. La tos seca de su madre, que se oía cada noche a través de las paredes finas como papel.
Tragaba y reía, como si el alcohol pudiera borrar la realidad. Como si pudiera, por unas horas, anestesiar el dolor.
Sentada en uno de los sofás laterales del club, bajo una luz tenue que teñía su piel de tonos ámbar, Zaira reía de algo que ni siquiera entendía. Sus mejillas estaban encendidas por el alcohol, sus pupilas brillaban como estrellas perdidas, y su cuerpo se balanceaba al ritmo lento de la música grave que vibraba en las paredes.
A su lado, Tatiana sonreía forzada, fingiendo diversión mientras sus ojos traicionaban la culpa que carcomía su interior.
De vez en cuando, lanzaba miradas nerviosas hacia el balcón privado, donde Sergio, el dueño del club, le hacía discretas señas con la cabeza.
La presión sobre sus hombros era sofocante.
Tatiana tragó saliva, ajustando su vestido corto mientras sentía el peso del sobre lleno de promesas aún invisible en sus manos.
—¿Sabes, Tati? —balbuceó Zaira, dejando caer la cabeza sobre el hombro de su amiga, su aliento impregnado de ron barato—. A veces... a veces sueño que... un tipo rico, ¿sabes?, se enamora de mí... y me saca de este infierno —rio con una carcajada quebrada, amarga, que sonó como un lamento perdido en la música.
—¡Qué estupidez, ¿no?! —se burló de sí misma, sus palabras arrastradas y vulnerables—. ¡Una chica pobre salvada por un príncipe millonario! ¡Qué chiste!
Tatiana cerró los ojos un segundo, dejando que la culpa le arañara el alma.
La estaba vendiendo.
Y aun así, le acarició el cabello enredado con una ternura hipócrita, como si ese gesto pudiera redimirla.
—No es una estupidez, Zai... —susurró, su voz temblando levemente—. A veces la vida... nos da oportunidades donde menos las esperamos.
Zaira alzó la vista, sus ojos brillando con una mezcla de alcohol y tristeza.
Antes de que pudiera responder, dos hombres de seguridad, enormes y vestidos con trajes negros impecables, se materializaron frente a ellas como sombras pesadas.
La música se desdibujó, el aire se volvió denso.
—Señoritas —habló uno, su voz grave, pero educada—, el dueño del club desea invitarlas a una zona más privada, para su comodidad.
Zaira parpadeó, confundida. El mundo a su alrededor giraba como una calesita defectuosa.
—¿Nosotras? —balbuceó, con una risita incrédula.
—Sí —asintió el guardia, tendiéndole una mano firme, implacable.
Ella miró a Tatiana, buscando una respuesta, un salvavidas.
Tatiana le devolvió una sonrisa quebrada, esa que Zaira no supo leer.
—Ve, nena —murmuró—. Estás muy ebria para seguir aquí. Yo iré enseguida.
La calidez de su voz era una mentira envuelta en terciopelo.
Zaira, tambaleándose, aceptó la mano del guardia.
Sus botas de suela gastada resonaron sordamente en el suelo pulido mientras la llevaban por un corredor tapizado de terciopelo oscuro, iluminado apenas por lámparas doradas.
El aire olía a perfume caro y a secretos podridos.
Llegaron a un ascensor privado. La cabina subió silenciosa, como una sentencia.
Cuando se abrieron las puertas, lo que apareció ante ella fue otro mundo: una suite de lujo, de dimensiones imposibles.
Sofás de cuero negro perfectamente alineados, alfombras persas mullidas, paredes de mármol que reflejaban la luz suave de candelabros de cristal.
Un aroma embriagador a maderas nobles y whisky añejo impregnaba el ambiente.
—Espere aquí, por favor —dijo el guardia antes de marcharse.
Zaira se dejó caer en uno de los sofás, la cabeza colgándole hacia atrás, los ojos cerrados.
El silencio era absoluto, salvo por el zumbido sordo de su propio corazón.
Todo le daba vueltas.
La culpa, la ilusión tonta, el miedo.
Y no sabía que, detrás de esa puerta pesada, ya caminaba hacia ella el hombre que cambiaría todo.
En otro rincón del club, en el despacho privado, Tatiana recibía su pago.
Un sobre grueso, que olía a billetes nuevos y a traición.
—No se preocupe —dijo el dueño del club, ajustándose los gemelos de su camisa a medida—. En unas horas, su amiga tendrá la vida que siempre soñó... o la que se merece.
Tatiana apretó el sobre contra su pecho, las manos frías como el mármol.
Cruzó la mirada con Sergio por un instante.
Y supo que había vendido algo que no podría recuperar jamás.
Leonardo Santos apuraba el último sorbo de su whisky en un salón privado contiguo.
La bebida resbalaba por su garganta, dejando un regusto amargo que no lograba borrar el vacío en su pecho.
La luz cálida acariciaba su rostro curtido, surcado de líneas que hablaban de sus 50 años vividos con intensidad y soledad.
El reflejo en el espejo le devolvía la imagen de un hombre poderoso... y profundamente solo.
No tenía esposa.
No tenía hijos.
Ni siquiera tenía una casa que pudiera llamar hogar.
Solo dinero. Y fantasmas.
Un bufido amargo escapó de sus labios mientras dejaba el vaso de cristal sobre la mesa. Su mirada oscura brilló un instante, cargada de una tristeza indomable.
No buscaba amor.
No buscaba compañía.
Buscaba olvido.
Se ajustó la chaqueta negra, inhaló hondo, dejando que el perfume denso del whisky y el cuero lo envolviera, y avanzó hacia la puerta de la suite.
Su paso era firme, decidido, como un depredador que ya había olfateado a su presa.
Tomó el picaporte frío entre los dedos.
La abrió.
Y la vio.
Zaira, recostada sobre el sofá, desprotegida, perdida, con la fragilidad de un suspiro a punto de romperse.
Leonardo sintió una punzada inesperada en el pecho. No era compasión.
Era deseo brutal y algo más oscuro, más retorcido. Era la necesidad de poseer algo tan limpio, tan ajeno a su mundo sucio.
Cerró la puerta tras de sí. Los clics de la cerradura sonaron como cadenas que se cerraban.
Y avanzó hacia ella... Hacia su salvación o su condena.